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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

En compañía del sol (29 page)

BOOK: En compañía del sol
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Capítulo 38

La India, Pesquería, 4 de septiembre de 1543

Como en Goa, en la tierra de los paravas empezó a desenvolver Francisco su misión entre los más pequeños. A ellos dedicaba la mayor parte de su tiempo y a su vez le servían de maestros, pues con sus sencillas palabras en tamil le iban enseñando su lengua. Estos discípulos menudos y alegres, agradecidos en extremo, le causaban una inmensa alegría. Le seguían en tropel a todas partes y permanecían atentos, con sus enormes ojos negros abiertos, pendientes del menor de sus gestos y dispuestos a aprender constantemente.

Comenzaba ahora la pequeña pesca de perlas, aprovechando la transición entre los dos monzones, cuando en septiembre el mar estaba claro y tranquilo. La otra temporada, la más larga y abundante, se conocía como «la gran pesca»; tenía lugar en marzo y seguía a la estación de las lluvias durante un tiempo de cielos muy azules con aguas cristalinas en la costa.

Para recolectar las perlas, los paravas subían a sus catamaranes y buscaban los lugares donde se reunían los bancos de madreperlas. Los pescadores se lanzaban al agua y se sumergían en las profundidades sujetando un cuchillo entre los dientes con el cual abrían las conchas y extraían el preciado tesoro. Era un trabajo duro, fatigoso y amenazado por la presencia de voraces tiburones.

En la antigüedad eran moros ricos de Kayalpatnam quienes controlaban el comercio, y los paravas habían llegado a ser prácticamente sus esclavos. Pero, desde que se hicieron cristianos, muchos pueblos se liberaron de esta tiranía. Con la ayuda del gobernador portugués, se manejaban ahora con mayor libertad, aunque no por ello se habían incrementado sus beneficios hasta el punto de salir de su secular pobreza.

Durante la pesca de perlas, los pueblos se quedaban casi vacíos; sólo permanecían allí las mujeres, los niños muy pequeños, los enfermos y ancianos. Al regreso de los pescadores, se encendían las hogueras en las playas y la gente hacía fiestas con danzas y cantos.

Francisco aprovechaba la bonanza del tiempo para ir de una aldea a otra, recomiendo la región conocida como la Pesquería. Había hecho tanto bien en tan poco tiempo, entre aquellas gentes pobres, que ya le querían en casi todos los pueblos. Cuando alguien le veía llegar a lo lejos, caminando por los senderos, se apresuraba a avisar a los vecinos. Los niños eran los primeros que salían a recibirlo gritando.


Swámi! Swámi
!

Después de pasar entre ellos un día o dos, Xavier proseguía su camino, acompañado por sus tres ayudantes paravas, andando por las arenas amontonadas por el monzón, trabajosamente, hundiéndoseles los pies a cada paso. Pero resultaba grandiosa la visión del mar al atardecer, con el sol poniéndose hacia occidente y la luna roja alzándose al mismo tiempo majestuosamente desde oriente.

En su recorrido por aquellos lugares, Francisco iba descubriendo la ancestral religión de la India. Por todas partes se veneraban los antiguos ídolos cuyos altares se alzaban en las encrucijadas de los caminos, en el interior íntimo de los bosquecillos sagrados y en las entradas y salidas de los poblados. También destacaban los viejos templos sobre promontorios, con sus altas torres piramidales, bajo las cuales se cobijaban, en la penumbra del santuario, las imágenes negras de las divinidades, brillantes, untadas con aceite de coco. Unas veces el ídolo era Arumuga Perumál, el hijo de Shiva, que enarbolaba sus siete cabezas mientras cabalgaba sobre un pavo real. Otras veces se trataba de la temida representación de la cobra, o de la estatua yaciente del toro, o del dios barrigón con trompa de elefante, Puleyar… Había miles de dioses en la India.

En torno a los templos vivían los brahmanes, orgullosos de su casta, sosteniéndose mediante aportaciones de los fieles que diariamente entregaban sus ofrendas, regalos, arroz, curry, frutas, azúcar de palma, flores e incienso. Jamás los sacerdotes comían carne, sólo alimentos vegetales sirviéndose en hojas grandes a la manera de plato. Determinaban los días favorables y desfavorables; los buenos y los malos auspicios; fijaban, mediante el orden de los astros en el firmamento, el hado de las personas conforme al día de su nacimiento; celebraban innumerables ceremonias desde el amanecer a la noche; recitaban los mantrams si alguien caía enfermo o sufría algún grave percance; esparcían sándalo aromático, sahumerios y aguas perfumadas; sacrificaban carneros, cabras y gallinas, pero jamás vacas, pues eran animales sagrados; y sembraban las vidas de las gentes con presagios funestos, temores a los demonios y amenazantes cóleras de los dioses que reclamaban sus dones.

Uno de aquellos días, Francisco llegó a un pueblo donde recientemente había muerto un hombre casado. Como solían hacer los devotos de la religión india, se quemó el cadáver en una pira. Pero la cosa no quedó ahí. Siguiendo la tradición de sus ancestros, la viuda del difunto incinerado tuvo que seguir a su esposo al otro mundo. En un temible ritual, se llevó a la mujer en procesión, adornada con joyas, brazaletes y aros de oro, vestida de fiesta y acompañada por músicos que tocaban plectros, flautas y panderos. En un hoyo se había encendido una hoguera con abundante leña seca, impregnada de aceite. Mientras se danzaba, se emborracharon todos con vino de palma; también la pobre viuda. Después de quitarle a la mujer las joyas, la arrojaron al fuego, cuando más ardía, que la consumió delante de todos, de manera que ni huesos quedaron de ella.

Cuando Xavier conoció la terrible historia y se informó de que era una tradición que solía cumplirse casi siempre, quedó horrorizado. Supo que, a pesar del espanto que causaba a las mujeres que quedaban viudas el tener que seguir este trágico destino, solían resignarse a obedecer la tradición; si se negaban, eran repudiadas, expulsadas del pueblo y condenadas a vivir errantes, en perpetua vergüenza, despreciadas por todos hasta que morían en la miseria y sus cuerpos eran devorados por las bestias carroñeras.

También le causaban a Francisco mucha repugnancia las llamadas «danzas del demonio»: ceremonias frenéticas en las que un hombre de casta baja bailaba ebrio con gestos compulsivos, ataviado de manera fantástica como un demonio con colmillos de jabalí, melenas alborotadas y campanillas sonoras pendiendo de los tobillos. Todos creían que era poseído por un espíritu y, después de echarse al suelo y adorarle, le hacían preguntas sobre el futuro y acerca del número de cabras o gallinas que debían sacrificarse para que se marchase no causándoles mal alguno.

También entre los paravas cristianos las supersticiones estaban muy enraizadas. Francisco observaba cómo en su vida cotidiana vivían atemorizados por la presencia de los demonios que les acarreaban enfermedades y otros males, por lo cual, como sus compatriotas paganos, ofrecían sacrificios a los ídolos para hacérselos favorables.

Los niños crecían bajo el influjo de estos miedos y manifestaban el mismo respeto y veneración que sus mayores a las imágenes y santuarios que proliferaban por todas partes. Veía Xavier que difícilmente se podía hacer compatible la fe en el Dios de la salvación y en la resurrección con una religión del temor; en la cual, cuando alguien moría de muerte violenta o sin paz en el alma, se creía que su espíritu no hallaba reposo y vagaba por ahí errante convertido en un demonio que causaba perjuicios.

Un día que caminaban por un sendero, seguidos por el tropel de muchachos que les acompañaban a todas partes, pasaron junto a un montículo informe de arena. Iban cantando oraciones, como solían. Y, de repente, al ver los niños aquella especie de pirámide a cuyo pie se amontonaban piedras, flores y pequeños platos con alimentos, corrieron muy serios y sumisos a hacer inclinaciones con las manos juntas y a depositar piedrecillas, puñados de tierra y ramilletes de flores silvestres a modo de ofrendas. Xavier contempló el ritual sin salir de su asombro.

—¿Qué hacéis? —les preguntó—. ¿Qué suerte de juego es éste?

—Es la diosa Kali —respondió uno de ellos—. Si no la contentamos nos acortará la vida.

—¿Qué? ¿Qué estáis diciendo? —replicó Francisco—. ¿Adoráis ese simple montón de tierra? ¿Creéis que hay espíritus en esa especie de montículo?

Los niños hacían caso omiso del enojo de Xavier y seguían a lo suyo, absortos en su empeño de contentar a la tal diosa Kali con sus pobres ofrendas de arena, piedrecillas y flores.

—No os enojéis, padre Francisco —le dijo Gaspar—. Ellos tienen muy metido dentro el temor a la diosa Kali, pues es una de las esposas de Shiva y representa la destrucción y la muerte. Si no le hacen reverencia y pasan de largo sin ofrecerle nada para complacerla, puede hacerles daño e incluso matarlos.

—¿Eso piensan? ¡Increíble! Vienen rezando conmigo y ahora resulta que tiemblan ante un montón informe de arena.

—¡Ahí está Kali, swámi! —le decían los pequeños, atemorizados al ver que Francisco se aproximaba decidido al montículo—. ¡Déjala en paz, que nos perjudicará!

—¿Dónde está esa Kali? —exclamaba él, muerto de risa, a la vez que se ponía a escarbar con ambas manos en la arena amontonada—. ¡A ver, que salga de ahí! Vamos a ver qué cara tiene.

—¡No, no, no…! —gritaban los niños, huyendo despavoridos en todas direcciones—. ¡Déjala en paz, swámi! ¡No la despiertes, por favor!

Como no conseguía sacar de allí otra cosa que no fuera arena, Francisco les pidió a Gaspar, Manuel y Antonio:

—¡Vamos, ayudadme, muchachos! ¿Qué hacéis ahí parados?

Los tres le miraban atónitos, atemorizados, mientras sus morenos rostros palidecían.

—No lo hagáis, maestro Francisco —le suplicó Gaspar—. La diosa Kali es tan oscura como el carbón y mora con los muertos. Sus ojos son rojos como la sangre, va despeinada y amenaza con su mirada de muerte. Para vencer a sus enemigos bebe sangre y come carne fresca. ¡Es terrorífica! No teme a nada ni a nadie, pues es la destrucción. Incluso a los demonios puede matar.

—¡Qué tontería! —replicó Xavier—. ¡Vamos, ayudadme a escarbar aquí! Veamos lo que se oculta bajo toda esta arena.

Aunque temerosos, los tres ayudantes paravas se pusieron también a retirar arena. Mientras tanto, los niños habían corrido a ocultarse en el bosque y contemplaban la escena muertos de miedo desde la espesura.

—¡Aquí hay algo! —señaló Francisco, a la vez que tiraba con todas sus fuerzas de un objeto negro que sobresalía desde el interior del montículo—. ¡Eh, aquí! Esto debe de ser esa tal Kali que tanto os atemoriza.

Un grito de temor brotó de la chiquillería al ver que Xavier extraía al ídolo de las arenas. Era una tosca escultura que representaba a una mujer con cuatro brazos, completamente pintada de negro, excepto los brillantes ojos de un rojo muy vivo.

—¡Ah, Kali, Kali, Kali…! —gritaban los niños, fuera de sí, como si hubieran visto al mismo demonio, mientras huían a todo correr por entre los árboles.

—¡Ahora veréis lo que hago yo con Kali! —exclamó Francisco.

—¡No, swámi, no lo hagas! —le gritaban los jóvenes paravas—. ¡Se vengará de ti!

Sin pensárselo dos veces, el misionero arrojó con todas sus fuerzas la estatua contra el suelo. El ídolo se descompuso en mil pedazos por ser de barro endurecido. Después, muerto de risa, se puso a cantar una copla navarra y a bailar encima de los fragmentos pulverizándolos bajo sus pies.

—¿Veis como no pasa nada? —les decía—. ¡Niños, venid! ¡Mirad lo que queda de la Kali esa! ¡No tengáis miedo! ¡Venid!

Los primeros en aproximarse fueron Gaspar, Manuel y Antonio, que observaron con curiosidad los pedazos de la diosa, en silencio, taciturnos.

—Mira que temerle a un ídolo de barro —añadía Francisco, muy sonriente—. ¡Menudos curas vais a ser vosotros! ¡Vamos, venid a bailar aquí encima ahora mismo! Que os vean los niños y pierdan el miedo.

Tímidamente al principio, pero más animados después, los tres paravas empezaron a dar saltitos, llevando el ritmo de una danza del país, mientras cantaba uno de ellos.

—¡Niños, regresad! —les llamaba Francisco—. ¡Venid y ved lo que hacemos!

Poco a poco, se iban aproximando los pequeños, llenos de curiosidad. Se asomaban por entre la vegetación, temblando de miedo, sin atreverse a más. Pero como veían bailar a Xavier y a sus tres jóvenes ayudantes sin que les pasara nada malo, iban perdiendo el miedo poco a poco.

—¡Vamos! —insistían ellos—. ¡Venid! ¿No veis que no pasa nada?

Una niña de unos siete años, sonriente, se puso enseguida a bailotear con mucha gracia, dando vueltecitas a la manera de las danzas paravas que se hacían en las fiestas de los poblados, moviendo los brazos en círculos sobre su cabeza. Otro niño corrió hasta el montículo con pasos cortos y alargó su piececillo con sumo cuidado para pisar un fragmento del ídolo. Viendo que apenas quedaba nada de Kali, y no podía ya perjudicarle, trepó a lo alto y se puso a bailar sobre la arena junto a Francisco.

No tardó en venir el resto y se formó enseguida una frenética danza, pisoteando el lugar que antes fue tan sagrado y temido.

Capítulo 39

La India, Tuticorín, 6 de septiembre de 1543

La costa Malabar estaba en calma. Aprovechando la tranquilidad de las primeras horas del día, Francisco leía plácidamente, cuando no alzaba la vista y contemplaba la inmensidad del mar. La aldea de Tuticorín estaba silenciosa, casi desierta, porque la mayoría de la gente se había marchado a la pesca de las perlas. De vez en cuando ladraba un perro en la lejanía, o cantaba algún gallo.

Un rumor de voces parloteando se escuchó en una cabaña cercana. Xavier volvió la cabeza y vio aproximarse a una mujer anciana que llevaba de la mano a dos niños muy pequeños y a un tercero, menor aún, sujeto a la espalda por un pañolón.

Después de casi un año en la Pesquería, el jesuita se iba ya defendiendo en la comprensión de la lengua tamil. Entre palabras y gestos, la anciana le dijo que debía ir a recoger algo a casa de una vecina que vivía lejos de allí y que permanecería fuera de la aldea algunas horas. Le rogaba que se quedara al cuidado de sus nietos, pues no había nadie más de la familia en la casa. Francisco aceptó gustoso y vio a la mujer alejarse muy agradecida.

Los niños se entretenían solos, sentados en la arena, a pocos metros de él. El más pequeño mordisqueaba una fruta dulce a su lado. Esta visión y la compañía de seres tan encantadores e indefensos le proporcionaban una inmensa felicidad.

Pasó un largo rato meditando, releyendo las Sagradas Escrituras. Las misteriosas palabras del Evangelio de San Juan, tantas veces escuchadas y leídas, le resultaban muy evocadoras en ese momento:

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