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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (35 page)

BOOK: Ella, Drácula
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Como se ve, de todo aquello pudo haber tenido noción Erzsébet, a quien sin duda apasionaba el tema de los vampiros. Todavía más, si cabe, que el de la brujería, pues si mucho le había costado dar con una bruja digna de crédito como Anna Darvulia, aún más le costó encontrar a la única que poseía los suficientes méritos para erigirse en su digna sucesora, Ezra Májorova.

En cambio, de los vampiros, y eso lo sabe a la perfección János Pirgist porque a él le sucedió lo mismo cuando era niño y aún ahora las gentes no dejaban de importunarle con tales historias, Erzsébet oyó hablar siempre y con total naturalidad a los Báthory, cortadores de cabezas y empaladores de cuerpos. A ellos poco podía impresionarles el cariz enigmático de esas fábulas, se llamase a los vampiros como se les llamase, y según la región:
moroï, opers, varcalaci, vidmes
, pricolici o el más implícito
diavoloace
.

Erzsébet lo único que sabía, y no tendría ninguna duda al oír esas leyendas, era que los vampiros humanos habían dado pruebas de su existencia en episodios de los que quedaba constancia escrita y legal por parte de las autoridades en sitios como Blovu, cerca de Kadam, en Bohemia, y también en Olmutz, villa morava. O en las cercanías de donde ella nació en el cantón húngaro de Oppida Heidonum, junto a Transilvania, o en Amarasti, no lejos de Dolj, en Mehedinti, justo al lado de Vaguilesti, en Kartrzy, más al norte, y ya en plenos Balcanes, en lugares como Kilósova, Medredja o Kisiljevo.

Así llamaron los antiguos escritores latinos a las sirenas, que también eran mujeres-vampiro:
Cruenta sirenum ora
…, las bocas ensangrentadas de las sirenas, o
Deterrimae versipelles
…, las pérfidas sagaces que se alimentaban de sangre y eran insaciables. Pero había algo que intrigaba más a Erzsébet que toda esa serie de apariciones que mucha gente decía haber presenciado. La palabra
pyr
para los eslavos significaba «pájaro». Ella quería volar ni más ni menos que esos animales que, parecidos a los murciélagos pero más grandes que éstos, sí había podido ver con sus propios ojos: los vampiros de verdad.

Siendo niña, y seguramente para darle miedo, uno de sus primos de Transilvania le contó cierta noche a la luz del fuego de la chimenea, mientras los mayores se solazaban tras una fastuosa comida en un salón contiguo, cómo actuaban los vampiros, esa especie de pájaros que eran como ratas o conejos con grandes orejas y alas surcadas de finas membranas. Según su primo, los vampiros aguardaban que sus presas yaciesen profundamente dormidas, prefiriendo animales que por su propia condición se sumían en el letargo invernal, pero incluso lo hacían con otros que no pertenecían a tales especies. Tenían la virtud de saber cuándo estaba produciéndose el momento más profundo del sueño de aquellas presas a las que previamente habían localizado. Así, acechaban desde lo alto de una rama o escondidos en la frondosidad de un árbol. Luego, iniciando un vuelo de delicado trazado, se colocaban muy cerca de esos animales en reposo. Entonces, sin tocarlos nunca, daba comienzo la segunda fase del proceso. Ya estaban posados a su lado, y el animal seguía dormido. Centímetro a centímetro iban aproximando su morro a la víctima, que respiraba tranquila. Eso podía demorarse horas, y ahí residía la clave para pasar desapercibidos. Finalmente, y ésta era la parte más prodigiosa, la que consiguió captar toda la atención de Erzsébet, acercaban aún más su morro a la piel de la víctima. Volvían a ser muchos los minutos de paciente espera, pues el menor movimiento habría despertado al animal. Asomaban sus largos colmillos, más finos que agujas, dejándolos deslizar con absoluta lentitud entre el pelo del animal. La aproximación era entonces milímetro a milímetro. Hasta que se producía el suave, casi imperceptible contacto. Ése era el instante crucial. La quietud debía ser absoluta. Quizá el animal se moviese un poco por instinto, pero si seguía dormido luego de haber entrado en contacto los colmillos del vampiro sobre su carne, continuaba produciéndose el milagro. Con infinita delicadeza iba introduciendo la punta de sus colmillos en esa carne, sorbiendo ávidamente su sangre desde un primer momento, con lo que a los pocos minutos el animal estaba ya incapacitado para reaccionar. Había caído en una grata e incomprensible ensoñación. Algo le picaba ahí, en alguna parte de su cuerpo, pero, débil hasta el extremo de no poder ni moverse, se dejaba hacer. Así hasta que lo vaciaba de sangre. Entonces sí, el vampiro, ahíto de sangre, remontaba el vuelo lanzando victoriosos chirridos.

A la niña Alžbeta no sólo no le dio ningún miedo esa historia, sino que empezó a fantasear a su costa. A ella no le iba a venir un vampiro a morderla mientras dormía. Entre otras cosas porque dormía escasas horas, y siempre en un estado de duermevela. No había vampiro capaz de traspasar los gruesos muros de sus castillos, ni los ventanales que quedaban herméticamente cerrados.

Quizá tardó aún unos pocos años en comprender que el vampiro era ella, pues así lo soñó de niña, deseándolo con toda la energía de su imaginación.

Probablemente el relato de su primo tuvo lugar en el castillo de Somlyó, al que solían acudir los Báthory una vez por año para reunirse todos. Nunca llegó a conocer János el castillo de Somlyó, ni tampoco su madre. Csejthe era su hogar mal que le pesara, y si sólo estuvo en los castillos de Sárvár, Varannó y Pistyán Kata habló del resto.

Pero a él seguía obsesionándole únicamente Csejthe, porque fue allí donde vivió sus mayores momentos de horror. Esos que aún no se ha atrevido a describir en su totalidad, como si una mano invisible se posase sobre la suya, impidiéndole sincerarse. Era el vampiro que vivía instalado en su memoria, que lo paralizaba una y otra vez en el momento en que se creía decidido a contarlo todo.

—¡Oh, Señor, dame valor para hacerlo…! —exclama de pronto para sí cerrando los ojos.

Por un instante llega a temer que su joven ayudante le haya oído. Escucha atentamente. Nada se oye. Es noche cerrada y el padre András dormirá tranquilo. Él no tiene eso en la memoria.

Pirgist se levanta y da un par de vueltas por la habitación. No termina de decidirse. Tampoco sabe cómo contarlo. Pero, a fin de cuentas, si ha llegado hasta aquí, si ha sido capaz de describir lo que ya ha descrito, ¿por qué habría de importarle exprimir un poco más sus propios recuerdos y su conciencia?

Se queda varios minutos de pie frente al gran crucifijo de hierro forjado que cuelga de la pared. No se atreve a mirarlo. Finalmente alza la vista y reza una corta oración. Luego vuelve a sentarse frente a su escritorio, moja el plumón en el tintero y sigue escribiendo un renglón. Y luego otro, y otro más.

Él vio. También él vio. Fue una visión fugaz. Pudo durar apenas unos segundos, el tiempo de atisbar por una puerta que alguien, imprudentemente, había dejado mal cerrada. Juraría que se despertó en mitad de la noche y se sobresaltó al comprobar que su madre no se hallaba a su lado, como era de esperar. Iba medio sonámbulo, olvidando por completo las consignas que hasta la saciedad le habían repetido: que de noche nunca se moviera de allí. Al parecer su madre fue llamada con urgencia por Kata para limpiar algo. El caso es que tuvo miedo. Más miedo de su propio miedo que del de esa soledad del lavadero del que tan a menudo le habían dicho que no se moviese. Y empezó a buscarla. Primero por el lavadero adyacente. Después en otro contiguo a éste. Recorrió un pasillo, subió un piso. No se atrevía a decir: «¿Mamá?», en voz alta, porque seguía siendo mudo una vez abandonado el lavadero principal.

Fue entonces cuando, al doblar por otro pasillo, oyó lo que oyó. Gritos ahogados y sacrílegas imprecaciones. Distinguió, hecha su mirada ya a la penumbra, un resquicio de luz que se colaba desde el canto de aquella puerta mal cerrada. La tenía a escasa distancia, y algo desconocido, quizá el temor de que a su madre estuviese ocurriéndole cualquier cosa mala allí dentro, le abocó a empujar un poco la puerta. Y vio. Y oyó. Color y sonido. Fue esa mezcla lo que provocó su alarido, esófago abajo.

—¡Oh, Dios! ¿Cómo contarlo, cómo? —balbucea ahora entre jadeos.

Vio cuerpos de chicas atados a la pared, y alguien situado frente a ellas que movía sus brazos con un objeto brillante y afilado en la mano. Quizá era un cuchillo. Quizá uno de los grandes y largos alfileres que se utilizaban para zurcir lana y otras prendas gruesas. Y la voz de aquellas chicas. No consiguió ver toda la escena, pero con contemplar un fragmento de ésta ya le bastó:

Rojo, eso es lo que vio. Sangre por todas partes. Y gritos amortiguados por la estopa y los trapos que a aquellas chicas les habían introducido en la boca.

Rojo. Un golpe seco. Rojo. «¿Por qué?», oyó en un lamento que provenía de la parte de la habitación que no lograba abarcar con la vista.

Rojo, rojo.

«¿Qué es esto?», clamó una voz en el interior de esa habitación.

Todo muy rojo, como si la estancia entera se hubiese teñido con el color de las amapolas.

Hasta el olor a humedad que impregnaba el muro en el que ahora se apoyaba le llegó rojo.

Rojo y más rojo. Pieles blancas, y encima rojo. Como la pulpa de una granada reventada. Rojo.

Viscoso, picante. Rojo. Como el color de algunos vestidos que, de lejos, le había visto a la Condesa. Como el de las cofias de ciertas mujeres que pudo ver en el pueblo, en una fiesta reciente. Rojo. Y, de pronto, la voz entrecortada de una chica, suplicando:

—¿Por qué? ¿Qué es esto? —Y luego—: ¡Dios mío!

O tal vez fueron dos veces las que lanzó tal imprecación.

—¡Dios mío, Dios mío!

Era lo que él mismo estaba pensando en esos momentos. Como si aquellas chicas le robaran las palabras.

«¿Por qué?». «¿Qué es esto?». «¡Dios mío!».

Ahí no estaban ni el sol, ni el trigo, ni la miel. Todo era rojo. Muy rojo.

Desde la otra parte de la habitación llegaron insultos y maldiciones. No consiguió oírlos con nitidez, pero sí su piel, que se había erizado como las escamas de algunos reptiles que dormitaran sobre las rocas que rodeaban el castillo, expuestos a la luz solar.

Entonces aún no alcanzó a comprender en toda su plenitud esa perfecta álgebra del dolor, del mayor de los dolores: la ausencia de respuesta a la pregunta: ¿Por qué chicas? ¿Por qué esas chicas, tan blancas, tan llenas de rojo?

De pronto, mareándose, su visión quedó nublada por la febril, vertiginosa yuxtaposición de los diversos tonos de rojo. Allí dentro todos parecían chillar como posesos, las víctimas y los verdugos. Unos a causa del daño, otros para que callasen, pero entre todos formaban una espiral que no dejaba de crecer. Y la hoja, los alfileres, seguían subiendo y bajando a ritmo acompasado. Y en cada movimiento un nuevo espasmo, una brutal contracción.

Vio destellos de color de plata surcando el aire, como si le partiesen el pecho al aire y, junto a él, costillas, pulmones, entrañas. Y luego las voces rotas de las chicas que murmuraban cada vez más débilmente:

—¿Por qué? ¿Qué es esto? —Y después—: ¡Dios mío!

Posiblemente fuera cierto. Eran dos los colores que allí había: el del brillo de la plata y el de la pulpa de la granada u otras frutas con el mismo color. Aunados, confundiéndose entre sí. Las cerezas reventaban, esparciéndose a modo de diminutas estrellas sobre la pálida piel de las chicas.

Y la hoja de plata en su constante movimiento. De arriba abajo. De arriba abajo. La hoja de plata creando nuevas cerezas, nuevas fresas, nuevas ciruelas que estallaban sin hacer ruido. A lo sumo, un característico chasquido al entrar en la carne. Una danza pendular, maquinal, que helaba la madrugada, que incendiaba el frío. ¿Cómo ahuyentar aquella dañina luz?

Y el rojo que crecía en intensidad, hasta casi cegarlo.

La hoja de un largo cuchillo resplandeciente hizo encoger la alborotada alma del pequeño y estupefacto János hasta conseguir anularla. La hoja que movía esa figura envuelta en una capa hasta los pies, haciendo enmudecer del todo su alma, ya resquebrajada en pedazos. La hoja más brillante de cuantas joyas de plata hubiese visto nunca, pero con restos de cerezas, de fresas y de granada en su punta, en su filo, haciendo enmudecer a los muros, a las antorchas del pasillo, al aire.

En aquella confusión mental, arrastrado por la vorágine de imágenes que le impactaban en los ojos como pedradas y que se le introducían en la retina, también a él, como afiladísimos alfileres, el niño sordomudo e invisible, pegado cada vez con más fuerza a la pared, sólo deseaba salir al campo abierto para poder gritarles cuanto acababa de ver a los árboles, a las flores, al cielo. Porque no era ciego. O sí lo era. Qué importaba eso ya.

Pero fuera la noche era cerrada, y en aquellos campos, en aquel lugar, cuando llegase la noche ¿no se esconderían las flores, los árboles, no huiría el mismísimo cielo para no ser testigo de lo que allí pasaba?

Pirgist levanta la cabeza, jadeando ostentosamente. La sacude. Deja la pluma y junta las manos en actitud de oración. ¿Cómo pudo llevar esto dentro, igual que hacemos con un hueso cualquiera de nuestro propio esqueleto, sin compartirlo jamás con nadie?

Y vuelve a preguntarse: ¿cómo tendrá valor y audacia para relatar esa historia, lo que aún resta de la misma, de manera coherente, sin recurrir a vagas alusiones a frutas y colores, cuando en realidad es así como la vivió? En su mente todo sigue siendo un magma reflejando fragmentos sin sentido, y con los cuales ha convivido hasta hoy, desterrándolos al más oscuro y remoto rincón de su memoria.

Y es que aun hoy, si rebusca en ella, hace descubrimientos que le hielan el corazón. Al dejar la puerta realizó un movimiento con la cabeza. Mínimo, pero suficiente para abarcar un nuevo ángulo de visión. Y allí logró ver, colgada de una pared, a una muchacha desnuda. La tenían colgada de uno de esos enormes ganchos de los que penden los animales una vez se les ha matado, para desguazarlos con más comodidad. Probablemente la habían colgado de tal forma que el gancho no le entrase por ninguna parte vital y mantenerla un rato más en su agonía. También vio, sobre una mesa, y esparcidos por el suelo, utensilios diversos. Algo que entonces no reconoció, pero que, grabados en su mente, con el tiempo llegó a saber lo que eran: garlopas, piernas, leznas, cepillos con púas metálicas, berbiquíes y una especie de manubrio donde les romperían o les fragmentarían las extremidades a las chicas. Herramientas utilizadas en carpintería y herrería que allí cumplían su función de tortura. Clavículas, fémures, tibias, húmeros, peronés, omóplatos, todo eso quebraban antes de astillar o cercenar. Y ella, la fiera, columbrándose entre veredas y linderos del pensamiento que la hacían gozar con aquel dolor como si contemplara el hermoso paisaje desde un otero, y otras entrando en acción para dejar claro quién era allí la auténtica orfebre del dolor. Sólo al quedarse sin chicas, sólo cuando cesaban por completo los gritos porque ya de ninguna garganta podía salir grito alguno, se diluía esa urticaria que dominaba su sangre. Asimismo distinguió, en la pared, una suerte de sistema de poleas conectadas mediante cuerdas y correas de cuero, donde mantendrían suspendidas a las muchachas mientras eran supliciadas. Todo eso quedaba iluminado por un candil, y János lo observó en un parpadeo. Allí tenían a sus víctimas, tumefactas unas, yertas otras, convulsionándose las que más resistencia tuvieran o las que hubiesen dejado para el final. Y aquélla era una, una sola de las estancias del horror.

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