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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (14 page)

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Un método alternativo e incluso más logrado de conservación de alimentos, a saber, el enlatado, fue perfeccionado en Inglaterra por un hombre llamado Bryan Donkin, que trabajó en el artilugio entre 1810 y 1820. El invento de Donkin conservaba los alimentos a las mil maravillas, aunque las primeras latas, hechas con hierro forjado, eran pesadas y prácticamente imposibles de abrir. Una marca en particular indicaba en sus instrucciones la necesidad de abrirlas con la ayuda de un martillo y un cincel. Los soldados solían atacarlas con bayonetas o disparándoles balas. La verdadera innovación tuvo que esperar a la llegada de materiales más ligeros, que a su vez facilitaron la fabricación en masa. A principios de la década de 1880, un hombre, trabajando duro, podía llegar a producir unas sesenta latas al día. Las máquinas de 1880 conseguían bombear quinientas diarias. Pero, sorprendentemente, conseguir abrirlas siguió siendo un impedimento durante mucho más tiempo. Se patentaron diversos abridores, pero todos eran de complicado manejo o casi mortales en caso de sufrir un desliz. El abrelatas moderno —ese que tiene dos ruedas y una llave giratoria— se remonta tan solo a 1925.

Los avances en la conservación de la comida formaban parte de una revolución mucho más amplia en la producción de alimentos que cambió la dinámica de la agricultura en todas partes. La segadora McCormick facilitó la producción en masa de cereales, lo que a su vez permitió que Estados Unidos produjera ganado a gran escala. Eso a su vez llevó al desarrollo de grandes centros de producción cárnica y mejoró los métodos de refrigeración… y el hielo siguió estando en el centro de todo hasta bien avanzada la época moderna. En un momento tan tardío como 1930, Estados Unidos disponía de 181.000 vagones de tren refrigerados, todos ellos enfriados con hielo.

La repentina posibilidad de transportar alimentos a grandes distancias y de conservarlos lo suficientemente frescos como para que llegaran en buen estado a mercados remotos, transformó la agricultura de muchos países lejanos. El trigo de Kansas, la ternera argentina, el cordero de Nueva Zelanda y otros manjares de todo el mundo empezaron a aparecer en mesas situadas a miles de kilómetros de distancia de su lugar de origen. Las repercusiones en las zonas agrícolas y ganaderas tradicionales fueron enormes. No es necesario aventurarse muy lejos en cualquier bosque de Nueva Inglaterra para descubrir los fantasmagóricos cimientos de una casa y los antiguos muros que delimitaban terrenos correspondientes a una granja abandonada en el siglo
XIX
. Los campesinos de la región abandonaron sus granjas en manada, bien para trabajar en fábricas, bien para volver a intentarlo en el Oeste, en tierras mejores. En una sola generación, Vermont perdió prácticamente la mitad de su población. Europa también sufrió esta transformación. «La agricultura británica se derrumbó durante la última generación del siglo
XIX
», dice Felipe Fernández-Armesto, y con ella todas las cosas que había sostenido antiguamente: trabajadores, pueblos, iglesias y casas parroquiales rurales, la aristocracia terrateniente. Al final, acabó poniendo nuestra rectoría, y miles más similares a ella, en manos privadas.

En otoño de 2007, en el transcurso de una visita a Nueva Inglaterra, me desplacé en coche desde Boston al lago Wenham para conocer el que en su día fuera, aunque brevemente, el lago más famoso del mundo. En la actualidad, Wenham se extiende junto a una tranquila autopista en medio de una atractiva campiña a unos veinticinco kilómetros al norte de Boston y ofrece un pintoresco paisaje acuático a los conductores que se desplazan entre las ciudades de Wenham e Ipswich. El lago Wenham hace actualmente las veces de depósito de agua de la ciudad de Boston y está rodeado por ello con una alambrada y permanece cerrado al público. Un indicador en el margen de la carretera celebra el tricentenario de la ciudad de Wenham que tuvo lugar en 1935, pero no hace mención alguna al negocio del hielo que en su día la hiciera famosa.

La edad de oro de la gula.

III

Si pudiéramos entrar en la cocina de la rectoría en 1851, nos chocarían de inmediato varias diferencias. Para empezar, no habría fregadero. Las cocinas de mediados del siglo
XIX
eran únicamente para cocinar (al menos en los hogares de clase media); fregar los platos se hacía en el lavadero —la habitación que visitaremos a continuación—, lo que significaba que cualquier plato y cacharro tenía que transportarse cruzando el pasillo hasta una estancia donde se fregaba y secaba, para ser devuelto a continuación a la cocina para cuando se necesitara de nuevo. Eso podía significar muchos viajes, pues los victorianos cocinaban mucho y ofrecían una cantidad espectacular de platos. Un libro popular escrito en 1851 por una tal lady Maria Clutterbuck (que en realidad era la esposa de Charles Dickens) nos ayuda a hacernos una idea del tipo de cocina que se practicaba en aquella época. Uno de los menús sugeridos —para una cena de seis personas— consta de «sopa de zanahoria, rodaballo con salsa de gambas, pastelillos de langosta, riñones estofados, espalda de cordero asada, pavo hervido, codillo de jamón, puré de patatas y patatas fritas, cebollas guisadas, pudin de pasas, manjar blanco, nata y macarrones». Se ha calculado que una comida así podía generar 450 objetos que lavar. La puerta batiente que daba paso al fregadero no debía de parar.

De haber llegado en el momento en que el ama de llaves, la señorita Worm, y su ayudante, una chica del pueblo de diecinueve años de edad llamada Martha Seely, estaban horneando o cocinando, podríamos haberlas encontrado realizando una labor que hasta hacía muy poco no se practicaba: midiendo con meticulosidad los ingredientes. Hasta mediados del siglo
XIX
, las instrucciones de los libros de cocina eran siempre bastante imprecisas, mencionando tan solo «un poco de harina» o «la leche suficiente». Lo que lo cambió todo fue un revolucionario libro escrito por una tímida y, a decir de todos, dulce poetisa de Kent llamada Eliza Acton. Como sus poemas no se vendían, su editor le sugirió que probara con algo más comercial, y en 1845 la señorita Acton publicó
Modern Cookery for Private Families
. Fue el primer libro que indicaba medidas y tiempos de cocción precisos, y se convirtió en el modelo que, siempre sin quererlo, han seguido todos los libros de cocina desde entonces.

El libro disfrutó de un éxito considerable, pero de pronto se vio arrinconado por una rimbombante obra, el
Book of the Household Management
de Isabella Beeton, un libro extenso, perdurable en el tiempo y muy influyente. No ha existido otro libro como este, tanto a nivel de influencia como de contenido. Fue un éxito instantáneo y seguiría siéndolo hasta bien entrado el siglo siguiente.

La señorita Beeton dejaba claro desde la primera línea que llevar una casa era un asunto serio y poco alentador. «Como en el caso del comandante de un ejército, o el líder de cualquier empresa, lo mismo se aplica al ama de casa», declaraba. Solo un momento antes había aclamado ya su desinteresado heroísmo: «Debo reconocer francamente que de haber sabido, de antemano, que este libro me habría costado el trabajo que me ha costado, jamás habría tenido el valor suficiente como para empezarlo», declaraba, dejando al lector con una sensación de pesadumbre y culpable adeudo.

Sin perjuicio de su título,
The Book of Household Management
pasa velozmente por encima de su supuesto tema principal en unas sucintas veintitrés páginas y se vuelca a continuación en la cocina, a la que dedica la práctica totalidad de las siguientes novecientas. Pero a pesar de esta predisposición hacia la cocina, a la señorita Beeton no le gustaba cocinar y no se acercaba a la cocina de su casa si podía evitarlo. No hay que profundizar mucho en las recetas para empezar a sospecharlo: cuando sugiere, por ejemplo, hervir la pasta durante una hora y tres cuartos antes de servirla. Como muchas mujeres de su país y su generación, recelaba de manera innata de todo lo exótico. Los mangos, decía, gustaban solo a «aquellos que no tienen prejuicios contra la trementina». Encontraba las langostas «bastante indigestas» y «no tan nutritivas como en general se supone». El ajo era «ofensivo». Las patatas eran «sospechosas; muchas de ellas son narcóticas, y muchas otras nocivas». Opinaba que el queso encajaba únicamente con las personas sedentarias —no explicaba por qué— y solo «en muy pequeñas cantidades». Había que evitar en especial los quesos veteados, pues eran brotes de hongos. «En términos generales —añadía, con cierto matiz de ambigüedad—, no es sano consumir organismos en descomposición, y hay que marcar el límite en alguna parte.» Lo peor de todo era el tomate: «La planta tiene un olor desagradable, y su zumo, expuesto a la acción del fuego, emite un vapor tan potente que provoca vértigos y vómitos».

Por lo que parece, la señorita Beeton no conocía el hielo como elemento para conservar la comida, pero podemos asumir con bastante seguridad que no habría sido de su agrado, pues en general no le gustaban las cosas frías. «Los ancianos, los de salud delicada y los niños deberían abstenerse de bebidas heladas o frías —escribió—. También es necesario abstenerse de ellas cuando se tiene mucho calor o inmediatamente después de haber realizado ejercicio violento, ya que en algunos casos han producido enfermedades con fatal desenlace.» En el libro de la señorita Beeton se mencionaban muchos alimentos y actividades con consecuencias fatales.

Pese a sus aires de matrona, la señorita Beeton tenía tan solo veintitrés años cuando empezó el libro. Lo escribió para la editorial de su marido, donde fue publicado en treinta y tres entregas mensuales, empezando en 1859 (el año en que se publicó también
El origen de las especies
de Charles Darwin), y en formato de libro en 1861. Samuel Beeton había ganado ya mucho dinero con la publicación de
La cabaña del tío Tom
, que fue una sensación tanto en Gran Bretaña como en Norteamérica. Fundó también varias revistas populares, entre ellas
Englishwoman’s Domestic Magazine
(1852), que presentaba muchas innovaciones —una página de pasatiempos, una columna médica, patrones de vestidos— que seguimos encontrando en las revistas femeninas actuales.

Prácticamente todo en
Household Management
sugiere que el libro fue escrito con falta de atención al detalle y con prisas. Las recetas eran en su mayoría contribuciones de las lectoras y, de no ser así, eran plagios. La señorita Beeton robó con desvergüenza de las fuentes de información más evidentes y a su alcance. Hay párrafos enteros copiados textualmente de la autobiografía de Florence Nightingale. Otros extraídos de Eliza Acton. Hay que destacar que la señorita Beeton ni siquiera se molestó en adaptar el género, por lo que presenta un par de historias relatadas en una voz que, de forma desconcertante y pasmosa, solo puede ser masculina. A nivel de estructura, el libro es un auténtico caos. Dedica más espacio a la preparación de una sopa de tortuga que al desayuno, el almuerzo y la cena juntos, y en ningún momento menciona el té de la tarde. Las inconsistencias son poco menos que espectaculares. En la misma página en la que se explaya relatando las peligrosas desventajas del tomate («se ha descubierto que contiene un ácido muy particular, un aceite volátil, un extracto resinoso de color marrón muy oloroso, un material vegeto-mineral, muco-sacarina, algunas sales y, con toda probabilidad, un alcaloide»), ofrece la receta de los tomates guisados, que califica de «delicioso acompañamiento» y destaca que «es una fruta completa que se digiere con facilidad. Su aroma estimula el apetito y cuenta con una aprobación prácticamente universal».

A pesar de sus múltiples peculiaridades, el libro de la señorita Beeton fue un éxito enorme y prolongado. Las dos virtudes que no se le pueden reprochar son su suprema confianza y su extensión. La era victoriana fue una época de ansiedad, y el voluminoso libro de la señorita Beeton prometía guiar a la preocupada ama de casa a través de todos y cada uno de los complicados obstáculos de la vida. Hojeando sus páginas, el ama de casa podía aprender a doblar servilletas, despedir a un criado, quitar pecas, preparar un menú, aplicar sanguijuelas, preparar un pastel Battenberg y devolver la vida a una persona alcanzada por un rayo. La señorita Beeton esclarecía en precisos pasos cómo preparar una tostada con mantequilla. Ofrecía soluciones para el tartamudeo y las aftas bucales, discutía la historia del cordero como animal de sacrificio, proporcionaba una lista exhaustiva de los muchos cepillos (cepillo para la estufa, cepillo para las cornisas, cepillo para los pasamanos, plumero, cepillo para las alfombras, cepillo para las migas… unos cuarenta en total) necesarios en cualquier casa que aspirara a ser higiénicamente respetable, comentaba los peligros de entablar amistades con prisas y las precauciones que debían tomarse antes de entrar en la habitación de un enfermo. Era un manual de instrucciones que podía seguirse religiosamente y eso era justo lo que la gente quería. La señorita Beeton se mostraba contundente en todo tipo de temas: el equivalente doméstico a un sargento de instrucción.

Murió con solo veintiocho años, de fiebres puerperales, ocho días después de dar a luz por cuarta vez, pero su libro sobrevivió mucho tiempo después. Vendió más de dos millones de ejemplares solo en su primera década de existencia y continuó vendiéndose con regularidad hasta bien entrado el siglo
XX
.

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