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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (29 page)

BOOK: Ella, Drácula
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Poco a poco había ido distanciándose de cuantas distracciones antaño aún mantuvieron su atención, como la de ir dos o tres veces anualmente a los mercados que con frecuencia se instalaban en el centro de Viena o Budapest. Otrora, en su juventud, siempre solía encontrar cualquier bagatela para sí misma o para regalársela a su marido, como un narguile en el que fumar, o ciertos vinos que contenían sendos bocoyes de madera que el tiempo había corroído. También solía apetecer de determinadas especias que algunas vendedoras guardaban con tiento en cucúrbitas de barro o canastillas de saúco y mimbre. Asimismo, en esas ferias compraba quesos de lejanas regiones, que los pastores llevaban en badanas hechas de piel de cordero, o fajardos elaborados con hojaldre y carne picada. Casi de todo se encontraba en tales mercados, desde colirios diversos para aliviar sus dolencias oculares hasta samovares donde calentarse las piernas en invierno. Con la vista recorría los tenderetes en los que era posible hallar desde bonitos muebles de palisandro o sillas de taracea con fundas de sarga hasta pasamanos con engarces de oro y toquillas de vistosas plumas, que al parecer hacían las delicias en las cortes francesas e italianas, o ferreruelos de terciopelo forrados de tabí. Aquellos lugares, no obstante, la aburrían al poco, pues era grande la fanfarria que organizaba tanta gente impecune, igual que el griterío de espoliques y mozos transmitiéndose dizques y rumores, todos ellos muñidores sin sueldo de historias que habían oído en alguna parte, pero que deformaban conforme iban contándolas de nuevo. Allí podía ver a ancianas seborreicas y rostros con la huella de la erisipela, a mendigos que la acosaban mostrándole sus bacinas huecas en demanda de limosna, y jóvenes que se ofrecían para realizar sinecuras a cambio del sustento. Los talabarteros, voceando desde los adrales de sus carromatos todo tipo de mercancías, eran observados por multitud de gañanes de corta edad que poco más hacían que morderse padrastros, despiojarse como podían o perder las horas. Ella solía buscar cosas determinadas, mújoles del Mediterráneo y sábalos del Atlántico, conservados en salmuera o ahumados. Asimismo tenía la costumbre de comprar todo tipo de emulsivos de farmacia, almíbar de culantrillo o ruibarbo con el que purgar indigestiones. Aquel continuo borbollar de la vida la ponía nerviosa al escaso rato de estar allí, así que, acedo el gesto y con imperiosos monosílabos, ordenaba regresar de nuevo, lo que contrariaba sobremanera a sus acompañantes, para quienes tales salidas constituían un divertimento único en medio del asfixiante encierro de los castillos, con su vida oscura y monótona, pero ella era incapaz de aguantar mucho tiempo a tantas personas de aspecto clorótico y desaseado. De manera que habría que aguardar a que se sintiese nuevamente en extremo aburrida para hacerse con pescado de Terranova, mantenido con hielo, o el salado que llegaba de Holanda, y otro tanto podría decirse de pavos, perdices o alimentos como el arroz, el regaliz, la miel, el azafrán o el pimentón. De hecho, al espaciar cada vez más esas visitas a los mercados, que al final eran casi incursiones realizadas con suma rapidez y a desgana, se separaba más y más de la vida y todo cuanto guardase relación con ella.

János Pirgist siente dolor en la espalda. Son varios los días que lleva con su escrito, y tantas horas reclinado sobre las cuartillas le resultan algo muy fatigoso. Apoya su cabeza en el respaldo del sillón y se lleva una mano a la nuca. Luego, con la otra mano, se palpa la parte superior de la nariz, entre los ojos. Es mucho lo que está forzando la mirada del recuerdo para no caer en el desánimo. Pero no debe distraerse. Cuando uno inicia un trabajo es contraproducente darse ciertos respiros, pues entonces la indolencia y la pereza pueden apoderarse de nosotros, sugiriéndonos que ya proseguiremos con esa labor mañana, cuando estemos más frescos y descansados. Eso no es válido para el trabajo que él lleva adelante. Sabe que si cede ahora todo quedará inconcluso, no sólo la propia descripción de los hechos, sino también ese otro reducto de su memoria que se ha destapado un poco. Es consciente de que, si flaquea ahora, ya nunca encontrará ocasión para revelar lo que aún tiene pendiente, aunque no sea a un sacerdote y mediante el sacramento de la confesión, sino al papel.

No obstante, es tanto lo que durante toda su vida logró averiguar acerca de la Condesa Báthory que las múltiples dudas surgidas sobre la marcha le acosan como una manada de hambrientos lebreles al zorro o la liebre. Conociendo que Erzsébet fue una mujer de cultura, y que casi hasta el final no pudo evitar el hecho de asistir a fiestas que tenían lugar en diversos lugares, donde se contaban toda suerte de rumores e historias, Pirgist se pregunta si también ella supo en vida de la existencia, siglo y medio antes, de su homónimo en cuanto a crímenes y su forma de realizarlos se refería, el tristemente famoso caballero Gilles de Rais, mariscal de Francia y compañero de armas de la célebre Juana de Arco, con quien combatió codo con codo en la toma de Orleáns o en el fallido intento de conquistar París, por aquel entonces en poder de los borgoñones, que jugaban a ser aliados de los ingleses según les conviniera o no tal tesitura. Porque Gilles de Rais, hijo de Guy de Laval y Marie de Craon, Señora de La Suze, una vez hubo librado sus batallas con las armas demostrando siempre un arrojo intachable, se dedicó, como ella misma, a las lecturas nocivas. Según parece, cayeron en sus manos los escritos de Suetonio y de Plutarco, en los cuales se daba cuenta de ciertos crímenes cometidos por emperadores de funesto recuerdo, como Heliogábalo, Cómodo, Nerón o Diocleciano.

Aquello excitó sobremanera su imaginación.

Y eran muchas, por no decir demasiadas, las concomitancias que hubo entre los casos de Gilles de Rais y el de Erzsébet Báthory. Gilles, al igual que Erzsébet, dispuso de varios castillos en los que consumar sus fechorías, pero fue sobre todo en los de Champtocé, Pornic, Tiffauges y Machecoul donde dejaría sanguinaria impronta de su paso por la vida. Al igual que Erzsébet, tres fueron los ayudantes que le asistieron en esos crímenes: Gilles de Sillé, Poitou y Henriet, que eran sus criados. Y, lo mismo que Erzsébet, necesitó siempre de un asesor espiritual que justificase sus actividades. Esto lo encontró en la persona de cierto clérigo italiano residente en la Bretaña, llamado Francesco Prelati, que no era brujo como Darvulia o Májorova, pero también estaba en comunicación con las fuerzas del más allá.

De idéntica manera a como Erzsébet y sus brujas invocaban a los poderes del Maligno y pasaban sus días y noches elaborando conjuros y entre anafres y frascos con líquidos misteriosos, Gilles hacía lo propio. También él eligió como víctimas a los de su propio sexo. Jóvenes mendigos a los que engañaba diciendo que podrían pasar a formar parte de su coro. Pajes sin trabajo o simples campesinos. De ese modo se iniciaron sus matanzas. Y si en el caso de Erzsébet lo que la estimulaba era su pingüe crestomatía de plantas, en el de Gilles de Rais fue, al parecer, un poderoso vino de aquella zona del país, conocido como
hypogras
. Entre ceremonias satánicas y orgías fue dando cruel muerte a cuantos jóvenes caían en su poder, siempre inducido por el pérfido Prelati, tan vicioso o más que su patrón. Aunque posteriores pesquisas redujeron su cifra de víctimas a cuatrocientas, se dice que en el momento de su juicio Gilles reconoció, en un cálculo aproximado, haber asesinado a cerca de ochocientos muchachos, algunos de los cuales, eso fue cierto, cantaron durante varias semanas en su coro, pues el mariscal de Francia, y éste sí era un dato desconcertante, era hombre de probada fe. De ahí lo absurdo de su contradicción mental, pues si con esos jóvenes cometía todo tipo de aberraciones, luego, siempre arrepentido, entraba en agudas crisis, encerrándose para rezar o darse golpes de fusta hasta hacerse heridas. Realmente debía de estar arrepentido de lo que acababa de hacer, y luchaba por no repetirlo. Pero al poco, y de nuevo borracho como una cuba a costa de ese
hypogras
que consumía por litros diarios, volvía a sus sesiones de sodomía, de tortura y muerte.

A diferencia de Erzsébet, quien nunca dio muestras de duda o aflicción por lo que había hecho, se sabe que Gilles de Rais, sobre todo, violaba los cadáveres de sus víctimas llenándolos de oprobio, así, incluso después de muertos. En su juicio explicó con detalle que una de las perversiones que más gozo le proporcionaba era sodomizar a uno de aquellos muchachos maniatados y, bien fuese él mismo o cualquiera de sus ayudantes, decapitarlos justo en el instante próximo a alcanzar su clímax sexual. Entonces, en un gesto rápido, le ofrecían la cabeza del muchacho, ya separada de su cuerpo, y él lo besaba en la boca con pasión. Quería, o decía querer tanto a aquellos jóvenes, que guardaba en salmuera sus más bellas cabezas. Semanas después seguía cometiendo abusos demencialmente deshonestos con aquellas cabezas y rostros que todavía conservaban un rictus de espanto en sus rasgos. Y de nuevo el encierro, la penitencia y la oración. De nuevo el arrepentimiento, para volver en breve a las orgías y los asesinatos.

En el juicio que se le hizo, tanto a él como a sus cómplices, Gilles aceptó lo monstruoso de sus actos, y hasta parecía desear el justo castigo que sabía le aguardaba. Henriet, uno de los criados, reconoció que siempre fueron muchachos las víctimas, excepto en una ocasión en que, no habiendo ningún joven a mano, tuvo que provocarse placer con una muchacha aún adolescente, a la que secuestraron en un camino.

También a diferencia de Erzsébet Báthory, fue el propio Gilles de Rais quien propició su captura. Como si en el fondo deseara que ésta se consumase pronto, para así poner fin a la hecatombe de sangre y duelo que estaba provocando. Al ser apresado intentó en vano acogerse a sagrado, introduciéndose en una iglesia, pero de nada iba a servirle tan cobarde argucia. Su suerte estaba echada porque, al igual que Erzsébet, había empezado a asesinar a hijos de campesinos con cierto prestigio en sus tierras. De hecho, cuando Jean Labbé, que era pariente suyo, se disponía a apresarlo acompañado de una guardia fuertemente armada, Gilles exclamó, cayendo de rodillas. «¡Buen primo, llegó el momento de acceder a Dios!», pues debía de estar plenamente convencido de que sus actos serían perdonados si se arrepentía de ellos. Jean de Châteaugiron, obispo de Nantes, y Pierre de l’Hôpital, gran senescal de Bretaña, llevaban algún tiempo tras sus talones, y por fin lo capturaron.

En su juicio Gilles de Rais dio muestras en todo instante de gran serenidad y aplomo, e incluso, en algunos momentos, derramó lágrimas por sus inocentes víctimas, a las que, insistió, él nunca quiso hacer daño alguno. Fueron el vino y las creencias satánicas, de las que ahora abominaba, los que lo impulsaron a ello. Pidió repetidas veces perdón a las familias de esas víctimas, muchas de las cuales se hallaban presentes en la sala, y clemencia al Todopoderoso para que le otorgara su perdón en el cielo. Fue tal la impresión de arrepentimiento y, se cuenta, casi de beatitud, que mostró Gilles en aquella trágica hora, que cuando era conducido en una carreta al sitio en el que debían tener lugar las ejecuciones, primero las de sus cómplices y finalmente la suya propia, algunos aldeanos rompieron en llanto, pidiendo a gritos su perdón, o, al menos, su salvación eterna. La comitiva entonó el
De profundis
, luego un
Requiem
. Los ánimos estaban muy caldeados y ya había gente que se enfrentaba a los guardias que protegían a los reos. Tal puede ser la necedad del pueblo llano, a veces, quien confunde la misericordia con el engaño. Uno tras otro fueron ajusticiados sus colaboradores. Él, hombre de guerra y que tantas veces estuvo en peligro de perder la vida, y a quien tantas heridas causaron armas de toda laya, confesó a sus atónitos jueces que sentía un miedo inconmensurable hacia el dolor físico. ¡El, que lo había provocado hasta la arcada! Les suplicó que, dado su rango y nombre, le librasen de ese padecimiento en la medida de lo posible. Tan bien y tan devotamente expuso sus razones y su aprensión ante el suplicio, indicándoles con exactitud lo que deseaba, que le concedieron esa gracia. La sentencia convenía en que se le quemase vivo en la hoguera, pero en realidad todos vieron una horca situada justo encima del enorme amasijo de leña preparado para quemarle. Además, presumido hasta el final, rogó que su cuerpo no sufriese en demasía el contacto con las llamas, pues así podría recibir cristiana sepultura en mejores condiciones. Con tanto fervor pidió estas cosas que le fueron asimismo concedidas. A fin de cuentas no dejaba de ser un noble emparentado con la realeza de Francia, además de que había dado muestras de un vivísimo arrepentimiento, lo cual constituyó todo un éxito para el prestigio de sus jueces. Poco antes de ser ajusticiado dijo con calma a sus allegados que morir no significaba más que un poco de dolor, pero él, cobarde e impío, había suplicado como una parturienta temerosa y aprensiva que le librasen de ese poco dolor. Así se hizo.

Cuando las primeras llamas le rozaban ya los pies, su cuerpo colgó bruscamente de la horca. Y con rapidez lo sacaron de allí, apenas unos momentos después, sólo ligeramente chamuscado. En el instante crucial de la ejecución se entonó un
Dies Irae
que a muchos logró emocionar. En realidad, aquello se tradujo en un triunfo de la fe, pero Pirgist pensaba, aun sin dudar del supuesto arrepentimiento de Gilles de Rais, que todo aquello fue más teatro, cobardía y embuste que otra cosa.

Fuesen cuatrocientas las víctimas, como se coligió tras un exhaustivo recuento, u ochocientas, como él mismo se ufanó en recordar con toda naturalidad, daba igual. Es muy posible que los restos de muchas de ellas nunca fueran encontrados, o que procediesen de lejanos lugares. La cantidad, quizá, debió de aproximarse a quinientas. Lo cierto es que a los cuatro años de quedar viuda, Erzsébet Báthory ya había alcanzado y superado esa pavorosa cifra.

Gilles de Rais también se echaba por encima sangre de algunas de sus víctimas, porque Prelati le aconsejaba hacerlo para así entrar antes en el reino de las tinieblas. No obstante, ese discurrir paralelo en el modo de cometer salvajadas entre Gilles y Erzsébet, fue sólo similar en sus efectos, pero no en las intenciones con las que fueron realizadas, pues mientras que Gilles de Rais buscaba sobre todo el goce sexual más burdo y directo, y nunca mataba si antes no había violado a sus víctimas, de las que con frecuencia abusaban también sus cómplices, Erzsébet raramente dio muestras de hallarse en estado de verdadera excitación sexual, lo que la convertía en una torturadora mas fría. Si pudo gozar con alguna de las criadas que de joven se hacía subir a sus aposentos para pasar la noche con ellas, eso es algo que nunca se sabrá. De lo único que queda constancia es de que ella se recreaba en el dolor de sus víctimas, y cuanto más intenso fuese éste, mejor. En tal aspecto diferían sustancialmente ambos casos. Además de ello, Erzsébet, en la última parte de su vida en la que de modo paulatino, como Gilles en sus castillos, iba sintiéndose acorralada, todavía no había dado nunca la menor señal de arrepentimiento. Todo lo contrario. Cuanto más mataba y hacía sufrir, más se vanagloriaba de su propia crueldad. Tampoco parece que a Gilles le preocupase en absoluto darse auténticos baños de sangre y, pese a su probada coquetería, tampoco se sabe que temiese el envejecimiento. Gilles halló en el placer físico una ruta que lo condujo directamente al crimen, lo cual, pensaba Pirgist, no justificaba tan execrables actos pero sí les daba una pátina humana. Su perversión era de índole mucho más terrenal que lo que movía a Erzsébet, quien pronto pareció dejar a un lado los presuntos placeres del cuerpo para dedicarse con rabiosa tenacidad a la causa del dolor, al culto de la sangre. El mataba y torturaba en caliente, como prueban los testimonios de sus cómplices y el suyo propio durante el juicio en el que se le condenó a la pena capital. Erzsébet, por el contrario, pareció complacida de actuar casi siempre en frío. Tanto crimen y tanta tortura ya la hastiaban. Y por eso decidió tomar la senda más inaudita de cuantas pudieran ser imaginables. Asistió inconmovible a las torturas, interviniendo en ellas de manera cada vez más espaciada y selectiva desde un sillón que, situado en un punto concreto de los antiguos lavaderos de Csejthe, le permitía dar órdenes y observarlo todo con detenimiento. Y, en mitad de aquellos interminables suplicios, sólo ladeaba ligeramente la cabeza o parpadeaba como si terminase de ver algo insólito, hundida en sus propias alucinaciones. Tampoco se sabe que ninguna de sus ayudantes, ni muchísimo menos el enano Ficzkó, abusaran en alguna ocasión de cualquiera de aquellas muchachas. Era el dolor por el dolor, la muerte por la muerte. Pero al final seguía estando presente un único objetivo: la sangre.

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