Read En busca del unicornio Online
Authors: Juan Eslava Galán
Y este recelo se le veía más claramente las pocas veces que se avenía a cruzar el río para llegarse a nuestro pueblo, que venía con gran prevención, como la primera vez que nos viera, y no quitaba ojo de las ballestas por notar si estaban armadas o no. Y esto es porque los negros, cuando ven disparar una vez la ballesta, luego le toman gran miedo y piensan que tiene virtud y que es cosa del Demonio, lo que nosotros cuidábamos de no desmentir por mantenerlos en más respeto.
En este tiempo dos o tres veces se cruzaron nuestras gentes lejos del pueblo con negros de los mambetu, a los que matáramos los hombres, mas ellos andaban huidizos y prestamente se escondían de nosotros y recelaban como de mortal enemigo.
Las primeras veces, Caramansa y algunos viejos del pueblo de los bandi habían dicho que el unicornio habitaba en las montañas que había a Poniente, donde había grandes aguas y muchos pájaros y animales extraños y mucha caza. Mas allí no vivían negros porque en aquella tierra vivían las ánimas y los demonios y el que allá subía luego tenía que morir. Con esto vimos la simpleza de los negros, que no conocían que los demonios están sometidos a Dios Nuestro Señor y nada pueden contra un hombre si éste lleva una cruz al pescuezo y está convenientemente confesado y comulgado. Así es que, por excusar aquella pereza y molicie de los hombres, en cumplimiento del recado del Rey nuestro señor, dispuse que, en pasando el tiempo de las grandes calores y aguas, luego subiríamos a aquellas tierras donde se podía cazar el unicornio. Y pensando que no era conveniente llevar a Inesilla, que otra vez estaba embarazada, Andrés de Premió determinó dejarla en el pueblo al cuidado de las otras mujeres de los ballesteros. Y con esto pasamos adelante y guiados por quince negros de los bandi, tomamos el camino de las montañas, que eran altas a maravilla y en los días claros se veían azulear a lo lejos. Y hubimos de caminar por muy intrincadas y espesas arboledas y altos yerbazales por espacio de casi dos meses, hasta que llegamos al pie de la montaña más alta, que se llama Mangono, y luego fuimos subiendo por unos senderos de piedras muy empinados y de vez en cuando había navas más llanas y pradillos con arroyos deleitosos donde descansábamos muy a gusto y si daba la noche dormíamos. Y notamos ser verdad lo que nos habían contado pues en estas sierras se criaban muchos y muy pintados pájaros que todo el día volaban de un lado para otro sobre nuestras cabezas, ora en apretadas batallas, ora en filas dobladas, ora cada uno por su lado, según la costumbre y diversa naturaleza de cada uno. Y muchos de estos pájaros estaban vestidos de vistosas plumas de distintos colores pero otros eran negros y otros blancos. Y de éstos distinguimos cigüeñas, lo que nos recordó Castilla cuando por la estación van las cigüeñas a anidar en los campanarios y montan grandes nidos como chozas donde hacer la cría, lo que tuvimos por muy buen agüero. Y con esto pasábamos adelante y fray Jordi se nos perdió un par de veces pues se iba entreteniendo más de lo necesario con las muchas flores y yerbas raras que, según ascendíamos, iban criándose. Y era esto curioso a maravilla que algunas veces las flores estaban tan espesas que el pradillo parecía antes que yerbazal paño bordado en bastidor de alta dama. Mas también encontramos muy fieras serpientes, espantables de ver y tan gordas como el muslo de un hombre y los negros mataron a una con sus flechas y luego la despellejaron y la comimos y sabía igual que si fuera pescado y tenía la carne blanda y blanca.
Y al mes de andar por la montaña haciendo vida deleitosa dentro de nuestra fatiga, pues la caza era allí mucha y los aires sanos y frescos y las aguas de los muchos regatos y manantiales frías y delgadas y saludables, finalmente fuimos a dar a una cañada grande muy espesa de árboles que se extendía más que la vista y paraba al final en muy espesas nieblas y humos. Y seguimos allí adelante hasta que, a los pocos días, estuvimos en la niebla y vimos que no era tal sino el agua espurreada muy finamente de un río grande que desde el somo de la montaña se despeñaba pesada y fragosamente al valle. Y al chocar sus muchas aguas contra las peladas peñas de abajo, luego se rompían y saltaban como nubes de niebla que iban subiendo y lo mojaban todo en muchos estados de distancia en torno y tapaban la vista y llenaban de agua las narices estorbando el respirar. Y aquella cosa era la más notable que nunca ojos vieran y muy merecedora de cuento en los libros de los sabios. Mas allí no había unicornio ni animal de otra clase, que sería difícil que en tal estruendo y ruido y humedades vivieran otros que no fueran peces, con lo que, después de mucho buscar, quedamos confusos y sin saber qué hacer y determinamos que nos apartaríamos de allí y que seguiríamos registrando aquellas cañadas por ver si el unicornio se encontraba y parescía en otros lugares. Y esto hicimos hasta que llegó el tiempo de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, que celebramos muy piadosamente en una nava donde los negros habían levantado una choza grande para ellos y otra para los ballesteros y luego, los que éramos cristianos, oímos misa y comulgamos muy devotamente y entre nosotros el Negro Manuel y después comimos carne y cantamos coplas a la Virgen Nuestra Señora y, aunque el negocio del unicornio no había salido bien, nos confortamos mucho al vernos juntos y sanos, si bien Andrés de Premió anduvo triste aquellos días con la congoja de que había dejado a Inesilla preñada y entre gente extraña. Y nosotros lo animábamos diciéndole que a la vuelta la encontraríamos muy repuesta y alegre y con otro Andresillo en los brazos.
Y pasada la Navidad, a once días de enero, acordamos bajar al pueblo y ver por otro sitio dónde buscar el unicornio. Y nos pusimos en camino a una nava por donde habíamos de bajar más a salvo. Mas, al tercer día de bajada, llegamos a un llano grande y como la tarde quería ponerse, determiné que allí haríamos noche. Y salieron los hombres a ballestear carne, que antes viéramos señas de haber ciervos por aquellos pastos, y salió Paliques con algunos negros a juntar leña. Quedéme yo con el hato y fardaje disponiendo la acampada cuando vino un negro corriendo a dar aviso que una fiera había atacado a Paliques y señalaba un sitio apartado de allí.
Fuimos fray Jordi y yo tras el negro, con la bolsa de los ungüentos y las vendas y entramos por los espesos árboles y luego vimos a todos los negros hechos un corro y a Paliques que yacía en el suelo muy ensangrentado y quebrantado. Y en acercándonos vimos que no se podía hacer nada por él, que tenía todo el pecho fieramente abierto y se le veían palpitar las vísceras y un brazo lo tenía casi arrancado y la mano no se conocía de lo mordida que estaba. Y el rostro de Paliques, de ordinario muy moreno, se había tornado blanco como papel. Con lo que, en llegándose a él, fray Jordi le empezó a hacer las cruces de los óleos y no quiso confesarlo porque ya no conocía a nadie ni hablar podía pues, aunque tenía abiertos los ojos y resollaba algo, no estaba ya en su seso. Con lo que, a poco de llegar nosotros, aflojó la cabeza y se le acabó de vidriar la vista y se murió.
Y al resbalarle la cabeza se le vino a tierra el gorrillo azul grasiento que nunca se quitaba de la calva ni para bañarse y el Negro Manuel lo tomó y muy piadosamente volvió a ponérselo en somo de la cabeza. Y luego acudieron los otros negros y los ballesteros y algunos negros de los nuestros, con palos y losetas, muy diligentemente, cavaron un hoyo hondo que miraba a Oriente, sabiendo nuestras costumbres, que ya se las enseñara el Negro Manuel, y allí dimos sepultura al desventurado Paliques, llorando muy desconsoladamente de nuestros ojos como si se partiera un hermano o un hijo, sin curar, en nuestra aflicción, que es cierto que el Rey y el Papa y el zapatero, todos hemos de pasar por aquel vado de la muerte, como dice Catón.
Y esta desgracia fue lo único que sacamos que contar de nuestra subida a los montes. Y después, afligidos y muy escarmentados, quebrantados y menguados, tornamos al pueblo, en lo que sólo tardamos menos de un mes porque ya sabíamos el camino y la bajada era menos trabajosa que la subida.
Así movimos de las Tierras Altas al llano, lo que no fue sino trocar un desastre y desventura por otro mayor.
Y con venir apesadumbrados de no haber hallado al unicornio, éste no fue el mayor quebranto que vino a afligirnos entonces. En llegando cerca de donde dejáramos el pueblo notamos que algunos negros que por el campo había no venían a nosotros con muy alegres caras y muchas honras y fiestas como esperábamos, sino que, tomando apriesa sus hatos, luego se retraían entre los árboles como si de nosotros huyeran.
Esto visto, empezamos a cavilar y a recelar temiendo que las cosas no habían de estar aparejadas como cuando las dejamos. Y Andrés de Premió tuvo un barrunto de que no encontraría a Inesilla tan parida y salva como pensaba. Y con esto apretaba el paso delante e iba silencioso y como ajeno a los otros. Y en llegando a donde el pueblo se divisaba, que era un cerrillo que lejos está sobre el río, vimos que, donde dejáramos nuestras casas, había una mancha negra en la tierra, como de rastrojo quemado, en lo que conocimos haber ardido nuestras chozas. A lo que yo pensé que ésa era la causa del temor que los negros mostraban y casi me alegré pues, con estar ardida la posada, me daba más motivo y ocasión para no demorar luego allí sino que, en recogiendo a Inesilla, hacía pensamiento de proseguir el camino hacia el Mediodía en busca del unicornio y de más aventuras, sin gastar allí más días. Mas así que llegamos al pueblo de los negros, luego de pasar por las cenizas del nuestro y cruzar el río, hallamos que tampoco había gente en el otro, aunque las chozas estaban sanas y enteras como las dejamos. Y de una salió un viejo que vino a nosotros temblando mucho y con la cabeza gacha como el que lleva graves noticias. Y por él supimos cómo la otra gente era huida porque temían que habíamos de castigarlos por la quema de nuestras chozas y por la pérdida de Inesilla. Y contó que, dos meses después de partidos nosotros al unicornio, vinieron los mambetu con mucha gente armada de la suya, porque habían tenido parla de que ya no estábamos allí, y ellos fueron los que quemaron nuestras posadas y se llevaron a Inesilla cautiva y mataron a algunos negros que se lo quisieron estorbar. Y que Inesilla había tenido un hijo, mas le había nacido muerto, y nos mostró el sitio donde le dieran sepultura que estaba señalado con una cruz de palo. Y con esto despedimos al viejo a donde los árboles con recado de que llamara a los otros y les dijera que volvieran al pueblo a salvo, que no teníamos nada contra ellos. Y con esto quedamos allí y toda la tarde estuvieron volviendo temerosamente los negros y se encerraban en sus posadas recelosos, y no querían hablar con nosotros. Y entre ellos no vinieron las negras que se unieran a los ballesteros ni Gela, a la que yo mucho esperaba ver, pues quería saber por ella lo allí acaecido y pensaba que no me habría de engañar.
Y ya anochecido volvieron Caramansa y sus hermanos y yo fui a donde el padre de Gela y le pregunté por su hija y él me tendió la melena de león y la manta que recibiera por ella y me dijo que Gela era vendida a otro negro de un pueblo muy lejano y que ahora me devolvía su dote porque quedáramos en paz. A esto ya no lo pude sufrir y perdí la paciencia. Me quedé mirando el pellejo sarnoso de león que me daba y la manta vieja y puerca de manchas y de agujeros que me devolvía y me fui acercando a él y le dije, rechinando mucho los dientes y mostrando el enojo que sentía: "Manda a uno de tus negros a los árboles y que Gela esté de vuelta antes de que salga el sol mañana porque si no viene te mataré". Y luego di orden de que desalojaran las tres chozas que estaban más pegadas al río y que allí durmiera la ballestería. Y al padre de Gela y a Caramansa los llevé conmigo y les puse guardas que los vigilaran.
Y así nos replegamos y pasamos la noche larga en la que yo no pude pegar ojo pensando lo que nos depararía el nuevo día. Y en amaneciendo llegaron los que habían ido en busca de Gela y ella venía con ellos y traía un niño chico en brazos y en viéndome corrió a mí muy alegre, llorando mucho de sus ojos y se me abrazó tiernamente y me estuvo largo rato catando el rostro y acariciando la cara y las barbas y la cabeza toda sin decir palabra ni cesar el llanto. Y luego me mostró al niño y me dijo que era mío y que quería que fray Jordi lo bautizara y lo llamara Juan. Yo vi que el niño era más blanco que negro y bien proporcionado y hermoso, mas no sentí alegría ninguna por él sino antes bien pesadumbre de haberlo conocido y aunque era mi primer hijo no lo tomé ni quise llegarme a él. Muchas veces he cavilado por qué hice las cosas que hice aquel día y nunca he determinado si sabía bien por qué las hacía o si las hacía por esa misteriosa costumbre por la que los animales obran sus negocios.
El caso es que yo no quería tomar al niño, ni quería que fuese bautizado ni que tuviese nombre cristiano pensando que no lo podría llevar con nosotros, en la desesperación de nuestra mala vida, y que no quería nada que me atase allí, pues había de seguir prestamente mi camino en servicio del Rey nuestro señor. Y luego pensé que si Gela no hubiera venido nuevamente a mis brazos habría sido más fácil marchar y habría tenido yo luego más consuelo en recordarla que ahora viéndola con un hijo mío en los brazos. Y con esto me entró la tristeza por las puertas del alma y el enojo y la enemistad y dije que más quería estar solo para pensar y salieron todos y Gela se fue muy espantada y arreciando el llanto, como no entendiéndome.
Y con esto luego mandé venir a su padre y le dije que no quería más ver a su hija ni al niño y que podía quedarse con la manta y con la melena de león y él se echó al suelo y abrazó mis rodillas y luego no podía alzarse otra vez por su mucha grosura, mas yo le ayudé ya sin enojo. Y luego de esto entró Andrés de Premió, que mientras lo ya dicho acaecía había estado dando tormento a algunos negros de allí, y me dijo cómo traía averiguado que lo de la venida de los mambetu era todo falsedad y mentira. Y lo acaecido fue que tan pronto como nos fuimos a las montañas, Caramansa hizo una tregua con los mambetu porque temía que los herreros blancos, como así nos llamaban, habíamos de hacernos dueños de la tierra. Y que la prenda del dicho acuerdo fue Inesilla, que se la dieron al mandamás de los mambetu y que el dicho mandamás se llamaba Nogoro. Lo cual sabido luego mandé a Villalfañe que tocase trompeta a junta y pregón y salieron a la plaza todos los negros menos los que no osaron salir temiendo por sus vidas. Mas otros salieron con sus mujeres y entre ellos los hermanos de Caramansa. Y yo hice que trajeran a Caramansa allí delante. Y pregoné que habían hecho gran traición contra nosotros sin catar la gran felonía que era entregar Inesilla a los enemigos cuando tanto por ellos teníamos hecho y padecido.