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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

En compañía del sol (4 page)

BOOK: En compañía del sol
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Enardecidos por tales noticias, don Miguel y don Juan de Jassu reunieron a toda su gente y fueron a juntarse con partidas de hombres de Cáseda, Liédema y Yesa. Se enteraron de que venía un destacamento de peones castellanos enviados por la ciudad de Calahorra a guarnecer la plaza de Lumbier; en total unos doscientos soldados bien armados. Les dieron alcance en el puente de Yesa, los acorralaron, mataron a varios de ellos e hirieron a muchos. A los demás, vencidos y despojados de ropas, dinero y armas, los despidieron para que se volvieran por donde habían venido, con graves advertencias de no respetarles la vida si intentaban nuevamente cruzar aquellos territorios.

Francés vio venir a sus hermanos mayores victoriosos, seguidos por toda su gente, embravecidos y henchidos de orgullo. Descansaron en el castillo, comieron, bebieron y se fueron animando más y más. Al día siguiente, de madrugada, se fueron todos a Sangüesa vitoreando a voz en cuello al rey Enrique II, al mariscal don Pedro y a Francia.

Esa tarde se supo en Xavier que habían puesto en fuga a la guarnición castellana y que tenían presos a los regidores. Don Miguel en persona arrastró por los suelos de Sangüesa los pendones de Castilla atados a su montura.

Doña María de Azpilcueta escuchaba el relato de estos hechos espantada.

—Esto no traerá nada bueno —decía meneando la cabeza.

—¿Por qué, madre? —replicaba su hijo Francés—. ¿Hay acaso algo malo en ello? ¡Es de justicia! ¡Don Enrique es el rey de Navarra! ¡Es el legítimo rey!

—Calla, hijo, calla —le mandó ella muy seria—. ¡Esto es una locura! El rey de Castilla es el emperador del mundo y tiene consigo al papa y a muchos reinos. ¿Qué pueden estos hijos míos contra tanta fuerza? Esto no ha de acabar bien, hijo de mi alma. Esto terminará llevándonos del todo a la ruina.

Capítulo 5

Navarra, señorío de Xavier, años 1521 y 1522

Durante meses, en Xavier se vivió en continua zozobra. Constantemente pasaba por el camino gente que iba en una dirección u otra. Las noticias se contradecían. Parecía al principio que la empresa a favor del rey Enrique prosperaba. Dueño el capitán Asparrós de Pamplona, puso sitio a Logroño, que estaba defendido por don Pedro Vélez de Guevara. Pero Álava, Vizcaya, Guipúzcoa y la Rioja entera no tardaron en movilizarse a favor del rey de España. Tuvieron los navarros que levantar el cerco de Logroño y emprendieron la retirada por Estella y Puente la Reina. En los campos de Noáin y Esquiroz, el ejército de franceses y navarros agramonteses fue finalmente vencido el día 30 de junio de 1521.

Algunos de los sangüesinos que estuvieron en esta batalla vinieron huidos hasta Xavier para contar que los hermanos Jassu Azpilcueta andaban todavía intentando lo imposible unidos a otros caballeros, buscando refugio en la fortaleza de Maya. Pero eran poco más de dos centenares.

Un año después, en julio de 1522, llegaron fatales noticias. El virrey duque de Miranda, al frente de una artillería formidable y con un gran ejército, rodeó el último reducto de los navarros y destruyó las murallas que los defendían. Consumidos los víveres, extenuados e incapaces ya de hacer frente al poderío castellano, los leales al rey Enrique capitularon. Todos los nobles que habían resistido hasta el final fueron llevados como prisioneros al castillo de Pamplona.

Como don Juan de Jassu y Azpilcueta había estado apoyando a los que defendían Maya desde fuera, pudo escapar a las montañas. Pero su hermano don Miguel, que estaba dentro de la fortaleza, acabó en prisión junto con sus primos Martín, Esteban, Juan y Valentín de Jassu y muchos otros parientes, amigos y vasallos.

Esta noticia causó gran sobresalto en el señorío, pues con mucha razón se temió por sus vidas. Ahora, presos y convictos los rebeldes, esperaban una severa condena por parte de las autoridades castellanas.

Sin embargo, tres meses después llegó una nueva al castillo de Xavier que causó a doña María un alivio inmenso: su hijo Miguel logró huir de Pamplona y andaba escondido en alguna parte; seguramente entre amigos o felizmente en compañía de su hermano Juan. En medio de tanto infortunio, había que dar gracias a la Providencia.

Noviembre de 1522

Sobre el río Aragón surgía una niebla blanca y alargada; los picos de la sierra de Izco se destacaban a lo lejos, iluminados por un sol pálido que despuntaba sobre la bruma. No había el menor murmullo de viento; sólo de vez en cuando una corneja graznaba entre los árboles. En medio de todo este silencio, casi siniestro, una larga fila de soldados, más de un centenar a caballo, avanzaba en la lejanía en dirección al viejo castillo desmochado. A medida que se aproximaban, los cascos de las caballerías sonaban cada vez más fuertemente en el suelo helado del camino; las herraduras, al chocar contra las piedras, tintineaban con un sonido metálico.

Subieron la cuesta y, al llegar frente a la puerta cerrada de la primera muralla, un centinela les dio el alto.

—¿Quién vive? —gritó.

—¡Vive el rey de España! —contestó un capitán con voz firme.

Se hizo un gran silencio. Anochecía y el cielo oscuro comenzaba a llenarse de estrellas.

—¿A quién buscan vuestras mercedes? —volvió a gritar el centinela desde la destartalada muralla—. ¡Aquí sólo vive gente de paz!

—¿Quién gobierna este castillo? —preguntó el capitán con altanera voz llena de autoridad.

—Mi amo es el señor de Xavier —respondió el centinela—. Mas no se halla aquí; está de viaje a sus asuntos.

—¿Quién tiene poderes para guardar la propiedad en su nombre?

—Mi señora doña María de Azpilcueta, viuda del doctor don Juan de Jassu, que es la madre del señor del castillo.

—¡Que salga! —ordenó el capitán con voz cada vez más recia.

—¿Quién lo manda?

—Lo mando yo en nombre del virrey de Navarra: capitán Sancho Ramírez para servir a Dios y al rey de España.

Retornó el silencio. Las sombras crecían y los caballos resoplaban. En lo alto de la muralla había ahora cuatro siluetas humanas recortándose.

—¡Se me está agotando la paciencia, vive Dios! —rugió el capitán.

—Somos gente de paz —contestó la voz de un anciano desde las demolidas almenas—. Seguid vuestro camino, soldados, y no perturbéis el sosiego de esta casa. Somos cristianos que no hacemos mal a nadie.

—¿Con quién hablo? —preguntó el capitán.

—Con el servidor de Dios don Martín de Azpilcueta, pariente que soy de la señora de esta casa. Decid qué queréis de nos.

—¡Abrid la puerta!

—¿Con qué motivo? Si necesitáis algo, pedidlo —contestó don Martín—. Ahí afuera está el pilar para abrevar vuestros caballos.

—¡Abrid esa puerta o la echaremos abajo, vive Cristo! ¡Ya está bien de contemplaciones!

—¡Abridles! —se oyó ordenar a una voz de mujer.

—Pero…, señora —replicó don Martín al ver a su hermana aparecer en la puerta principal del castillo—, es gente de guerra; tienen armas y…

—¿Y qué? —repuso ella—. Nada tenemos que ocultar. Mejor será que entren y registren lo que quieran. No vaya a ser que se enojen y nos causen mayores perjuicios que los que ya tenemos.

Obedientes, los criados del castillo hicieron lo que mandaba su señora. Se abrió la puerta y el capitán pasó al interior del adarve seguido por varios soldados; todos a caballo. Estaba muy oscuro.

—¿No pueden vuestras mercedes traer una luz para que nos veamos las caras? —pidió el oficial.

Enseguida salió don Martín llevando un farolillo en la mano y se lo entregó a uno de los soldados. Este descabalgó y se aproximó a la puerta principal del caserón. Se vio a doña María de Azpilcueta muy seria y a su lado a un muchacho robusto.

—¿Son vuestras mercedes los dueños del castillo? —preguntó el capitán.

—Soy María de Azpilcueta, viuda de don Juan de Jassu, y éste es mi hijo menor, don Francés de Jassu. Este castillo y las propiedades del señorío pertenecen al señor de Xavier, mi hijo mayor, don Miguel de Jassu.

—¿Dónde esta el señor? —inquirió el oficial.

—Lo desconozco —respondió ella haciéndose la cruz en el pecho para revestir de veracidad su respuesta—. Mis hijos don Miguel y don Juan partieron a luchar por la causa del rey don Enrique. No voy a ocultaros eso, pues a buen seguro lo sabéis, ya que venís de Sangüesa. No tengo más que decir, excepto que desconozco su paradero.

—¡Registrad el castillo! —ordenó el capitán a sus hombres.

Descabalgaron los soldados e irrumpieron en el caserón distribuyéndose por todas las dependencias.

—¡Respeten vuestras mercedes la capilla! —rogó doña María.

—Somos gente cristiana —le espetó despreciativo el capitán—. Los herejes son el rey francés y sus secuaces, a quienes ha excomulgado el santo papa de Roma.

Al escuchar aquello, doña María se estremeció.

—¡No tienen vuestras mercedes derecho a ofender! —protestó con energía—. Somos súbditos de la santa Iglesia católica. Aquí se obedece a Dios y a Roma. ¿Qué de malo hemos hecho? Mi señor marido sirvió al rey católico don Fernando hasta la misma hora de su muerte.

—¿Y sus señores hijos, a quién sirven? —replicó el capitán.

Ella enmudeció. Pero don Martín de Azpilcueta se quejó amargamente:

—¡Déjenos estar, por amor de Dios, por los clavos de Cristo! No nos causen más humillaciones. ¿No ven vuestras mercedes esas torres deshechas y todo el castillo en ruinas? No hemos sufrido sino penas y desgracias. ¡Hayan caridad de esta noble señora! ¡No mancillen más vuacedes los blasones de esta casa!

En esto, el joven Francés de Jassu, al ver sufrir a su madre, y a su tío tan enervado, echó mano a la espada que llevaba al cinto e hizo ademán de ir contra el capitán que estaba a cuatro pasos de él.

—¡Cuidado, señor! —advirtió uno de los ayudantes del oficial.

—¡Hijo, no! —gritó doña María agarrando a su hijo por las ropas.

Varios soldados, al ver lo que sucedía, se echaron encima de Francés y le sujetaron por todas partes haciéndole caer al suelo. Uno de ellos le puso la punta de una alabarda en el pecho.

—¡No, por caridad, que es un niño! —suplicó don Martín.

—¿Un niño? —observó con sonrisa irónica el capitán—. Pues ya ven vuestras mercedes con qué soltura ha tirado de espada. ¿Ésta es la gente de paz que decían morar en el castillo?

Doña María se hincó de rodillas y rogó sollozando:

—¡Por la Virgen bendita, señores! No se lo tengáis en cuenta; que lo hizo por ver a su madre angustiada. Él no sabe nada de estas cosas. Es un escolar que sólo atiende a sus estudios y a los trabajos de la hacienda. ¡Es sólo un muchacho!

—¡Soltadle! —ordenó el capitán—. El mozo se ha puesto nervioso; es de comprender. Pero quitadle la espada —añadió—; no vayamos a tener que llevarlo preso por su tozudez.

Soltaron a Francés y éste, bufando de rabia, se compuso las ropas y volvió junto a su madre.

—Aquí no hay nadie —advirtió al capitán el sargento que mandaba a los soldados que hacían el registro—. Sólo están esos señores de ahí y toda la servidumbre.

—Bien —dijo el capitán—. Si no se halla el señor, que es a quien buscamos, informaré al administrador de las órdenes que traigo de parte del virrey.

Dicho esto, extrajo de las alforjas de su caballo un pliego y lo extendió. El sargento le aproximó el farol y el capitán comenzó a leer: «En el nombre de su excelencia el muy noble y grande señor virrey de Navarra duque de Miranda y por los poderes que me otorga. In nomine Dei. Sea a todos manifiesto, a cuantos la presente orden vean y oigan, que se declara en rebeldía, condenados por traicionar al muy alto y poderoso señor rey don Carlos, nuestro natural señor, emperador que es de Roma y de todas las Españas, a la pena de la vida y confiscación de todas sus haciendas y bienes, así como derechos y beneficios si los hubiese, a los señores Miguel de Xavier, Juan de Azpilcueta, hermano del anterior, y a Martín de Jassu, a Juan de Jassu y a Esteban de Jassu, su hermano. Y quedan libres y sueltos todos los vasallos y criados que tuvieran los dichos señores de las obediencias y juramentos que les debieran a los condenados según el fuero, leyes y costumbres de este reino. Firmado y sellado en Pamplona por el susodicho virrey e lugarteniente general de este reino de Navarra».

Los soldados castellanos publicaron la condena a muerte del señor de Xavier por todos los territorios cercanos. Acampó la guarnición que comandaba el capitán Sancho Ramírez junto al viejo castillo. Permanecieron allí tres largos meses en los que talaron los robledales para construirse barracones y para hacer los fuegos que necesitaban para calentarse durante el frío invierno. Requisaron corderos, caballerías y todo el trigo que se guardaba en los graneros. Durante este tiempo, amparándose en la dura orden del virrey, acudieron campesinos que roturaron las tierras en beneficio propio.

Al verse sola en el palacio de Xavier sin apenas servidumbre y sin otra compañía que su hermano Martín, la tía Violante y su joven hijo Francés, doña María de Azpilcueta partió para Pamplona a buscar amparo en la casa de sus parientes.

Francés y el anciano tío iban a caballo; la madre junto a la tía Violante en la vieja radea de madera de ciprés de los abuelos. Pasaron por delante del caserío de Xavier, se santiguaron al ver la puerta de la Abadía y, cruzando por en medio de las heredades por un estrecho sendero, llegaron a la cañada que discurría entre dos filas de árboles altos. Desde allí se veía el camino de Yesa y las altas sierras de Leire. Algunos campesinos los saludaban al paso con reverencias, otros miraban con desprecio ingrato hacia otra parte.

Capítulo 6

Navarra, Pamplona, 8 de julio de 1523

En la rúa Mayor de Pamplona tenían los señores de Xavier la vieja casa que perteneció a los abuelos, don Arnalt y doña Guilherma. En el mismo barrio vivían numerosos parientes: el tío Pedro con sus hijos Martín e Isabel, en la calle próxima que llamaban de la Navarrería; los Espinal, los Mutiloa, los Atondo y los Cruzat. En todas estas familias se habían vivido sufrimientos a causa de la penosa guerra. El primo Esteban de Jassu murió recientemente en Fuenterrabía y la noticia tenía vestidos de luto a los tíos y primos. Otro Esteban, de Huarte éste, andaba también huido, como los hermanos Miguel y Juan de Jassu. Las turbulencias de aquellos difíciles años y el miedo a las represalias mantenían a todo el mundo en vilo.

Con sus diecisiete años, Francés de Jassu estaba maravillado por vivir en una ciudad grande y abarrotada de gente. En cualquier callejón podía verse a más personas juntas que en todo el señorío de Xavier. Las plazas de Pamplona, sus calles, los rincones de la muralla, los conocía palmo a palmo gracias a que se había unido a una banda de primos y amigos con los que iba por ahí diariamente a descubrir los secretos del burgo. También andaba con mucha frecuencia por unos prados que se extendían en las afueras de la muralla, donde la mocedad de la nobleza se ejercitaba en la equitación y la esgrima, para completar las enseñanzas que requería la condición de caballero a la cual aspiraba. Era un joven ágil, sano y bien formado, cuya destreza en las artes y en el juego de la pelota que tanto le divertía no pasaban desapercibidos; como tampoco su presencia en las fiestas que reunían a los pamploneses en la catedral o en las corridas de toros. «Es el pequeño del doctor don Juan de Jassu —decían—, el hermano menor del señor de Xavier». Se quedaban admirados por la apostura del joven y por su actitud alegre, despreocupada, a pesar de los tristes sucesos de la familia; aun siendo conocido por todo el mundo que sus aguerridos hermanos estaban condenados a muerte como reos de alta traición, a pesar de lo cual se empeñaban en el fuerte de Fuenterrabía en dar la última batalla a los castellanos para mantener en alto el estandarte de los reyes de Navarra.

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