En busca del unicornio (28 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: En busca del unicornio
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Mas el Negro Manuel, con su dolor y flaqueza, se volvía cada día a donde los árboles y tornaba con frutas y tallos frescos y yerbas que él sabía con qué comer y curarnos. Y así luego que nos hubimos repuesto algo, determiné que seguiríamos la mar caminando a la parte del Septentrión, por donde me parecía que había de ser más corto el camino a Castilla. Y por nada del mundo me quise apartar ya de la mar de donde el corazón me decía que me habría de venir todo el socorro del mundo si Dios Nuestro Señor y Salvador era loado de enviarnos alguno no mirando mis muchos pecados y deservicios. Y en siguiendo la playa, que era tan larga o más que el arenal de los moros, fuimos pasando días y ya sólo nos deteníamos a comer de los peces que nos parecían menos dañinos.

Y en todos estos días a nadie nos encontramos sino que algunas veces nos pareció que veíamos gente entre los árboles y el Negro Manuel hacía señas y daba voces mas nadie respondía.

Habría pasado un mes o algo más desde que llegamos al mar cuando un día por la tarde vimos luces lejanas en el camino que llevábamos y brillaban las dichas luces a las vueltas del aire así como suelen lucir las muy distantes fogatas. Mas aquel día íbamos muy cansados y no hicimos por alcanzarlas sino que haciendo nuestro hoyo en la arena luego nos echamos a dormir. Y yo no podía traer el sueño y me levanté a pasear por la playa y miré para las luces y ya no estaban.

Mas no quise creer que fueran ilusión puesto que las habíamos visto entrambos a dos, el Negro Manuel y yo. Y a otro día de mañana pasamos delante andando con más ánimo por llegar a donde las luces parescían y cuando paramos a comer entró el Negro Manuel por frutos y brotes en los árboles y tornó al punto diciendo que había topado con veredas que no parecían de animales sino antes bien de personas. Y luego vimos ciertos rastros de gente lo que nos certificó que las luces que viéramos la noche antes eran de candelas. Y con esto arreciamos el caminar y antes que la oscuridad de la noche fuera venida entramos en un sitio que llaman Sofala, que es pueblo de muy numerosa población. Y así como entramos vimos gran muchedumbre de casas de madera y cañas, más firmemente construidas que suelen ser las de los negros, en lo que me pareció notar que era un pueblo fijo y no de los que andan moviéndose cada pocos años, como suelen ser los otros. Y los negros que lo habitaban salieron a vernos con gran gentío y eran de piel menos retinta que los del interior, mas de labios soplones y chatas narices igual que los otros. Y hablaban una parla que el Negro Manuel no entendió, mas luego vinieron algunos que sí hablaban la del Negro Manuel. Y estuvieron gran pieza conversando y el Negro Manuel les dio noticia de quiénes éramos y lo que llevábamos pasado y los negros dijeron cómo algunas veces habían llegado allí gentes de piel clara, si bien no tan clara como la mía, navegando en grandes naos desde la parte del Septentrión. Y allí compraban oro y nuez de cola y otras mercaderías, por lo que conocí que serían moros y tuve gran alegría de pensar que si estábamos cerca de moros, o entre ellos, muy pronto podríamos retornar a Castilla. Mas luego me entristeció saber que las naos se demoraban dos o tres años en llegar de cada viaje con lo que, no viendo otra cosa más cumplidera sino resignarnos a esperarlos, luego me dejé llevar a un corralillo donde muchas espuertas había y allí nos dijeron que pasaríamos la noche. Y a otro día de mañana vinieron tres negros y nos despertaron y nos dieron de comer unas gachas y luego nos llevaron a una plaza grande que en medio del pueblo estaba y allí había una casa grande de adobe con adornos de azulete y cal. La cual casa pensamos que sería la posada del alcalde. Y salió el que mandaba, que era viejo y vestía camisa de lino y un gorro de palma. Y estuvo gran pieza preguntándonos lo que los negros nos habían preguntado la noche antes. Y el Negro Manuel le contestaba a todo por medio de uno de aquellos que hablaban su parla. Y luego que el mandamás quedó satisfecho de muchas cosas y sabedor de todas, se dio la vuelta y se entró en la casa sin decir palabra. Y el negro que había hecho de alfaqueque del trato nos dijo que aquél era el jefe Amaro y que nos daba licencia para quedarnos en el pueblo y vivir de lo que pudiéramos siempre que no robáramos a nadie.

Y allí viví por espacio de año y medio. En los primeros días acudían los negros a verme, por la curiosidad de mi color blanca, y traían a sus hijos chicos que me vieran y a veces nos daban gachas y se reían mucho de vérnoslas comer, tan simples son estas gentes. Luego pasó la novedad y se fueron acostumbrando a mí y ya no me hicieron caso. Y nos pusimos a vivir en unas tapias que fuera del pueblo estaban donde el Negro Manuel levantó un cobijo de ramas y cañas y dos camastros, lo que a falta de posada mejor aderezada fue buen albergue de nuestras flaquezas. Y allí había determinado yo aguardar a la venida de las naos del moro para embarcarnos en ellas si hallaba a un cómitre caritativo que nos quisiera llevar con promesa de pago en la arribada.

Y aquel puerto de Sofala era donde salía el oro de las minas de tierra adentro. Y había muchos pescadores que pescaban para llevar sus salazones a donde estaban las minas y el pescado y la carne se pagaban bien. El Negro Manuel entraba cada día a los árboles y ponía trampas y volvía con carne y brotes y frutos suficientes para vivir nosotros. Y si algo nos sobraba, a otro día iba yo a la plaza y lo cambiaba por harina o tocino u otra cosa necesaria y con esto íbamos viviendo.

Y por excusar que se perdiera el saco de los huesos, hice un hoyo cerca de donde vivíamos y lo enterré allí.

Los primeros meses de nuestra vida en Sofala no fueron malos y fuimos cobrando fuerzas y ánimos y echamos paciencia para aguardar que vinieran las naos. Y yo daba en pensar cómo habría de ser mi vida cuando tornara a Castilla y cómo habría de recibirme el Rey nuestro señor y querría que me sentara a su lado en aquella ventana del alcázar que da al río de Segovia y me haría contarle muy por lo menudo todas las penas y trabajos que por su servicio habíamos padecido en la tierra de los negros. Y luego mandaría decir misas por los muertos en la iglesia Mayor y le haría grandes mercedes al monasterio de fray Jordi y a nosotros nos colmaría de regalos con aquella su liberalidad y franqueza. Y se apiadaría de mi brazo manco y me daría plato y techo de por vida o, mejor aún, me nombraría su cronista, de lo que quedaría yo muy servido y satisfecho. Y estas consideraciones me las hacía cada noche mirando las estrellas, tan grandes que parecía que las podríamos tocar con la mano. Y luego me daba en pensar cómo iría muy honrado a Marraqués y buscaría la casa de Aldo Manucio y mi señora doña Josefina daría un grito al verme y soltaría su costura y bastidor y correría a abrazarme. Y pensaba que ha tantos años que me tendría por muerto y no habría dejado en este tiempo de llorarme y pensar en mí y de guardarme lutos como viuda. Y luego repararía en mi brazo de menos y lloraría muy tiernas lágrimas y me acariciaría la triste cabeza menguada y las ojeras hondas y moradas de los ojos y las cicatrices blancas del cuerpo. Y luego se pasaba al llanto silencioso que en todas mis ausencias había estado remansando en las represas del corazón. Y yo lloraría con ella juntando nuestras lágrimas y nuestros labios y muy tiernamente yaceríamos los dos como hombre con mujer y Aldo Manucio daría orden que nadie nos molestase y que se nos aderezase comida bien guisada para cuando fuésemos servidos salir del aposento. Y muy honrados y repuestos tornaríamos a Castilla donde ya me veía pasando la calle Maestra camino del palacio del Condestable mi señor a caballo. Y en el cerebro llevaba a mi dueña, muy estirado sobre la silla, estrechamente ceñido, yerto como palo, las piernas muy extendidas, tronchando los pies en los estribos, mirándomelos a cada rato si iban de alta gala, la bota y el zapato muy engrasado, el muñón en el costado tal como si mano hubiera, con gran birrete italiano y sombrero como diadema, abarcando toda la calle con mi caballo trotón.

Y en todas estas ensoñaciones no dejaba de pensar que el Negro Manuel iba conmigo, más como amigo que como criado, y por él me figuraba que hasta contestaba con altanería a un cortesano que quería despreciarlo. Y el Rey nuestro señor, sabedor del suceso, me lo aplaudía y alababa pues bien sabía él cuánto dejaba hecho este negro en su real servicio aún antes de ser súbdito suyo que ya, en pisando Castilla, lo era y de los honrados.

Mas no pudieron aparejarse deste modo las cosas. Un día el Negro Manuel tardó en regresar y yo me alarmé y salí al pueblo a preguntar por él y no lo encontré. Y no hallándolo en parte alguna llamé a dos o tres negros que habían con él amistado y salimos luego a buscarlo donde los árboles y vino la noche y no lo hallamos. Y a otro día salimos con el alba y nos repartimos por los senderillos que los árboles hacen y al cabo dimos con él y estaba muerto y tenía toda la garganta rajada y le habían quitado las pobres ropas que llevaba y estaba tan en sus cueros como vino al mundo.

Y ya lo habían empezado las hormigas grandes que por allí se crían y las otras aves y alimañas. De lo que hube tan gran pesar como cuando murió mi padre y quedé como alelado de verme tan solo y tan desamparado, que nunca pensara que el Negro Manuel fuese tan gran amigo y amparo para mi soledad. Y luego cavamos un hoyo hondo y le dimos tierra y yo puse en somo una cruz con dos palos y le recé responso el mejor que supe porque había vivido y muerto como cristiano y aún de los mejores. Y no se pudo averiguar quién lo había muerto ni por qué razón. Y estas muertes no eran extrañas en aquel pueblo, mas nadie curaba de ellas porque en el país de los negros la vida del hombre no es tan preciada como entre nosotros.

XIX

Con esto me quedé solo y sin amparo y volví a enflaquecer y a padecer salud y yo mismo hube de salir cada día a los árboles a buscar mi sustento lo que, estando manco, no se me avenía bien con el armar las trampas ni el subir a los árboles a varear el fruto.

Y cada día iba menguando y desesperando más y fui viniendo en tanto decaimiento que no es cosa de poderse creer. Y quizá hubiera muerto si no me socorrieran algunas veces los amigos del Negro Manuel que me traían gachas de mijo y otros bastimentos cuando me venían a ver. Y yo, que ya iba hablando un poco su parla, les contaba cosas de Castilla que les parecían maravillosas y mucho los espantaban. Y les hablaba de los caballos y de cómo era el Rey Enrique y de las ciudades muradas y las iglesias y puentes y molinos.

Un día hubo gran grita en la ciudad y mucha conmoción por la raya del mar.

Y era que a la parte del Mediodía habían asomado grandes naos como nunca por allí se vieran. Y en asomándome yo a un repecho que en somo del cerro estaba, desde el que se veía bien el mar, noté muy lejos un blancor que, como me fallaba la vista, no alcancé a distinguir si serían velas o aquella niebla baja de la que sale del mar por aquellas calurosas provincias. Mas luego, andando la mañana, se empezaron a dibujar velas y el corazón me batía fuertemente en el pecho que me pareció que eran velas cristianas porque, en una más grande que delante venía iba un dibujo que asemejaba una cruz bermeja grande en toda la cuadrada magnitud de la vela, lo que los pregonaba de cristianos y gente de bien. Y con esto ya me vi salvado y caí de rodillas dando gracias a Santa María y a San Lucas y a todos los Santos y corrí luego a donde los huesos de fray Jordi de Monserrate y el unicornio quedaban enterrados y desenterré el saco con gran priesa y ansiedad, quebrándome las uñas y rezando como fuera de seso. Y no sabía cómo agradecer a Dios Nuestro Señor la gran merced de rescatarme de aquellos trabajos mandando gente cristiana a donde yo pensaba ya en morir. Y luego que hube tomado los huesos bajé a la playa y ya estaban tan cerca las naos que se distinguían los hombres asomados a las altas bordas y en los castillos de proa. Y las dichas naos eran hasta cuatro de las que llaman carabelas, la delantera un poco más grande que las otras. Y venían derechamente a donde estábamos. Y la gran multitud de negros que había bajado a la arena con mucha grita y mover de brazos, fue poniéndose medrosa según las naos se acercaban, tan grandes eran y poderosas, en lo que noté yo que las de los moros que hasta entonces vieran aquellas gentes serían más chicas y de menos trapo. Con lo que los negros se fueron apartando de la raya del mar y algunos más medrosos huyeron a esconderse donde los árboles. Y yo quedé solo allí donde rompían las olas, con mi saquillo de huesos al hombro, y quise levantar el otro brazo por hacer señas a la marina, que siempre se me olvidaba que no lo tenía, y se movió la manga vacía y el nudo que en su remate llevaba me golpeó el rostro. Y sin pensarlo bien me avergoncé de presentarme delante de la gente cristiana con un brazo de menos, mas era tanta la alegría que pronto se me pasó el sonrojo y volví a correr por la playa y a gritar y a dar grandes voces, que los que me oyeron pensarían que había perdido el seso y me había vuelto loco. Y las naos se fueron llegando con aquel su pausado andar y luego echaron anclas a cuatro tiros de ballesta de donde la arena estaba y botaron al agua esquifes y bajaron a ellos muchos ballesteros armados y algunos espingarderos con sus truenos. Y éstos vinieron a remo hasta la playa donde yo estaba. Y en llegando me dieron voces que quién era y yo entré por el agua a ellos y me abracé llorando a los primeros que se bajaban besándoles las cruces y medallas que al pescuezo traían. Y ellos eran ballesteros membrudos y morenos que me parecieron castellanos mas luego resultó que eran portugueses. Y el que venía al mando dellos era un piloto de nombre Joao Alfonso de Aveiros. Y se estuvo gran pieza hablando conmigo en la arena y preguntándome cómo había llegado allí. Y parecía muy sorprendido y contrariado de haber encontrado en tal lugar a un castellano. Y porfiaba mucho con sus preguntas, como si recelase que yo mentía en aquello que decía. Mas luego llegó el negro Amaro, aquel que era mandamás de Sofala y Joao Alfonso fue a hablarle mediando yo en las parlas. Y le regaló unos collares de abalorios que traía y un espejo chico y otras quincallas, lo que el otro tuvo a gran merced y allá hicieron el uno con el otro sus asientos y bien por dos horas estuvieron altercando. Y los negros de Amaro trajeron salazón para los ballesteros y no se maravillaban más de la pajiza color de los cristianos porque ya estaban hechos a verme a mí y pronto habían entendido que eran de mi misma nación. Y el dicho piloto mandó luego a los ballesteros que me llevasen a la nao de Bartolomeo Díaz. Y ellos me llevaron en el esquife chico remando muy briosamente, que empezaban a venir olas crecidas que mucho estorbaban el andar.

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