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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (47 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Regresé al bar, donde la cordial acogida de mi experto guía por el camino de las posibles combinaciones con ron de las islas, me hizo más tolerable la penosa impresión de haberle fallado a mi cómplice y compañero en el oscuro laberinto de mis sueños: los que depara la noche y los que suceden en el fragor de la vigilia. Me fui a dormir cuando regresaban las primeras parejas, desencantadas de su experiencia del Kingston nocturno. Inútil decirles lo que había sido el puerto en otros tiempos de calipso y ron caliente. No habrían entendido y, desde luego, tampoco valía la pena tal esfuerzo. Dice el Dante que no hay mayor dolor que recordar en la miseria los tiempos felices. Pero hasta eso debemos hoy hacerlo solos y está bien que así sea.

Me queda, ahora, relatar mi último encuentro con el
Tramp Steamer
. No tuve el menor indicio de que lo veía por última vez. De saberlo, las cosas hubieran sucedido de otra manera. Ahora que lo recuerdo, lo que sí fue evidente para mí era que,de continuar los encuentros, la cosa hubiera adquirido los síntomas de una persecución mítica, de una diabólica espiral cuyo final podía ser el de las soberbias maldiciones con las que los dioses de la Hélade castigaban a los trasgresores de sus designios inmutables. No es ése ya nuestro mundo. Los hombres sólo conseguimos ahora cumplir con la mezquina cuota de venganza que nos imponen otros hombres. Poca cosa. Nuestro modesto infierno en vida no da ya para ser materia de la más alta poesía. Quiero decir que, sin tener la certeza de que era la última vez que nos veíamos, algo me indicaba que el juego no podría seguir adelante. No estaba dentro de la parca zona a que hemos circunscrito lo imaginable.

Había estado, diez o más años atrás, en las bocas del río Orinoco. Fue durante un curso de entrenamiento sobre manejo de gas propano que hice en Trinidad. Me enteré, en esa ocasión, de todos los peligros del traicionero combustible y de las maravillas de la música antillana lograda a partir de recipientes de petróleo de todos los tamaños. Se podía pasar una noche y buena parte del día hipnotizado por el ritmo que, en oleadas crecientes y decrecientes, nos iba sumiendo en un duermevela al que contribuía el manso calor de horno que reina en la isla buena parte del año. En un remolcador de la empresa, fuimos, durante un fin de semana inolvidable, a conocer el intrincado delta por donde el Orinoco desparrama sus aguas en un Atlántico traicionero, mansurrón y cargado de siniestras sorpresas. Recuerdo aún el canto ininterrumpido de las aves cuya variedad de color y tamaño nos mantenía el día entero de asombro en asombro. En la noche no cesaba el vocerío ensordecedor y el continuo desplazarse de las bandadas, en medio de la densa tiniebla de un trópico desaforado.

Ahora había tenido que volver, pero esta vez en cumplimiento de una misión conjunta de los países con intereses en la rica cuenca del Orinoco. Éramos en total seis delegados y yo ejercía, con escasa eficacia, el papel de secretario. Acepté tomar parte en esta burocrática aventura sólo para volver al delta cuyo recuerdo aún me producía una admiración intacta, teñida de nostalgia, por la imponente maravilla de su naturaleza. Nos instalamos en San José de Amacuro, en los bungalows de un puesto militar. Contábamos con todas las comodidades, incluido el aire acondicionado que se encargaba de mantenernos al margen de un clima que a mí, particularmente, me proporciona un bienestar y una sensación de disponibilidad y presteza mental, fáciles de confundir con el efecto de algún desconocido alucinógeno. Pocos placeres comparables al de desconectar el aire, tenderse en la cama, protegida contra los mosquitos por un pabellón de tul que tenía algo de ceremonial y mayestático, y dejar que entre la noche con sus aromas que viajan entre oleadas de un calor húmedo, acariciante, casi genésico. Durante varios días nos dedicamos a explorar el intrincado delta de Amacuro. Eran incursiones superficiales y poco minuciosas. El familiarizarse con tan espléndido laberinto puede tomar varios años. Llegamos hasta Curiapo y San Félix. Allí comenzaban a aparecer los signos nefandos de nuestra civilización de plástico,
junk food
, contrabando y música estridente. Regresamos a San José de Amacuro y en los trabajos preparatorios de un primer borrador del informe que se nos había encomendado, ocupamos más de una semana. Para mí significó un salutífero sumergirme en el nirvana del delta. Teníamos que remontar el río hasta Ciudad Bolívar, donde se entregaría un primer original de las enjundiosas conclusiones de estos expertos de escritorio, que tienen el dudoso talento de no decir cosa memorable, en un torrente de palabras que van a dormir en los archivos de las cancillerías hasta cuando los desentierran otros expertos, de iguales dotes, que ponen de nuevo en marcha la necedad cíclica que les permite devengar tranquilamente sus sueldos y realizar esa gris hazaña que se conoce como
hacer carrera
. Pretexté un comienzo de fiebre y la necesidad de someterme a un tratamiento de urgencia en la enfermería del puesto y no participé en el viaje a la capital. Una breve charla con el médico de turno dejó todo en orden y pude dedicarme a recorrer Amacuro en una canoa con motor fuera de borda manejada por un indígena de ojos incisivos y pocas palabras que conocía el delta a la perfección. Algún día me propongo narrar lo que fueron aquellos paseos, si bien es cierto que, en buena parte de la poesía que he ido dejando por ahí regada en revistas efímeras y en ediciones no menos olvidables, están las huellas de esos días, obsequio de los dioses. Regresaron mis colegas y no hicieron comentario alguno sobre mi sospechoso restablecimiento. Estaban muy embebidos en seguir discutiendo incisos de los tratados de Río de Janeiro y herméticas conclusiones de la conferencia de Montevideo. Está visto que la necedad puede llegar a interferir los sentidos hasta ocultar milagros de la vista, el olfato y el oído como es el espectáculo del delta de Amacuro.

Íbamos a regresar a Trinidad en un barco de la Armada de Venezuela. De allí tomaría cada uno el avión hasta su respectivo país. Una madrugada nos despertó la sirena del guardacostas de la Armada que venía por nosotros. Medio dormidos, con el café caliente aún hirviendo en el esófago, subimos a bordo. Llovía a cántaros. Recogidas las amarras, volvió a tocar la sirena para anunciar la partida. En ese momento escuchamos un sordo quejido, casi animal, que le respondía. «Es un barco que viene entrando. Cuando termine de pasar vamos nosotros. El paso es muy estrecho, porque el río ha dejado muchos bancos de tierra y de troncos que trae la creciente», nos explicó un oficial con displicencia castrense, natural al hablar con civiles. Algo me había anunciado ya, días atrás, la cercanía del
Tramp Steamer
. Una vaga inquietud, una sorda tristeza de dejar esos lugares, una anticipada nostalgia por las maravillas que allí había disfrutado. En efecto era él. El
Alción
, como me acostumbré a llamarlo en mis lucubraciones sobre su atribulado peregrinar. Por cierto que me di cuenta de que sus condiciones ya no debían ser bastantes para permitirle salir del perímetro del Caribe y aledaños. Iba a Ciudad Bolívar. «Va a cargar madera», comentó el mismo oficial con una sonrisa de condescendencia hacia ese ruinoso esperpento de una edad olvidada, que pasaba frente a nosotros con el mismo desigual martilleo de sus bielas y el lastimero pujar de su única chimenea. La marinería no se mostraba en la cubierta y una borrosa silueta manipulaba las palancas en el puente de mando en movimientos cortos y hábiles. La mugre, acumulada en los vidrios durante quién sabe cuántos años, poco dejaba ver del interior, aparte de la opaca luz de una lámpara eléctrica en el techo y el brillo fugaz de un instrumento. Me impresionó escuchar de nuevo el mismo comentario que hiciera la bella semidesnuda del paseo por Nicoya, hecho esta vez por el oficial que nos acompañaba: «No sé cómo puede arriesgarse en esas condiciones. Con esta lluvia la creciente está bajando con una fuerza terrible y los bancos se forman en un instante. Da la impresión de que a la primera sacudida va a desbaratarse. Jamás había visto una ruina semejante». Esas palabras me dolieron en lo más hondo de mis sentimientos de anónimo partidario del carguero que conocí entrando al puerto de Helsinki, con la serena e imponente dignidad de los grandes vencidos. ¿Qué sabría este oficial barbilindo, enfundado en su impecable uniforme recién almidonado, de las vanas y secretas proezas del venerable
Tramp Steamer
, de mi querido
Alción
, patriarca de todos los mares, vencedor de tifones y tormentas, cuyas amarras habían sido solicitadas en todos los idiomas de la Tierra en perdidos puertos de aventura? Pasaba frente a nosotros, lento, un tanto escorado —por lo visto el problema no era de la carga sino de la estructura que cedía a presiones superiores a su resistencia— y, ahora, con un ligero temblor que recorría todo el barco, como una secreta fiebre o una suprema debilidad ya inocultable. «A media marcha, las máquinas ya no controlan el ritmo de las hélices», explicó el marino como respondiendo a una pregunta que en ese momento me estaba haciendo. Otra vez la proa mostraba sus vergüenzas, con la misma bandera colgando como un trapo de náufrago. Habían, al fin, pintado el nombre completo. En efecto se llamaba
Alción
. En verdad no había sido tan difícil adivinarlo porque, por la posición de las letras que permanecieron legibles, sólo cabía antes una sílaba.

A toda máquina, el guardacostas entró por el canal y puso proa hacia Trinidad con la marcha ágil y eficiente de sus hélices. Había algo de insolente, de casi intolerable altanería en tanta ligereza y tanta agilidad de maniobra. No hice comentario alguno, como es obvio. ¿Qué va a saber la gente de estas cosas? Y menos los pulidos funcionarios de las cancillerías, desgastados en la monotonía de las recepciones, en la bobería de los almuerzos de embajada y en el tejemaneje de un protocolo tan inepto como vano. Bajé a mi camarote y preferí dormir un rato antes de que llamaran para almorzar. Sentía una opresión en el pecho, una ansiedad sin nombre ni causa evidente, una especie de premonición aciaga tampoco posible de concretar. La imagen del
Alción
entrando en los meandros del delta me acompañó en el sueño con una fidelidad que quería decir algo. Preferí no descifrarla. La campana para el almuerzo me despertó de repente. No sabía dónde estaba ni la hora que era. Bajo la ducha, de la que caía un agua tibia y levemente lodosa, logré atar los pocos cabos que necesitaba para departir con mis compañeros de viaje.

Y así terminaron mis encuentros con el
Tramp Steamer
. Su recuerdo pasó a formar parte de la escueta colección de imágenes obsesivas que se confunden con las esencias más
minerales y tercas
de mi ser. Aparece en los sueños con frecuencia cada vez más espaciada, pero sé muy bien que nunca desaparecerá del todo. En la vigilia lo recuerdo cuando ciertas circunstancias, cierto insólito orden de la realidad, se presentan con semejanza a sus visitaciones. A medida que pasa el tiempo, más hondo, secreto y poco visitado es el rincón donde van a ocultarse esas imágenes. Es así como trabaja el olvido: nuestros asuntos, de tan nuestros, pasan a ser extraños por obra del poder mimético, engañoso y constante del precario presente. Cuando una de esas imágenes regresa con toda su voraz intención de persistir, sucede lo que los doctos llaman una epifanía. Experiencia que puede ser arrasadora o simplemente confirmarnos en ciertas certezas harto útiles para seguir viviendo. Dije que nunca más vi el
Tramp Steamer
, pero, en cambio, cuando volví a tener noticias suyas fue para conocer la desoladora plenitud de su historia. Pocas veces los dioses nos conceden que se corran los velos que disimulan ciertas zonas del pasado: tal vez se deba a que no siempre estamos preparados para ello. Ignoro qué tan felices puedan ser aquellos que
consultan oráculos más altos que su duelo
.

Meses después de mi visita a las bocas del Orinoco, tuve que permanecer por largas temporadas en la refinería que se levanta a orillas del gran río navegable que cruza buena parte de mi país. Un largo y enconado conflicto sindical me obligaba a demorarme allí por espacio de varios meses, en labores que iban desde la burda diplomacia gremial, hasta la discreta intervención en radiodifusoras y diarios de la región para llevar al público ciertos puntos de vista de la empresa. En los períodos de calma, en lugar de tomar un avión para la capital, prefería bajar hasta el gran puerto marítimo por el río. Lo hacía en los pequeños pero confortables remolcadores de la compañía, que descendían empujando largas caravanas de planchones cargados de combustible o de asfalto. Cada remolcador tenía dos cabinas para pasajeros, quienes compartían con el capitán la comida preparada por dos cocineras jamaiquinas cuyos talentos no nos cansábamos de celebrar. La carne de cerdo con salsa de ciruelas pasas, el arroz con coco y plátano frito, las suculentas sopas de pescado del río y, lo que era complemento indispensable y siempre bienvenido, el jugo de pera con vodka que, a tiempo que refrescaba milagrosamente, nos dejaba en una espléndida disposición para disfrutar el siempre cambiante panorama del río y sus orillas en donde, gracias a la magia de esa bebida imponderable, sucedía todo en una lejanía aterciopelada y feliz que nunca intentábamos descifrar. (Valga la aclaración que siempre que los pasajeros más adictos al viaje en el remolcador intentamos repetir en tierra la mezcla de vodka y jugo de pera, sufríamos una desilusión irremisible. Sencillamente nos topábamos con una bebida imposible de tomar.) Durante la noche, después de una larga sesión de charla en la pequeña cubierta en donde permanecíamos en busca de una ilusoria brisa que nos refrescara, caíamos en la litera arrullados por las risas de las negras y el encanto de su incomprensible pero fluido dialecto en donde el inglés hacía de cañamazo lingüístico.

La huelga no acababa de estallar y las negociaciones con el sindicato entraron en un camino de retorcidos bizantinismos que iba a tomar mucho tiempo en recorrerse. Decidí viajar al puerto y fui a las oficinas de nuestra naviera para reservar sitio en el próximo remolcador. El empleado que siempre me atendía estaba en ese momento hablando con un hombre alto, delgado, pelo entrecano y abundante, que hablaba con un ligero acento entre francés y español del norte que me dejó intrigado. «El capitán viajará con usted», me dijo el encargado a manera de presentación. El hombre volvió a mirarme y con una sonrisa amable pero teñida de cierta adustez apacible, me dio un firme apretón de manos: «Jon Iturri. Mucho gusto». Los ojos grises, casi ocultos por las pobladas cejas, tenían esa mirada característica del que ha pasado buena parte de su vida en el mar. Miran fijamente al interlocutor, pero dan siempre la impresión de no perder de vista una lejanía, un supuesto horizonte, indeterminado pero siempre presente. Me entregaron el memorándum para subir a bordo y el marino se quedó esperándome para salir conmigo. Fuimos hacia los bungalows donde estaba instalado el comedor. Ya habían llamado para el almuerzo. El hombre caminaba con paso firme, un tanto militar, pero tenía ese levísimo giro de cintura de quien sigue entierra caminando como en cubierta. No resistí la curiosidad y le pregunté de sopetón:

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