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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (5 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Nos acomodaron en el extremo del ala derecha. El mecánico prefirió regresar a la lancha y dormir en su hamaca al lado del motor. Comimos con los soldados en una larga mesa colocada al aire libre, en la parte trasera del edificio. Un poco de pescado de río y la posibilidad de acompañarlo con cerveza me hicieron sentir ante un banquete imprevisto. Después de la comida, el soldado que viajó con nosotros vino a saludarnos. Encendimos unos cigarros que nos obsequió y los fumamos, más para espantar los mosquitos que por placer de saborear el tabaco que era muy fuerte. Le preguntamos por los presos que habían subido al Junker. Sin responder, miró hacia el cielo y bajó la mirada hacia el piso con una elocuencia que no necesitaba más explicaciones. Se hizo un breve silencio y luego comentó en tono que intentaba ser natural: «Las ejecuciones hacen ruido y hay que llenar muchos trámites. En cambio, así caen en la selva y el suelo es tan pantanoso que, con el impacto, ellos mismos cavan su tumba. Nadie pregunta más y la cosa se olvida pronto. Aquí hay mucho que hacer». El Capitán chupaba su cigarro mirando hacia la selva y palpaba su cantimplora como quien se asegura de tener consigo el conjuro de toda desgracia. No era para él novedad alguna esta manera sumaria de liquidar a los indeseables. En cuanto a mí, debo confesar que, después del primer escalofrío que me recorrió la espalda, muy pronto olvidé el asunto. Ahora que vuelvo a pensar en ello, me doy cuenta de que el sentido que se embota primero, a medida que la vida se nos va viniendo encima, es el de la piedad. La tan llevada y traída solidaridad humana que jamás ha significado para mí nada concreto. Se la menciona en circunstancias de pasajero pánico. Entonces pensamos más bien en el apoyo de los demás y no en el que nosotros podríamos ofrecerles. Nuestro compañero de travesía se despidió y nos quedamos un rato contemplando el cielo estrellado y la luna llena cuya perturbadora proximidad nos llevó a preferir el dormitorio y el reposo en nuestras hamacas. Le había pedido a nuestro amigo si podía conseguirme un poco de papel y un lápiz nuevo. Al rato llegó con ellos. Me explicó, con una sonrisa que no pude descifrar: «Se los envía mi Mayor y le manda decir que ojalá le sirvan para apuntar lo que debe y no lo que quiere». Era evidente que repetía el recado con fidelidad impersonal que lo hacía aún más sibilino. El silencio de la noche y la ausencia del motor, a cuyo ruido ya me había acostumbrado, me mantienen despierto por largo rato. Escribo para conciliar el sueño. No sé cuándo vamos a partir. Entre más pronto creo que será mejor. Éste no es lugar para mí. De todos los sitios que me han acogido en este mundo, y que son tantos y tan variados que ya he perdido la cuenta, éste, sin duda, es el único en donde todo me es hostil, ajeno, cargado de un peligro con el cual no sé cómo negociar. Me prometo jamás volver a pasar por esta experiencia que maldita la falta que me hacía.

Abril 15

Esta mañana, cuando nos preparábamos para partir, regresó el hidroavión que había salido al amanecer con el Mayor y el piloto. El mecánico comenzó a calentar el motor diésel, y el Capitán, con el nuevo práctico que le facilitaron en la base, acomodaba las provisiones en la cala. Un soldado me llamó desde la orilla. El Mayor quería hablar conmigo. El Capitán me miró con recelo y algo de temor. Era evidente que pensaba más en él que en mí en ese momento. Cuando entraba a la comandancia, el Mayor salía de la oficina. Me hizo un gesto con la mano como si quisiera tomarme del brazo para invitarme a pasear con él por el terraplén. Lo seguí. En su rostro moreno y regular, adornado con un bigote negro, cuidado con escrúpulo pero sin coquetería, se paseaba una expresión entre irónica y protectora que nunca acababa de ser cordial pero que, sin embargo, infundía una cierta confianza.

—¿Así que está resuelto a subir hasta los aserraderos? —comentó mientras encendía un cigarrillo.

—¿Aserraderos? Me habían hablado de uno nada más.

—No, son varios —contestó mientras observaba la lancha con mirada distraída.

—Bueno, no creo que eso cambie mucho el asunto. Lo importante es arreglar la compra de la madera y bajarla luego por el río —respondí mientras me subía por el estómago una sensación de ansiedad ya familiar: me indica cuándo empiezo a tropezar con los obstáculos de una realidad que había ido ajustando engañosamente a la medida de mis deseos.

Terminamos de recorrer el terraplén. El Mayor fumaba con una morosa delectación, como si fuera el último cigarrillo de su vida. Al final del trayecto se detuvo, volvió a mirarme de frente y me dijo:

—Ya se las arreglará usted como pueda. No es asunto mío. Una cosa le quiero advertir: usted no es hombre para permanecer aquí mucho tiempo. Viene de otros países, otros climas, otras gentes. La selva no tiene nada misterioso, como suele creerse. Ése es su peligro más grande. Es, ni más ni menos, esto que usted ha visto. Esto que ve. Simple, rotunda, uniforme, maligna. Aquí la inteligencia se embota, el tiempo se confunde, las leyes se olvidan, la alegría se desconoce, la tristeza no cuaja —hizo una pausa y aspiró una bocanada de humo que fue expulsando a tiempo que hablaba—. Ya sé que le contaron lo de los presos. Cada uno tenía una historia para llenar muchas páginas de un expediente que nunca se levantará. El estoniano vendía indios al otro lado. Los que no lograba vender, los envenenaba y luego los tiraba al río. Después vendió armas a los cultivadores de coca y de amapola y nos informaba luego la ubicación de sus plantíos y de sus campamentos. Mataba sin razón y sin rabia. Sólo por hacer el daño. El práctico no se le quedaba atrás, pero era más ducho y sólo hasta hace unos meses logramos concretar su participación en una matanza de indios organizada para vender las tierras que el gobierno les había concedido. Bueno, es inútil que le cuente más sobre estos dos elementos. También el crimen es aburrido y tiene muy pocas variaciones. Lo que quería explicarle es esto: si los envío con una escolta al juzgado más cercano, eso toma diez días de viaje. Arriesgo seis soldados que corren el peligro de caer en un simulacro de soborno que luego les cuesta la vida, o ser asesinados por los cómplices que estos delincuentes tienen en las rancherías. Seis soldados son para mí muy valiosos. Indispensables. En un momento dado pueden significar algo de vida o muerte. Además, los jueces… Bueno, ya usted se imagina. No tengo que decírselo. Esto se lo cuento, no para disculparme, sino para que tenga una idea de cómo son aquí las cosas —otra pausa—. Veo que ya se hizo amigo del Capitán, ¿verdad? —asentí con la cabeza—. Es un buen hombre mientras tiene qué beber. Si le falta el trago se convierte en otra persona. Cuide que no suceda. Pierde la razón y es capaz de las peores barbaridades. Luego no se acuerda de nada. También noto que usted no se lleva bien con la vida del cuartel, ni con la gente de uniforme. No deja de tener razón. Lo comprendo perfectamente. Pero alguien tiene que hacer ciertas tareas, y para eso existimos los militares. He hecho cursos de Estado Mayor en el norte. En Francia permanecí dos años en una misión militar conjunta. En todas partes es lo mismo. Creo saber cuál ha sido su vida y es posible que se haya encontrado alguna vez con mis colegas. Cuando no estamos de servicio somos algo más tolerables. En nuestro trabajo nos formaron para ser… eso que usted ve —estábamos frente al desembarcadero—. Bueno, no lo detengo más. Viaje con cuidado. El práctico que llevan es hombre de confianza. Al regreso lo deja aquí. No confíe en nadie, y de la tropa no espere mucho, estamos en otras cosas. No podemos ocuparnos de extranjeros soñadores. Ya me comprende —me tendió la mano y, al estrechársela, me di cuenta que era la primera vez que lo hacía conmigo. Nos dirigimos al muelle. Cuando subí a la lancha me dio una palmada en el hombro y me habló en voz baja: «Vigile el aguardiente. Que no falte». Con un gesto se despidió del Capitán. Caminó hacia su oficina con un paso elástico y lento, el cuerpo erguido, un tanto envarado. Llegamos a mitad del río y comenzamos a remontar la corriente. El campamento se fue alejando hasta que se confundió con el borde de la selva. De vez en cuando, un reflejo del sol sobre el fuselaje del Junker nos indicaba el lugar como una advertencia cargada de presagios.

Abril 17

El nuevo práctico se llama Ignacio y tiene una cara llena de pálidas arrugas que le dan un aspecto de momia fresca. A través de los pocos dientes que le quedan salpica saliva mientras habla sin parar. Lo hace más consigo mismo que con los demás. Respeta al Capitán, a quien conoce desde hace mucho tiempo. Con el mecánico, por consiguiente, mantiene una amistad en la que él hace el gasto de la conversación y el otro pone su carácter manso y su inagotable talento para relacionar la vida circundante con la impredecible conducta del motor, cuyos súbitos cambios amenazan a cada instante con el colapso definitivo.

Me había engañado al pensar que, de aquí en adelante, el paisaje y el clima se irían pareciendo cada vez más al de la tierra caliente. En la tarde entramos de nuevo a la selva. Penumbra formada por las copas de los árboles y las lianas que se entrecruzan de una orilla a la otra. El motor suena con el eco de los ruidos en las catedrales. Aves, monos e insectos se lanzan en una gritería sin sosiego. No sé cómo lograré dormir. «Los aserraderos, los aserraderos», repito para mí a ritmo con el golpeteo del agua en la proa de la lancha. Estaba escrito que esto tenía que sucederme. A mí y a nadie más. Hay cosas que nunca aprendo. Su presencia acumulada, en el curso de la vida, es lo que los necios llaman destino. Pobre consuelo.

Hoy, durante la siesta, soñé con lugares. Lugares donde he pasado largas horas vacías y que, sin embargo, están cargados de algún significado secreto. De ellos parte una señal que intenta develarme algo. El hecho mismo que haya soñado tales sitios es por sí vaticinador, pero no consigo descifrar el mensaje que me está destinado. Tal vez enumerándolos logre saber lo que quieren decirme:

Una sala de espera en la estación de una pequeña ciudad del Bourbonnais. El tren pasará después de medianoche. La estufa de gas proporciona calefacción insuficiente y despide un olor a pantano que se pega a la ropa y se demora en las paredes manchadas de humedad. Tres carteles anuncian las maravillas de Niza, los encantos de la costa bretona y los deportes de invierno en Chamonix. Están descoloridos y sólo consiguen agregar mayor tristeza al ambiente. La sala está vacía. El pequeño compartimento del estanco de tabaco, donde también suele servirse café con unos croissants protegidos de las moscas por una campana de cristal con sospechosas huellas de grasa mezclada con el polvo que flota en el ambiente, se encuentra cerrado con rejas de alambre llenas de agujeros. Estoy sentado en un banco cuya dureza impide encontrar una posición que me permita dormir un rato. Cambio de postura de vez en cuando y miro el puesto de tabaco y las carátulas de unas revistas ajadas que se exhiben en un aparador, también protegido por las rejas de alambre. Alguien se mueve allá adentro. Sé que es imposible porque el expendio está contra un rincón en donde no hay puerta alguna. Sin embargo, a cada momento es más evidente que hay alguien ahí encerrado. Me hace señas y alcanzo a distinguir una sonrisa en ese rostro impreciso, no sé si de mujer o de hombre. Me dirijo hacia allí con las piernas entumidas por el frío y por la incómoda posición en que he estado durante tantas horas. Alguien susurra allá adentro palabras ininteligibles. Acerco la cara a la reja protectora y escucho un murmullo: «Más lejos, tal vez». Introduzco los dedos por entre el alambre, trato de mover la reja y en ese momento alguien entra en la sala de espera. Vuelvo a mirar. Es un guardia con su gorra reglamentaria. Es manco y trae la manga de la guerrera asegurada al pecho con un gancho de nodriza. Me mira receloso, no saluda y va a calentarse en la estufa, con evidente intención de mostrar que está allí para impedir que se infrinjan los reglamentos de la estación. Regreso a mi lugar en un estado de agitación indecible, con el corazón desbocado, la boca seca y la certeza de haber desoído un mensaje irrepetible y decisivo.

En un pantano en donde giran los mosquitos en nubes que se acercan y parten de repente en espiral vertiginosa veo los restos de un gran hidroavión de pasajeros. Es un Latecoére 32. La cabina está casi intacta. Entro y me siento en una silla de mimbre con su mesita plegable al frente. El interior está invadido de vegetación que cubre los costados y cuelga del techo. Flores amarillas, de un color intenso, casi luminoso, que recuerdan las del árbol de guayacán, penden graciosamente. Todo lo que podía servir para algo ha sido desmontado hace muchísimo tiempo. Adentro se respira una serena y tibia atmósfera que invita a quedarse para descansar un rato. Por una de las ventanillas, que desde hace años ha perdido el vidrio, entra un gran pájaro de pecho color cobrizo tornasolado y el pico con una mancha naranja. Se para sobre el respaldo de una silla, tres puestos adelante de mí y me mira con sus pequeños ojos que tienen reflejos también de cobre. Empieza, de pronto, a cantar en un trino ascendente que baja luego en una brusca escala como si mi presencia no le dejara terminar la frase que inició con tanto brío. Vuela por el techo del Late buscando la salida y, cuando parte, dejando el eco de su canto en el ámbito vegetal del interior, siento que han caído sobre mí los ensalmos dañinos a que está expuesto el que visita recintos que le son vedados. Un leve golpe de timón, allá adentro, en lo más secreto del alma, acaba de darse sin que hubiera podido intervenir, sin que siquiera se me tuviera en cuenta.

Un campo de batalla. La acción terminó el día anterior. Merodeadores con turbante despojan los cadáveres. Hace un calor húmedo que afloja los miembros, como una fiebre sin delirio. Entre los caídos hay algunos cuerpos con casacas rojas. Las insignias han desaparecido ya. Me acerco a un cadáver vestido con amplios pantalones de seda color pistacho y una chaquetilla bordada en oro y plata. No han podido robarla porque el cuerpo está atravesado con una lanza que penetra firmemente en el suelo y sujeta las vestiduras. Es un alto mandatario de rostro joven y cuerpo delgado y esbelto. Por su turbante me doy cuenta de que es un maharatta. Los merodeadores han desaparecido. De lejos se acerca un jinete de casaca roja. Detiene el caballo frente a mí y me pregunta: «¿A quién busca aquí?». «Busco el cuerpo del Mariscal de Turenne» —le respondo. Me mira con extrañeza. Sé que estoy equivocado de batalla, de siglo, de contendientes, pero no puedo rectificarme. El hombre se baja del caballo y me explica, ya con mayor cortesía: «Éste es el campo de batalla de Assaye, en tierras que eran del Peshwah. Si desea hablar con Sir Arthur Wellesley, puedo llevarlo ahora mismo». No sé qué contestar. Me quedo allí parado como un ciego que trata de orientarse entre la gente. El jinete alza los hombros: «No puedo hacer nada por usted», y se aleja por donde vino. Empieza a oscurecer. Me pregunto dónde estará el cadáver de Turenne y a tiempo que lo pienso sé que todo es un error y que no hay nada que hacer. Huele a especias, a patchouli, a vendajes de herida que no se han cambiado en varios días, a sol sobre los muertos, a hoja de sable recién engrasada. Despierto con la deprimente certeza de haber equivocado el camino en donde me esperaba, por fin, un orden a la medida de mi ansiedad.

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