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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (15 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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CRISTÓBAL

C
UANDO vi que la lancha gris del resguardo se acercaba, con la bandera de Panamá tremolando ufana en la popa, supe de inmediato que habíamos llegado al final de nuestra accidentada travesía. Para decir verdad, cada vez que, durante las últimas semanas, atracábamos en un puerto, esperábamos siempre una visita como ésta. Sólo la laxitud con la que en el Caribe se suelen tramitar los asuntos burocráticos nos había mantenido a salvo de tal eventualidad. La embarcación avanzaba por entre una charca gris en la que flotaban restos anónimos de basura y aves muertas que comenzaban a descomponerse. La superficie oleaginosa dejaba paso a la quilla creando una lenta ola que iba a morir perezosamente, un poco más adelante. Estábamos lejos del siempre mudable desorden del mar. Tres funcionarios vestidos de caqui, con amplias manchas de sudor en las axilas y en la espalda, subieron con pomposa lentitud por la escalerilla. El que parecía ser el jefe, un negro de los que allí llaman jamaiquinos por descender de aquellos que los yanquis importaron de esa isla para ocuparlos en la construcción del Canal, nos preguntó en un español informe, sembrado de anglicismos, dónde estaba el capitán del barco. Los conduje hasta el segundo puente y toqué en la puerta del camarote varias veces. Por fin, una voz opaca y cansada contestó: «Que pasen». Los hice entrar y, cerrando la puerta tras ellos, volví al pie de la escalerilla en donde había estado conversando con el contramaestre. El motor de la lancha ronroneaba con inesperadas alteraciones en el ritmo, mientras un calor implacable, que bajaba de un cielo sin nubes, fomentaba el aroma de vegetales en descomposición y del barro de los manglares que se secaban al sol esperando la subida próxima de la marea.

—Aquí termina esto. Ahora, cada cual por su lado y a ver qué pasa —comentó el contramaestre mirando hacia los muelles de Cristóbal como si de allí pudiera venir la respuesta a su inquietud. Cornelius era un holandés regordete, de corta estatura, siempre aspirando una pipa cargada con tabaco de la peor clase. Hablaba un español impecable, enriquecido con las más variadas y pintorescas maldiciones. Parecía que se hubiera propuesto coleccionarlas a lo largo de sus años de navegación por las islas, ya que constituían un auténtico muestrario de la escatología caribeña. Al comenzar nuestro viaje, pareció mostrarme cierta desconfianza nacida de esas susceptibilidades que atacan a los hombres de mar cuando alcanzan algún lugar de mando. Desconfían siempre de todo extraño que parezca invadir lo que ellos consideran como sus dominios. Muy pronto conseguí disolver esta primera actitud del holandés y acabamos estableciendo una relación, distante pero cordial y firme, mantenida gracias a la reconstrucción de anécdotas y experiencias comunes que, o bien remataban en un estruendo de carcajadas, o iban a morir contra un telón de nostalgia soñadora y derrotada.

—Wito no tiene cómo escapar al embargo. Es como si lo hubiera buscado desde hace mucho tiempo. Si pierde el barco y, con él, su modo de vida, todo se le terminará arreglando. Será como parar una rutina en la que hace ya mucho tiempo que dejó de creer. Hace tanto que todo esto lo aburre sin remedio. Al menos eso es lo que deduzco de su actitud durante este viaje. Qué piensa usted, Cornelius, que lo conoce mejor. ¿Hace cuánto andan juntos? —yo trataba de mantener el diálogo sin mucha convicción, mientras allá arriba se cumplía la oscura ceremonia judicial que nos amenazaba desde hacía tantas semanas.

—Once años llevamos juntos —contestó el contramaestre—. Lo que le cagó el destino al pobre Wito fue la huida de su hija única con un pastor protestante de Barbados, casado y con seis hijos. Dejó fieles, iglesia y familia y se llevó la muchacha a Alaska. La pobre, además de fea, es medio sorda. Wito comenzó, entonces, sus negocios descabellados. Se fue enredando en hipotecas que le tienen tomando el barco y creo que una casa en Willemstad. Ya sabe cómo es eso. Abrir un hueco para tapar otro. No es aventurado pensar que estos mierdas llegan justamente para arreglarle el asunto.

—Se alzó de hombros y dando ansiosas chupadas a la pipa miraba hacia el camarote en donde continuaba un diálogo cuyos resultados eran más que predecibles. Al poco rato salieron los uniformados. Guardaron unos papeles en sus portafolios y, saludando con un descuidado golpe de mano en la visera de la gorra, bajaron la escalerilla y subieron a la lancha. Ésta partió rumbo a Cristóbal cortando suavemente el agua de la bahía.

El capitán apareció en la puerta del camarote y me llamó: «Maqroll, ¿quiere subir un momento, por favor?». Esta vez su voz era firme y tranquila. Entramos y me invitó a tomar asiento frente a la mesa que le servía de escritorio. Era la misma que usábamos para comer. Parecía haberse quitado un peso de encima. De estatura regular, delgado, con facciones afiladas y zorrunas, tenía los ojos casi ocultos por las cejas pobladas, hirsutas y entrecanas. Lo primero que llamaba la atención al verlo era la ausencia del menor rasgo marino. Ningún gesto suyo lo identificaba con los hombres de mar. Era más fácil imaginarlo como bedel en un internado o como profesor de ciencias naturales. Hablaba en forma lenta, precisa, casi pomposa; destacando cada palabra y terminando las frases con una ligera pausa, como si esperara que alguien tomara nota de lo que estaba diciendo. Sin embargo, detrás de esos aires docentes, era fácil distinguir un vago desorden de sentimientos, un afán de esconder algo como una herida secreta y penosa. Esto movía a quienes lo tratábamos desde hacía años, a sentir por él una tibia indulgencia que, por lo demás, nunca desembocaba en una relación honda y duradera. Llevaba impreso en algún lugar de su ser ese signo que distingue a los vencidos y que acaba aislándolos irremediablemente de sus semejantes.

—Pues bien, Maqroll —comenzó a decirme más lento que nunca—, se trata, como usted ya debió suponerlo, del barco. Lo ha embargado un grupo de bancos que tienen sucursales en Panamá —parecía disculparse de antemano. Me hizo sentir esa penosa impresión del que va a escuchar una confidencia que hubiera preferido evitar. Un pequeño ventilador, sujeto a la pared frente a nosotros, zumbaba, girando lentamente, sin conseguir refrescar una atmósfera pesada en la que flotaba el olor a sudor impregnado en la ropa y a colillas trasnochadas—. Ha sucedido al fin —continuó diciéndome— lo que me venía temiendo hace varios meses. He perdido el barco y una casita que tenía en Willemstad. El barco será llevado hasta Panamá por una tripulación contratada por los embargadores. Usted y el contramaestre pueden, si así lo desean, cruzar con ellos el Canal y bajar en Panamá. Allá los liquidarán de acuerdo con los términos del contrato de trabajo que firmaron conmigo. Ahora, si prefiere quedarse aquí, ellos lo liquidan de igual forma. Basta con que se los haga saber. Como prefiera.

—Y usted, capitán, qué piensa hacer —le pregunté preocupado por la serena frialdad con la que tomaba las cosas.

—No se preocupe por mí, Maqroll. Es usted muy amable. Ya tengo todo dispuesto para… —y aquí titubeó con un cierto pudor fugaz pero notorio— para seguir adelante. Una de las cosas más gratas de mi vida es haber contado con su amistad. Debo a usted muchas lecciones que a lo mejor ni sospecha. Con ellas me he sostenido con mayor o menor fortuna, pero siempre preservando eso que usted suele llamar «los dones con que nos sorprende la vida». Habría mucho que hablar al respecto, pero creo que ya no es tiempo de confidencias. Además, sospecho que está usted más enterado que yo —se incorporó con cierta brusquedad y me tendió la mano dándome un fuerte apretón en el que trató de poner todo el calor que evitaba en sus palabras. Cuando yo salía, me pidió le dijera a Cornelius que subiera a hablar con él.

Con el contramaestre, Wito se tomó aún menos tiempo que conmigo. Al regresar el holandés, yo estaba absorto mirando hacia el puerto, mientras un sordo agobio crecía dentro de mí a medida que se prolongaba el silencio de esa agua muerta y lodosa. Un silencio que parecía nacer del calor de la tarde iba en aumento a medida que ésta se extendía por el cielo con una tenue neblina nacarada y traicionera. Cornelius se recostó sobre la barandilla de bronce reluciente, dándole la espalda al mar. No hizo comentario alguno sobre su entrevista con el capitán. Sabía que era inútil. Bien poco podía diferir de lo que Wito habló conmigo. Aspiraba su pipa con la premiosa respiración de quien quiere apartar de la mente una idea obsesiva y lacerante.

El disparo sonó como un seco chasquido de madera. La pareja de gaviotas que dormitaba en la antena levantó el vuelo. Un escándalo de alas y graznidos se fue a perder con ellas en el cielo que oscurecía por momentos. Subimos corriendo. Al entrar al camarote nos recibió un intenso olor a pólvora que picaba en la garganta. El capitán, sentado en su silla, se iba escurriendo hacia el suelo. Tenía la mirada vidriosa y perdida de los agonizantes. Un hilillo de sangre bajaba por la sien hasta mezclarse con otros dos que manaban de la nariz. La boca sonreía en un rictus por completo extraño a los gestos usuales de Wito. Sentimos una molestia singular, como si estuviéramos violando la intimidad de un ser que sabíamos ajeno y desconocido. El cuerpo acabó de caer con un ruido sordo mientras el zumbido del ventilador se abría paso por entre el silencio que organiza la muerte cuando quiere indicar su presencia entre los vivos.

Avisamos por radio a las autoridades portuarias que no tardaron en llegar. Venían en la misma lancha que nos había visitado antes. Esta vez eran tres policías vestidos de blanco y un médico que trataba de acomodarse torpemente la bata, también blanca, intentando ganar con ella un aire mediana mente profesional que para nada iba con su aspecto de mulato cumbiambero, crespo y gozador. Las diligencias duraron poco. Los policías bajaron el cadáver metido en una funda de plástico gris. Lo dejaron caer en el fondo de la lancha como si se tratara de un bulto de correos. Cuando se alejaron, la noche había caído por completo. Las luces del puerto se encendieron con sus avisos chillones de neón. La música de cabarets y cantinas comenzaba la ronca y triste fiesta del trópico antillano.

Nos habíamos encontrado en New Orleans, después de muchos años de no saber uno del otro. Yo entré a un almacén en Decatur Street que ostentaba el presuntuoso y engañador letrero de Gourmet Boutique. Se exhibía allí una colección de objetos inútiles e idiotas que pretenden servir en el bar y la cocina; además de una variedad de alimentos y especias de los más diversos orígenes y marcas, siempre sospechosamente parecidas, en su envoltura, a las que brindan como exclusivas algunas tiendas de Londres, París o New York. Quería comprar un poco de jengibre azucarado. Una de mis pasiones secretas que mantengo aún en las peores épocas de penuria. El precio indicado en el frasco era tan alto que fui a la caja para cerciorarme de que era correcto. Allí estaba Wito pagando dos cajas de té Darjeeling, su bebida favorita. Antes de decirnos nada, nos miramos sonriendo con la vieja complicidad de quienes conocen sus mutuas debilidades y se sorprenden en flagrante delito de satisfacerlas. Wito se empeñó en pagar mi jengibre, tras una untuosa explicación del dueño de la tienda sobre el precio inmoderado que aparecía en el frasco. Tenía ese acento de Brooklyn que nos advierte, con anticipación, que llevamos todas las de perder. Salimos juntos. Mi amigo, después de manifestar las mayores dudas sobre la autenticidad tanto del té como del jengibre de marras, me invitó a comer con él. Tenía un cocinero de Jamaica que preparaba una pierna de cerdo en ciruelas digna de todos los honores. El barco estaba atracado en los muelles de Bienville, justo enfrente a la tienda donde nos habíamos encontrado. Era un carguero pintado de un color amarillo rabioso, como sólo he visto en la gorguera de los tucanes del Carare. El puente de mando y el de los camarotes y oficinas eran de un blanco que necesitaba, hacía tiempo, una nueva mano de pintura. El nombre del buque no guardaba proporción con su modesto tonelaje y su aún más modesta apariencia. Se llamaba el
Hansa Stern
. Así lo había bautizado Susana, la esposa de mi amigo. Ella había vivido, durante su juventud, algún tiempo en Hamburgo y guardaba por las grandes ciudades del Báltico una admiración que las magnificaba notablemente. Wito no quiso cambiar el nombre por respeto a su memoria. Toda explicación salía sobrando, pero ése era uno de sus típicos rasgos de carácter: un afán profesoral y muy germano de explicarlo todo con innecesaria precisión, como si el resto de los humanos necesitaran de un apoyo adicional para entender el mundo.

Winfried Geltern. Su historia bien merecía todo un libro. Estaba tan llena de episodios, sobre algunos de los cuales solía pasar como sobre ascuas, que uno se perdía en su laberíntica complejidad. En los puertos y rincones del Caribe se le conoció siempre como Wito. Vaya a saberse dónde había nacido la absurda reducción de un nombre de tan altiva prosapia vikinga. En esos parajes todo acaba reduciéndose a proporciones que fluctúan entre el carnaval desvaído y la triste ironía nacida del clima de las islas y la mezquina y arrasadora sordidez de la costa. El perfil zorruno del rostro y el continente de profesor despistado de nuestro personaje, impidieron, con cierta justicia escénica, que se agregara a su apodo el título de capitán de navío. Le decían Wito, así, sin más. Él nunca se dio por enterado de lo ridículo del improbable diminutivo. Había nacido en Dantzig, pero su familia era de origen westfaliano. Hablaba todos los idiomas de la Tierra con una fluidez desarmante. Jamás narraba anécdotas ni detalles relacionados con su vida en el mar. Era como si éste fuera ajeno a sus hábitos, a sus ideas y preferencias. Caminaba en forma erguida, un tanto envarada, que le servía a la maravilla para subrayar su conversación escandida con prolija exactitud de relojero. A menudo tenía Wito momentos de humor sardónico y sus paradojas estallaban siempre de improviso y se apagaban en igual forma. Un día le escuché decir con inapelable seriedad: «Esto del clima es un asunto puramente personal. No hay climas fríos o calientes, buenos o malos, saludables o dañinos. Son las personas las que se encargan de crear una fantasía en su imaginación y la llaman clima. No hay sino un clima en toda la Tierra, pero la gente descifra, según reglas estrictamente personales e intransferibles, el mensaje que le pasa la naturaleza. Yo he visto sudar lapones en Finlandia y tiritar de frío a un negro en Guadeloupe». Al terminar estas sentencias afirmaba sus palabras con una inclinación repetida y castrense del tronco, como quien termina de dictaminar sobre el destino del universo. Nunca sabía uno si recibir estas paradojas con una sonrisa o con seriedad convencional de discípulo que ha sido iluminado por la verdad.

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