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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

Ella (16 page)

BOOK: Ella
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—¿Y
Ella
habita siempre ahí, o sale algunas veces?

—No, hijo mío;
Ella
está siempre donde está...

En plena llanura nos encontrábamos, ya y yo examinaba encantado la variada hermosura de sus árboles y flores casi tropicales; aquellos crecían aislados o, a lo más, en grupos de tres o cuatro, siendo algunos de muy gran tamaño, aparentemente de una variedad de roble de hojas perennes. También había palmeras, algunas de más de cien pies de altura y los helechos arborescentes más bellos que hasta entonces había visto, en cuyo torno revoloteaban muchísimos pájaros-moscas de reflejos metálicos y mariposas de grandes alas y de mil colores. Vagando entre los árboles, o tendidos sobre la alta y suave hierba se notaba la clase de caza desde el rinoceronte abajo. Vi una gran manada de búfalos y ciervos
(orcas canna),
cuagas y antílopes y la más bella variedad de gamo, sin contar otra caza menor, y tres avestruces que huyeron veloces al vernos, como una polvareda ante el viento. Tanto abundaba la caza que no pude contenerme por más tiempo. Llevaba conmigo en la litera un martini de un solo cañón, porque el
expres
era muy pesado, y viendo que un hermoso
orcas
cannas
se restregaba contra un árbol, salté de mi litera y arrastrándome acerquéme cuanto pude a él. Me dejó aproximar como a una distancia de ochenta yardas, cuando volvió la cabeza y se puso a mirarme antes de emprender la carrera. Echéme a la cara el rifle y apuntándole a la mitad de la paleta porque me presentaba el costado, disparé. En mi vida habla hecho mejor tiro.

El gran gamo dio un salto en el aire, y cayó muerto. Los cargadores que habían hecho alto para contemplar la escena prorrumpieron en un murmullo de asombro, lo que de parte de esas gentes reservadas, que no parecen sorprenderse por, ni de nada era de considerarse como un gran aplauso, y una parte de la escolta corrió a descuartizar la pieza. Yo entonces por más que estuviera ardiendo en deseos de verla volvíme a meter dignamente en mi litera, como si me hubiera pasado la vida matando
orcas canna
comprendiendo que había ganado una porción de grados en la estimación de los amajáguers, que parecían achacar mi hazaña a alguna grandísima brujería Billali me acogió con mucho entusiasmo.

—¡Maravilloso es lo que hiciste, Babuino, hijo mío! ¡maravilloso! ¡Eres, aunque feísimo, un gran hombre! Si no lo hubiera visto, no lo hubiera creído. Y ¿dices que vas a enseñarme a matar de ese modo?

—Ciertamente, padre: mío — le repliqué alegremente, —es cosa muy sencilla. Pero
in petto
me proponía ponerme detrás de un árbol, o echarme en tierra cuando el viejo Billali comenzase sus lecciones de caza.

Nada ocurrió después de este pequeño incidente hasta una hora y media antas de la puesta del sol, que fue cuando llegamos bajo la sombra de la elevadísima masa volcánica que ya he descrito. Tarea casi imposible es para mí describir su severa grandiosidad, que admiraba en tanto que más pacientes cargadores avanzaban por el lecho antiguo del canal hacia el lugar en que el murallón obscuro arrancaba del suelo superponiendo sus precipicios hasta hundir en las nubes su corona.

Cuanto puedo decir es que me abrumaba con la intensidad de su grandeza solemne y solitaria. Subiendo avanzábamos, por la cuesta brillantemente, asoleada hasta que la sombra de arriba llegó a apagar su brillantez, y a poco empezamos a andar por una excavación labrada en la roca viva. Hundíase más y más esta obra maravillosa que debió haber ocupado a miles y miles de hombres durante muchos años, y a la verdad que no he podido comprender aún cómo, sin el auxilio de la pólvora de minas y de la dinamita pudo haberse hecho. Este es uno de los indescifrables misterios que presenta esa tierra salvaje. Únicamente puedo suponer que esas galerías y grandes cavernas labradas en la montaña fueron las empresas públicas del pueblo de Kor, que habitó este país en la época crepuscular de la historia; tal como los monumentos egipcios que fueron ejecutados por la labor forzada de millones de cautivos durante el espacio de muchos siglos... Más, ¿qué pueblo era ese?

Llegamos, al fin, al mismo frente del paredón o precipicio, y nos encontramos a la entrada de un obscuro túnel, que me recordó naturalmente los que han construido nuestros ingenieros contemporáneos para las vías férreas del siglo XIX. Surgía de este mismo túnel una gran corriente de agua clara. Debo decir que hacía rato que veníamos siguiendo la orilla del río producido por esta corriente subterránea y que corría por la misma excavación por donde entramos: parte de la excavación era un canal, y parte un camino alzado como unos ocho pies quizá, de su nivel; pero al comenzar la excavación, el río se separaba siguiendo su lecho propio que serpenteaba como dije antes por el llano. A la boca del túnel hicimos todos alto, y mientras que algunos hombres encendían lámparas de barro que consigo trajeron, Billali, bajando de su litera me comunicó cortésmente, aunque con mucha firmeza que las órdenes de
Ella
era que nos vendasen los ojos, para que no pudiéramos descubrir el secreto de los pasajes de las entrañas del monte. Sometíme a ello de buena voluntad; pero a Job, que ya estaba mucho mejor de su fiebre, a pesar del viaje, no le gustó nada la proposición, pues se figuraba según creo, que era el paso preliminar del suplicio de la vasija. Se consoló un tanto cuando le hice ver que no había por allí ninguna vasija caliente a mano, ni tampoco fuego con que calentarla. En cuanto al pobre Leo, después de estarse dando vueltas inquietas en su litera durante algunas horas, se había sumido no sé si en un sueño o estupor profundo, y no había necesidad de vendarlo. Las vendas consistían en unas tiras de ese lienzo amarillento con que se hace el traje de los amajáguers que deciden vestirse y que nos ataron fuertemente ante los ojos. Después he sabido que ese lienzo se obtenía en las tumbas; no era de manufactura nativa como creí al principio. Las puntas de las tiras que hacían de vendas nos fueron vueltas a atar Lacia adelante debajo de la barba También a Ustane la vendaron, quizá, por temor de que nos revelara el secreto de los pasadizos. Echamos a andar de nuevo, después de esta operación, y al punto comprendí, por el sonido retumbante de los pasos y el mayor que hacía la corriente de agua que penetrábamos en el seno mismo de la gran montaña. Esto de ser llevado con una venda en los ojos por un subterráneo en el seno de un monte sin saber adonde me producía una sensación de raro espanto; pero ya estaba hecho a estas sensaciones y bastante preparado a cualquier cosa. Quieto, pues me estuve en la litera oyendo el monótono y sordo retumbar de los pasos y el del agua precipitada tratando de figurarme que me encantaba la situación. Empezaron entonces los cargadores a cantar aquella melancólica canturia que oía la primera noche que nos cautivaron en el ballenero, y el efecto producido entonces por sus voces es del todo indescriptible. El ambiente se había ido poniendo gradualmente pesado y espeso, hasta que, al fin, parecía que me iba a ahogar; pero en esto dio la litera una rápida vuelta y luego otra y otra después, y cesé de oír el rumor del agua. Sentí entonces purificarse poco a poco el aire, y advertí que las vueltas eran tan continuas, que vendado y todo como estaba me mareaba.

Trató de formarme de ellas una representación mental, para el caso de que tuviéramos que escapar algún día por esos pasadizos, pero no es necesario que diga que esto me fue imposible. Así se pasó como una media hora cuando, de pronto, tuve la conciencia de que de nuevo nos hallábamos al aire libre. A través de mi venda veía la claridad, y sobre el rostro sentía la frescura del ambiente. La caravana hizo alto al cabo de algunos minutos, y entonces oí que Billali mandaba a Ustane se quitase la venda y que nos la quitara también a nosotros. No quise esperarla y soltando yo mismo sus nudos me la saqué, y miré.

Como me lo figuraba habíamos atravesado el monte de parte a parte, y nos hallábamos ahora del opuesto lado, inmediatamente al pie de su rugosa frente. Lo primero que noté fue que su altura por este lado no era tanta como por el otro; había una diferencia como de quinientos pies lo que probaba que el lecho del lago, o más bien del vasto y antiguo cráter en que nos hallábamos, era mucho más elevado que la llanura que nos rodeaba. Nos encontrábamos, por lo demás, en una inmensa taza cercada de rocas parecida a la del lugar en que habíamos estado durante algunos días, aunque diez veces mayor. A la verdad, apenas si se distinguía la recta línea de los peñascos del lado opuesto. Una gran parte, de aquel llano así encerrado por la Naturaleza estaba cultivada y dividida en tramos por cercas donde había ganado y cabras, encerrados para que no perjudicaran las huertas. Alzábanse acá y acullá, lomas de pasto, y a algunas millas de distancia hacia el centro de la taza pude vislumbrar el contorno de colosales ruinas. Y no más pude observar en aquel momento, porque al punto nos vimos rodeados de una multitud de amajáguers, parecidos en todo a los que ya conocíamos, y que se agolpaban silenciosos sobre ras literas para mirarnos. De pronto, un gran número de gente armada, bien regimentada en compañías, mandadas por oficiales que portaban una varilla de marfil, se adelantó corriendo hacia nosotros. Aquella tropa había brotado del paredón mismo, como las hormigas de sus montículos y a más de la piel de leopardo ceñida a la cintura llevaba un traje de lienzo. Era la misma guardia de Ella.

Su jefe se acercó a Billali y le hizo un saludo tocándose la frente transversalmente con su varilla ebúrnea. Preguntóle después algo que yo no pude oír, y habiéndole contestado nuestro anciano amigo, toda la tropa dio vuelta marchando, a la vera del paredón, y nuestra propia caravana siguió sus huellas. Así anduvimos como media milla y nos detuvimos entonces a la entrada de una cueva gigantesca que tenía como cincuenta pies de alto, por ochenta de ancho. Billali bajó aquí y nos convidó a imitarle a Job y a mí. Leo, el infeliz, estaba demasiado enfermo para hacer otro tanto.

Entramos en la cueva alumbrada entonces en gran trecho por el sol poniente, mientras que después del punto a que llegaba esta claridad, veíase débilmente iluminada una profundidad inmensurable por una doble fila de lámparas, que me hicieron recordar las luces de gas de una calle larga y vacía de Londres. También pude observar que los muros de los costados estaban cubiertos de esculturar de un bajo relieve de la especie, pictóricamente hablando, que había visto en las vasijas: escenas de amor principalmente, episodios de caza ejecuciones de criminales la tortura de la vasija caliente, al rojo blanco quizá, puesta sobre la cabeza que demostraba de dónde nuestros huéspedes habían sacado tan amable costumbre. Pocas representaciones había de batallas, aunque sí bastante de duelos o de hombres que luchaban o que corrían, y de esto deduje, que este pueblo, por el aislamiento en que vivía o por su mucha fuerza no estaba sujeto a los ataques de enemigos exteriores. Había también columnas de piedra entre los bajo relieves de un carácter absolutamente original: por lo menos no eran griegas, ni egipcias, ni asirias, ni hebreas; puedo jurarlo. Más parecían chinescas que otra cosa. Junto a la entrada de la caverna tanto las inscripciones como los dibujos estaban degradados, pero más adentro algunos se hallaban en tan perfecto estado como el día en que los concluyeron los escultores.

El regimiento de guardias se quedó a la entrada de la caverna donde formó para que pasáramos nosotros. Saliónos, entonces al encuentro un hombre vestido de blanco que se inclinó humildemente sin decir ni una palabra; lo que no tenía nada de extraño porque, según luego supe, era un sordomudo.

Hacia unos veinte pies de la entrada cruzaba a ambos lados una galería, también labrada en la roca en ángulos rector, con la caverna principal. A la entrada de esta otra galería del lado izquierdo, había dos centinelas y por esto supuse que conducía a las habitaciones de
Ella.
La entrada de la derecha no tenía centinelas y por ella nos llevó el mudo. A unos cuantos pasos encontramos la entrada de una habitación, donde colgaba una cortina hecha de material herbáceo, parecido; al de las esteras de Zanzíbar: álzóla el mudo haciendo una nueva reverencia y nos guió a un cuarto de muy buen tamaño, también labrado, por supuesto, en la roca viva pero alumbrado, para mi delicia por medio de un tragaluz que daba al principio. En este cuarto había una cama de piedra vasijas para lavarse uno, llenas de agua y pieles de leopardo admirablemente curtidas, que servían de mantas.

Aquí dejamos a Leo que dormía pesadamente, y con él se quedó Ustane. Noté que el mudo la miró de un modo muy raro, como diciendo: ¿quién eres tú, y por qué vienes aquí? Pero luego nos condujo a otra habitación igual que tomó Job para sí, y luego a otras dos nos acomodamos, respectivamente, Billali y yo.

«ELLA»

Lo primero que hicimos Job y yo, después de ver a Leo, fue lavamos bien y ponernos ropa nueva, pues no hablamos mudado la que usábamos desde la perdida del
dhow.
Afortunadamente, como ya creo haberlo dicho, la mayor parte de nuestro equipaje personal había sido transbordado al ballenero, por lo que pudimos salvarlo, y luego nos fue traído adonde estábamos por los hombres de Billali; pero se habían ido a pique todas las mercancías que traíamos para negociar con los naturales del país y para regalarlas. Casi toda nuestra ropa estaba hecha de una franela gris muy fuerte y compacta que resultó excelente para viajar por estos lugares pues aunque una blusa de Norfolk, la camisa y los pantalones no pesan juntos más que, cuatro libras, lo que tiene mucha importancia en los países tropicales, en que cada onza de peso hace sufrir al que la porta era bastante caliente, ofrecía la necesaria resistencia a los rayos del sol, y más que nada nos abrigaba contra los resfriados que son tan desagradables y nacen de los cambios bruscos de temperatura. No me olvidará jamás del placer que entonces experimenté, como nunca al lavarme fregarme y ponerme la ropa nueva. Lo único que echó de menos para completar mi dicha fue el jabón, que no teníamos. Descubrí luego que los amajáguers, que no cuentan el desaseo entre sus muchos defectos, usan una especie de tierra quemada para lavarse la cual, aunque al principio es muy desagradable al tacto, substituye al jabón cuando uno se ha acostumbrado a ella.

Y después que me hube vestido y arreglado la negra barba cuya anterior condición desgreñada justificaba el apodo de babuino que me había dado el viejo amigo, empecé a sentir un hambre atroz. Así es que no me disgustó, por cierto, cuando, sin anuncio previo ni rumor de ninguna especie, la cortina de mi habitación se alzó y presentándose en la entrada una muchacha muda me anunció por inequívocas señas, esto es abriendo la boca y apuntándosela peculiarmente con los dedos unidos, que se trataba de comer alguna cosa.

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