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Authors: Ken Follett

En el blanco (20 page)

BOOK: En el blanco
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—Quítate de encima —le advirtió Miranda.

Kit no sabía qué hacer. Aquello no era asunto suyo, así que se inclinaba por no intervenir, pero tampoco podía quedarse allí como un pasmarote asistiendo a semejante escena. Aunque se diera la vuelta, no podía evitar oír lo que estaba pasando. ¿Podría escabullirse de la habitación mientras forcejeaban? No, era demasiado pequeña para eso. Recordó la portezuela secreta del armario que permitía acceder al desván, pero no podía llegar hasta allí sin arriesgarse a ser visto. Optó por quedarse donde estaba, observando sin moverse.

—Uno rapidito —insistió Hugo—. Nadie se va a enterar.

Miranda llevó el brazo derecho hacia atrás para tomar impulso y le propinó un sonoro bofetón. Luego levantó la rodilla bruscamente, golpeando a Hugo en algún punto de la entrepierna. Rodó hacia un lado, lo apartó de un empujón y se levantó.

Hugo seguía tumbado en la cama.

—¡Me has hecho daño! —protestó.

—Me alegro —replicó ella—. Ahora escúchame: ni se te ocurra volver a intentar algo así.

Hugo se subió la cremallera y se puso en pie.

—¿Por qué no? ¿Qué harás, decírselo a Ned?

—Debería decírselo, pero me falta valor. Me acosté contigo una vez, me sentía sola y deprimida, y desde entonces no ha pasado un solo día sin que lo lamente.

Así que eso era, pensó Kit. Miranda se había acostado con el marido de Olga. Quién lo iba a decir. El comportamiento de Hugo no le sorprendía lo más mínimo; follarse a su cuñada a escondidas era el tipo de apaño cómodo que a muchos hombres les gustaría tener. Pero Miranda era muy remilgada en ese aspecto. Kit habría jurado que nunca se acostaría con el marido de otra mujer, y mucho menos el de su propia hermana.

Miranda prosiguió:

—Es lo más vergonzoso que he hecho en mi vida, y no quiero que Ned se entere nunca.

—No pretenderás hacerme creer que serías capaz de contárselo a Olga, ¿verdad?

—Si se enterara, se divorciaría de ti y nunca me volvería a dirigir la palabra. Sería el fin de esta familia.

«Pues eso no estaría mal», pensó Kit. Pero Miranda se desvivía por mantener a la familia unida.

—¿Eso te deja las manos atadas, no crees? —le espetó Hugo, relamiéndose de satisfacción—. Ya que no podemos ser enemigos, ¿por qué no me das un besito y hacemos las paces?

—Porque me das asco —replicó Miranda en tono seco.

—Ah, bueno. —Hugo sonaba resignado, pero no arrepentido—. Pues ódiame si eso es lo que quieres. Yo te seguiré adorando.

Le dedicó su sonrisa más seductora y se fue de la habitación cojeando ligeramente.

—Hijo de la gran puta —dijo Miranda cuando la puerta se cerró de golpe.

Kit nunca la había oído hablar así.

Entonces Miranda cogió el cesto de la ropa, y en lugar de salir como esperaba, se volvió hacia él. «Debe de traer toallas limpias para el baño», pensó de pronto. No tenía tiempo de moverse. Con tres pasos, Miranda alcanzó la puerta del vestidor y encendió la luz.

Kit apenas tuvo tiempo de deslizar la tarjeta magnética en el bolsillo de su pantalón. Un segundo más tarde, ella lo vio y soltó un grito.

—¡Kit! ¿Qué haces ahí? ¡Menudo susto me has dado! —Entonces se puso pálida y añadió—: Lo habrás oído todo.

—Lo siento —dijo él, encogiéndose de hombros—. No era mi intención.

Su rostro pasó de la palidez al rubor.

—No se lo dirás a nadie, ¿verdad?

—Claro que no.

—Lo digo en serio, Kit. No se lo puedes contar a nadie, nunca. Sería terrible. Podría ser el fin de dos matrimonios.

—Lo sé, lo sé.

Entonces Miranda vio la cartera en su mano.

—¿Qué andas tramando?

Kit dudó un instante, pero de pronto tuvo una idea.

—Necesito dinero.

Le enseñó los billetes que había en la cartera.

—¡Kit, por el amor de Dios! —Su tono no era de reproche, sino de pura y llana consternación—. ¿Por qué siempre buscas dinero fácil?

Kit iba a replicar pero se mordió la lengua. Miranda se había tragado su historia, eso era lo importante. Guardó silencio e intentó aparentar vergüenza.

—Olga siempre dice que prefieres robar a ganarte la vida de una forma decente —prosiguió Miranda.

—Vale, vale, no hace falta que me lo restriegues.

—Pero ¿cómo has podido cogerle la cartera a papá? ¡Es horrible!

—Estoy un poco desesperado.

—Yo te daré dinero. —Dejó el cesto de la ropa en el suelo. Había dos bolsillos en la parte delantera de su falda. Hurgó en uno y sacó unos pocos billetes arrugados. Separó dos de cincuenta libras, los alisó y se los dio—. Pídemelo cuanto te haga falta, yo nunca te daré la espalda.

—Gracias, Mandy —dijo él.

—Pero no vuelvas a quitarle dinero a papá.

—Vale.

—Y por el amor de Dios, no le cuentes a nadie lo mío con Hugo.

—Te lo prometo —dijo él.

17.00

Toni llevaba una hora durmiendo profundamente cuando sonó el despertador.

Solo entonces se dio cuenta de que se había acostado completamente vestida. No había tenido fuerzas ni para quitarse la chaqueta y los zapatos. Pero la siesta le había sentado bien. Estaba acostumbrada a los horarios extraños desde que le había tocado hacer turnos de noche en la policía, y era capaz de quedarse dormida en cualquier sitio y despertar de forma repentina.

Su apartamento ocupaba una de las plantas de una antigua casa victoriana. Disponía de una habitación, una sala de estar, una pequeña cocina y un cuarto de baño. Inverburn era una ciudad portuaria, pero desde su casa no se veía el mar. Toni no le tenía un gran cariño. Era el lugar en el que se había refugiado después de romper con Frank, y no guardaba recuerdos felices de su estancia en él. Llevaba dos años viviendo allí, pero lo seguía considerando una solución provisional.

Se levantó. Se quitó el traje que llevaba puesto desde hacía dos días y una noche y lo dejó en el cesto de la ropa sucia. Se puso un salto de cama por encima de la ropa interior y empezó a moverse rápidamente por el piso, haciendo la maleta para pasar cinco noches en un balneario. Había planeado hacerla la noche anterior y salir a mediodía, así que tenía que darse prisa.

Apenas veía la hora de llegar al balneario. Era justo lo que necesitaba. Un buen masaje para quitarse las penas, una sauna para eliminar toxinas, una pedicura, un corte de pelo y una permanente de pestañas. Y lo mejor de todo: pasar el rato jugando y charlando con un puñado de viejos amigos y olvidar sus cuitas.

Su madre ya debía de estar en casa de Bella. La señora Gallo era una mujer inteligente que estaba perdiendo paulatinamente la cordura. Había sido profesora de matemáticas en un instituto y siempre había ayudado a Toni con sus estudios, incluso cuando estaba en el último año de la carrera de ingeniería. Pero ahora no podía siquiera comprobar el cambio que le daban en las tiendas. Toni la quería mucho, y su creciente decrepitud le producía una gran tristeza.

Bella era un poco dejada. Limpiaba la casa cuando le daba la gana, cocinaba cuando tenía hambre y a veces se olvidaba de llevar a los niños al colegio. Su marido, Bernie, era peluquero pero pasaba largas temporadas de baja a causa de una vaga afección respiratoria. «El médico me ha dado otras cuatro semanas de baja», solía decir en respuesta a la rutinaria pregunta «¿Cómo te encuentras?».

Toni esperaba que su madre se encontrara a gusto en casa de Bella. Su hermana era una simpática holgazana, algo que a la señora Gallo nunca parecía haberle molestado demasiado. Se diría que le encantaba visitar la ventosa urbanización de protección oficial de Glasgow donde vivía su hermana y compartir patatas fritas medio crudas con sus nietos. Pero ahora estaba en las primeras fases de una senilidad que iba a más. ¿Se mostraría tan comprensiva como siempre con la precaria intendencia doméstica de Bella? ¿Y estaría Bella preparada para enfrentarse a la creciente rebeldía de su madre?

En cierta ocasión, Toni había dejado escapar un comentario mordaz sobre Bella y la señora Gallo le había replicado con dureza:

—No se esfuerza tanto como tú, y por eso es más feliz.

Su madre había perdido toda noción del tacto, pero sus comentarios podían ser dolorosamente certeros.

Después de hacer la maleta, Toni se lavó el pelo y se dio un baño para deshacerse de la tensión acumulada en los últimos dos días. Se quedó dormida en la bañera. Se despertó sobresaltada aunque no podía llevar mucho tiempo durmiendo, pues el agua seguía caliente. Salió de la bañera y se secó enérgicamente.

Mirándose en el espejo de cuerpo entero, pensó: «Sigo teniendo todo lo que tenía hace veinte años, solo que siete centímetros más abajo». Una de las cosas buenas que tenía Frank, por lo menos al principio de su relación, era lo mucho que disfrutaba con su cuerpo. «Tienes unas tetas perfectas», solía decirle. Ella las veía demasiado grandes para su constitución, pero él las veneraba. «Nunca había visto un coño de este color —le dijo en cierta ocasión, mientras descansaba entre sus piernas—. Es como una galleta de jengibre.» Toni se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que otro hombre se maravillara ante el color de su vello púbico.

Se puso unos vaqueros desgastados y un jersey verde oscuro. Mientras cerraba la maleta, sonó el teléfono. Era su hermana.

—Hola, Bella —saludó Toni—. ¿Cómo está mamá?

—No está aquí.

—¿Qué? ¡Se supone que tenías que recogerla a la una!

—Lo sé, pero Bernie se ha llevado el coche y no he podido escaparme.

—¿Y todavía estás ahí? —Toni miró su reloj. Eran las cinco y media de la tarde. Se imaginó a su madre en el hogar de ancianos, sentada en el vestíbulo con el abrigo y el sombrero puestos, la maleta junto a la silla, esperando hora tras hora. Se puso hecha una furia—. Pero ¿dónde tienes la cabeza?

—Verás, lo que pasa es que el tiempo ha empeorado.

—Está nevando en todo el territorio escocés, pero no es una nevada importante.

—Ya, pero Bernie no quiere que recorra una distancia de cien kilómetros en plena noche.

—¡No tendrías que hacerlo en plena noche si la hubieras ido a recoger a la hora acordada!

—Vaya, estás enfadada. Sabía que esto pasaría.

—No estoy enfadada. —Toni hizo una pausa. No era la primera vez que su hermana le tendía aquella trampa. En menos de nada estarían hablando del mal genio de Toni, y el hecho de que Bella hubiera roto su promesa pasaría a un segundo plano—. Pero eso ahora no importa —añadió—. ¿Qué hay de mamá? ¿No crees que se sentirá decepcionada?

—Por supuesto, pero no puedo cambiar el tiempo.

—¿Qué vas a hacer?

—No puedo hacer nada.

—¿O sea, que vas a dejarla en la residencia toda la Navidad?

—A menos que tú la vayas a recoger. Solo estás a dieciséis kilómetros.

—¡Bella, tengo una reserva hecha en un balneario, y siete personas esperando que me reúna con ellas para pasar los próximos cinco días. He pagado cuatrocientas libras por adelantado y necesito tomarme un respiro.

—Eso suena un poco egoísta.

—Un momento. ¿Mamá se ha venido a pasar conmigo las últimas tres navidades y resulta que yo soy la egoísta?

—No sabes lo dura que es la vida con tres hijos pequeños y un marido demasiado enfermo para trabajar. A ti te sobra el dinero, y solo tienes que ocuparte de ti misma.

«Y no soy tan estúpida como para casarme con un perfecto holgazán y tener tres hijos con él», pensó Toni, aunque se abstuvo de decirlo. No tenía sentido discutir con Bella. Su forma de vida era su propio castigo.

—Es decir, me estás pidiendo que me olvide de mis vacaciones, vaya hasta la residencia, recoja a mamá y me encargue de ella durante la Navidad.

—Allá tú... —replicó Bella en tono de moralina—. Cada cual actúa según el dictado de su conciencia.

—Gracias por el consejo. —La conciencia de Toni le decía que debía estar con su madre, y Bella lo sabía. No podía imaginarla pasando la Navidad en el geriátrico, sola en su habitación, o comiendo un trozo de pavo insípido y coles de Bruselas medio frías en el comedor colectivo, o recibiendo un regalo cutre envuelto en un papel chabacano de manos del empleado de turno, vestido de Santa Claus para la ocasión. Ni siquiera le hacía falta imaginárselo—. De acuerdo, ahora salgo hacia allá.

—Lástima que lo hagas de tan mala gana.

—Que te den por el culo, Bella —le espetó, y colgó el teléfono.

Más deprimida que nunca, Toni llamó al balneario y canceló su reserva. Luego pidió que le pasaran con alguien de su grupo de amigos. Tras unos minutos de espera, Charlie se puso al teléfono.

—¿Dónde te has metido? —preguntó con su inconfundible acento de Lancashire—. Estamos todos en el jacuzzi, ¡te estás perdiendo lo mejor!

—No voy a poder ir —dijo con voz lastimera, y explicó por qué.

Charlie estaba indignado.

—No es justo —dijo—. Necesitas un descanso.

—Lo sé, pero no soporto imaginármela sola en ese sitio mientras todos los demás están con sus familias.

—Y además me consta que no has tenido un día fácil en el trabajo.

—Sí. Todo el asunto es muy triste, pero creo que Oxenford Medical se saldrá de esta, siempre que no pase nada más.

—Te he visto en la tele.

—¿Qué tal estaba?

—Preciosa, pero el que me tiene robado el corazón es tu jefe.

—A mí también, pero tiene tres hijos adultos a los que no quiere molestar por nada del mundo, así que me parece que es un caso perdido.

—Vaya, sí que has tenido un mal día.

—Siento mucho rajarme de esta manera.

—Esto no será lo mismo sin ti.

—Tengo que colgar, Charlie. Será mejor que vaya a recoger a mi madre lo antes posible. Feliz Navidad. —Sostuvo el auricular contra el pecho y se quedó mirando el teléfono—. Qué asco de vida —se dijo en voz alta.

18.00

La relación de Craig y Sophie progresaba muy lentamente.

Había pasado toda la tarde con ella. Le había ganado al pingpong y había perdido al billar. Habían coincidido en cuanto a gustos musicales: ambos preferían los grupos guitarreros al
drumand-bass
. Ambos eran aficionados a las novelas de terror, aunque ella adoraba a Stephen King, mientras que él prefería a Anne Rice. Craig le había hablado del matrimonio de sus padres, que era tempestuoso pero apasionado, y ella le había contado cosas sobre el divorcio de Ned y Jennifer, que al parecer había sido una pesadilla.

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