En el camino (39 page)

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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

BOOK: En el camino
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—Bueno, mañana será otro día. Buenas noches —y desapareció escalera arriba.

Babe no sabía qué hacer con él. Estaba enamorada de Tim Gray pero éste se le escurría como una anguila. Así que estábamos sentados allí aquella soleada tarde hacia la hora de cenar cuando Dean detuvo delante de la casa su coche y se apeó de él con un traje de tweed, incluidos chaleco y cadena de reloj.

—¡Vamos! ¡Vamos! —oí en la calle. Estaba con Roy Johnson que acababa de volver de Frisco con su esposa Dorothy y vivía en Denver de nuevo. Lo mismo habían hecho Ed y Galatea Dunkel, y también Tom Snark. Todo el mundo estaba otra vez en Denver. Salí al porche.

—Bien, muchacho —dijo Dean alargando su manaza—. Ya veo que todo anda bien por aquí. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! —les dijo a todos—. Claro, Tim Gray, Stan Shephard, ¿cómo os va? —Le presentamos a Charity—. ¡Oh, claro!, ¿cómo está usted? Éste es Roy Johnson, un amigo mío que ha tenido la amabilidad de acompañarme. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Uf! ¡Kaf! Mayor Hopple, señor —añadió tendiendo la mano a Tom que le miraba atónito—. Claro, claro. Bien, Sal, ¿qué pasa contigo? ¿Cuándo nos abrimos para México? ¿Mañana por la tarde? Estupendo, estupendo. Bueno, veamos. Sal, tengo exactamente dieciséis minutos para ir a casa de Ed Dunkel, y recuperar mi viejo reloj del tren si quiero empeñarlo en la calle Larimer antes de que cierren, entretanto y siempre que el tiempo lo permita, iré a ver si mi viejo está por casualidad en la taberna de Jiggs o en cualquiera de los demás bares de la zona, y luego tengo una cita con Doll, el barbero, que siempre me ha considerado buen cliente suyo y yo le correspondo y sigo acudiendo a su peluquería. ¡Kaf! ¡Kaf! A las seis
en punto
… ¡en punto!, ¿me oyes?, quiero que estés aquí y pasaré a recogerte para hacer una rápida visita a Roy Johnson y escuchar a Gillespie y otros diversos discos
bop
, una hora de descanso antes de cualquier otra cosa que tú, Tim, Stan y Babe hayáis proyectado para esta noche antes de mi llegada que, por cierto, tuvo lugar hace ahora exactamente cuarenta y cinco minutos en mi viejo Ford del treinta y siete que habrás visto aparcado ahí mismo. El viaje lo hice de un tirón, si se exceptúa una larga parada en Kansas City para ver a mi primo, no a Sam Brady sino a otro más joven… —y mientras decía todo esto se cambiaba rápidamente de ropa en la habitación que había junto a la sala de estar, y volvía a aparecer con una camiseta y trasladando su reloj a otros pantalones que había sacado de su destrozado baúl de siempre.

—¿Qué es de Inez? —le pregunté—. ¿Qué ha pasado en Nueva York?

—Sal, oficialmente este viaje es para obtener un divorcio en México, que es más barato y más rápido que en cualquier otro sitio. Camille aceptó que fuera así y todo está arreglado, todo está muy bien, todo es agradable, y sabemos que ya no tenemos que preocuparnos de nada, ¿no es así, Sal?

Bueno, de acuerdo. Siempre estoy dispuesto a seguir a Dean, así que cambiamos apresuradamente de planes y nos dispusimos a pasar una gran noche, y de hecho fue una noche inolvidable. Hubo una fiesta en casa del hermano de Ed Dunkel. Dos de sus otros hermanos son conductores de autobús. Observaban asombrados todo lo que pasaba. Había una mesa con comida y bebida abundantes. Ed Dunkel parecía contento y muy próspero.

—¿Y ahora te llevas bien con Galatea?

—Sí, señor —respondió Ed—, perfectamente. Además voy a ir a la universidad de Denver, ¿sabes? Con Roy.

—¿Y qué vais a estudiar?

—Bueno, sociología y cosas parecidas, ya sabes. Oye, Dean está cada vez más loco, ¿verdad?

—Así es.

Galatea Dunkel andaba por allí. Intentaba hablar con alguien pero Dean acaparaba toda la atención. Estaba de pie y actuaba delante de Shephard, Tim, Babe y yo, que estábamos sentados en banquetas de cocina junto a la pared. Ed Dunkel rondaba nerviosamente detrás de él. Su pobre hermano había quedado relegado al fondo.

—¡Vamos! ¡Vamos! —decía Dean estirándose la camisa, rascándose la tripa, saltando arriba y abajo—. Claro, muy bien… ya estamos todos juntos y los años han pasado y sin embargo veo que ninguno de nosotros ha cambiado de verdad. Eso es lo que resulta tan asombroso, la dura… la dura… bilidad… de hecho y para demostrarlo tengo una baraja con la que podría deciros con mucha exactitud cuál será vuestro futuro.

Era la baraja porno. Dorothy Johnson y Roy Johnson se mantenían rígidamente sentados en un rincón. Era una fiesta siniestra. De pronto Dean se quedó quieto y se sentó en una banqueta de la cocina entre Stan y yo y empezó a balancearse sin prestar atención a nadie. Simplemente había desaparecido durante un momento para reunir más energías. Si se le hubiera tocado se habría deslizado hacia abajo como un canto rodado detenido por una piedrecita en el borde de un abismo. En esto, el canto rodado se abrió como una flor y se le iluminó la cara con una amable sonrisa y miraba a todas partes como un hombre que se acaba de despertar y dijo:

—¡Ah!, cuánta gente maravillosa está sentada aquí conmigo. ¿No es estupendo? Sal, ¿por qué? Como le decía el otro día a Min, ¿por qué? ¡Ah! ¡Sí! —Se levantó y cruzó la habitación y tendió la mano a uno de los conductores de autobús de la fiesta—. ¿Qué tal estás? Me llamo Dean Moriarty. Sí, te recuerdo muy bien. ¿Todo marcha bien? Bueno, bueno. ¡Fíjate qué tarta más apetecible! ¿Puedo tomar un poco? ¿Yo? ¿Un miserable como yo? —la hermana de Ed dijo que sí—. ¡Oh! ¡Qué maravilla! Qué gente tan agradable. Pasteles y otras cosas estupendas preparadas en una mesa nada más que para disfrutar del placer de las maravillosas alegrías y delicias. ¡Mmmm! Sí, sí, excelente, espléndido, ¡vaya!, ¡vaya! —Y quedó balanceándose en medio de la habitación, comiendo la tarta y mirando a todo el mundo con temeroso respeto. Se volvió y miró lo que pasaba detrás de él. Le divertía todo lo que veía. La gente hablaba en grupos por toda la habitación y él dijo—: ¡Sí! ¡Eso es! —Un cuadro que colgaba de la pared atrajo su atención. Se acercó y lo observó de cerca, retrocedió, se detuvo, se agachó, se estiró. Quería verlo desde todos los ángulos posibles; se rasgó la camiseta mientras exclamaba—: ¡Cojonudo! —no sabía la impresión que estaba causando y tampoco le importaba. La gente estaba empezando a mirar a Dean con afecto maternal y paternal. Por fin era un ángel, como yo siempre había sabido que sería algún día; pero como cualquier ángel aún tenía ataques de furor y de rabia, y aquella noche cuando todos nos fuimos de la fiesta y entramos en el bar del Windsor haciendo ruido, Dean se convirtió en un borracho frenético y demoníaco y seráfico. Recuérdese que el Windsor, el gran hotel de Denver cuando la fiebre del oro e interesante por otros muchos aspectos —en el gran saloon de abajo aún se veían los agujeros de las balas en la pared—, había sido el hogar de Dean. Había vivido en una de las habitaciones de arriba con su padre. No era un turista. Bebió en el saloon como si fuera el fantasma de su padre; tragó vino, cerveza y whisky como si fuera agua. La cara se le puso roja y sudaba y gritaba y soltaba alaridos por el bar y se tambaleaba por la pista de baile donde los chuletas del Oeste bailaban con las chicas y quiso tocar el piano y se abrazó con ex presidiarios y alborotó con ellos a más y mejor. Entretanto todos los de la fiesta nos sentamos alrededor de dos inmensas mesas que habíamos juntado. Estábamos Denver D. Doll, Dorothy y Roy Johnson, una chica de Buffalo, Wyoming, que era amiga de Dorothy, Stan, Tim Gray, Babe, yo, Ed Dunkel, Tom Snark y otros muchos, trece en total. Doll lo estaba pasando muy bien: agarró una máquina de cacahuetes y la puso en la mesa delante de ella y metía monedas y comía cacahuetes sin parar. Sugirió que debíamos escribir entre todos una tarjeta postal a Carlo Marx, que estaba en Nueva York. Escribimos disparates. De la calle Larimer llegaba música de violín.

—¿No es divertido todo esto? —gritaba Doll.

Dean y yo fuimos al retrete y tratamos de echar abajo la puerta a puñetazos, pero tenía cinco centímetros de espesor y me rompí un hueso del dedo medio y no lo advertí hasta el día siguiente. Estábamos completamente borrachos. En una ocasión hubo en nuestra mesa cincuenta jarras de cerveza a la vez. Podías beber de la que quisieras. Ex presidiarios de Canyon City se mezclaban y charlaban con nosotros. En la sala pegada al saloon, antiguos buscadores de oro se sentaban apoyados en sus bastones bajo el viejo reloj de pared. Habían conocido una furia semejante en la gran época de Denver. Todo era un torbellino. Había fiestas dispersas por todas partes. Incluso había una fiesta en un castillo a la que fuimos todos —excepto Dean que fue a no se sabe dónde— y en este castillo nos sentamos alrededor de la gran mesa del vestíbulo y alborotamos sin parar. Había una piscina y grutas. Por fin había encontrado el castillo del que surgiría la gran serpiente del mundo.

Después, más avanzada la noche, nos quedamos Dean y yo y Stan Shephard y Tim Gray y Ed Dunkel y Tommy Snark en un coche y el mundo se abrió delante de nosotros. Fuimos al barrio mexicano, fuimos a Five Points, anduvimos por todas partes. Stan Shephard estaba pesadísimo y muy alegre. Gritaba todo el tiempo:

—¡Hijoputa! ¡Cojonudo! —con voz chillona y dándose palmadas en las rodillas. Dean estaba entusiasmado con él y repetía todo lo que decía Stan y gritaba también y se secaba el sudor de la cara.

—Cómo nos vamos a divertir, Sal, yendo a México con este chiflado de Stan. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Era nuestra última noche en el sagrado Denver y la aprovechamos hasta el final. Terminamos bebiendo vino en el sótano a la luz de las velas, y Charity arrastraba los pies por el piso de arriba, en camisón y con una linterna. Nos acompañaba en aquel momento un chaval de color que decía llamarse Gómez. Lo habíamos encontrado en el Five Points y todo se la sudaba. Cuando le vimos, Tommy Snark le llamó:

—¡Oye! ¿No te llamas Johnny?

Gómez se volvió, se acercó a nosotros y dijo:

—¿Quieres repetir lo que has dicho?

—Te he preguntado que si te llamas Johnny.

Gómez se alejó un poco e hizo una pantomima:

—¿Me parezco así más a él? Estoy haciendo todo lo posible por ser Johnny pero no lo consigo.

—Bien, tío, vente con nosotros —exclamó Dean, y Gómez subió al coche y nos fuimos. Susurrábamos frenéticamente en el sótano para no molestar a los vecinos. A las nueve de la mañana todos se fueron excepto Dean y Stan que seguían agitándose como maníacos. La gente se levantó para hacer el desayuno y oían extrañas voces subterráneas que decían:

—Sí, sí, sí.

Babe preparó un desayuno fantástico. Había llegado el momento de partir para México.

Dean llevó el coche a la estación de servicio más próxima y lo puso a punto. Era un Ford del año 37 con la puerta derecha medio arrancada y sujeta a la carrocería con unos alambres. El asiento delantero derecho también estaba roto y había que sentarse en él muy echado hacia atrás y mirando al techo.

—Igual que Min y Bill —dijo Dean—. Iremos tosiendo y saltando hasta México; tardaremos días y días.

Miré el mapa: hasta la frontera de Laredo había más de mil seiscientos kilómetros en su mayor parte por Texas. Luego otros 1230 kilómetros a través de México hasta la gran ciudad próxima al istmo y a las alturas de Oaxaca. No podía imaginarme un viaje así. Era el más fabuloso de todos. Ya no era en dirección Este-Oeste, sino hacia el mágico
Sur
. Tuvimos una visión de todo el hemisferio occidental hundiéndose hasta la Tierra del Fuego y de nosotros volando y siguiendo la curvatura del planeta y penetrando en otros trópicos y otros mundos.

—Tío, por fin llegaremos a ESO —dijo Dean con absoluta fe. Me dio unas palmadas en el brazo—. Ya verás, ya verás. ¡Vaya! ¡Sí! ¡Sí!

Acompañé a Shephard que tenía que ultimar algunos asuntos y verse con su pobre abuelo que estaba de pie a la entrada de la casa y decía:

—Stan… Stan… Stan…

—¿Qué pasa, abuelo?

—No te vayas.

—Pero si ya está todo arreglado…
Tengo
que irme, ¿por qué te pones así? —el anciano tenía el pelo gris y grandes ojos y un cuello tenso y nervioso.

—Stan —se limitaba a decir— no te vayas. No hagas llorar a tu viejo abuelo. No me dejes solo de nuevo.

Me partía el corazón ver aquello.

—Dean —dijo el viejo dirigiéndose a mí—, no te me lleves a Stan. Cuando era pequeño le llevaba al parque para que viera los cisnes. Luego su hermanita se ahogó en aquel mismo estanque. No quiero que te lo lleves.

—No —insistió Stan—. Tenemos que irnos. Adiós —forcejeó con su abuelo que le agarraba por el brazo.

—Stan, Stan, Stan, no te vayas, no te vayas, no te vayas.

Nos fuimos con la cabeza gacha y el anciano seguía allí de pie a la puerta de su casa de las afueras de Denver. Estaba blanco como el papel. Seguía llamando a Stan. Había algo de paralítico en sus movimientos y no hacía nada por entrar en la casa, seguía allí en la puerta murmurando:

—Stan —y después—: No te vayas —y mirándonos ansiosamente hasta que doblamos la esquina.

—¡Dios mío! Shep, ¡no sé qué decirte!

—¡No te preocupes! —farfulló Stan—. Siempre es así.

Nos reunimos con la madre de Stan en el banco, donde estaba sacando dinero para él. Era una mujer agradable de pelo blanco, con aspecto muy joven. Ella y Stan se quedaron de pie sobre el suelo de mármol y hablaron en voz muy baja. Stan llevaba un conjunto levi, cazadora y todo, y parecía un tipo que iba a México, que era lo que pasaba. En Denver llevaba una vida tranquila, y ahora se iba con el arrebatado Dean. Éste asomó la cabeza por la esquina justo a tiempo. La señora Shephard insistió en invitarnos a una taza de café.

—Cuidad de mi Stan —dijo—. No se sabe lo que puede pasar en aquel sitio.

—Nos cuidaremos unos a otros —respondí.

Stan y su madre fueron por delante y yo caminaba detrás con el loco de Dean; me hablaba de los letreros de las paredes de los retretes del Este y el Oeste.

—Son totalmente diferentes; en el Este son bromas y chistes verdes, referencias sexuales obvias, y mucha inscripción y dibujo escatológico; en el Oeste se limitan a poner sus nombres. Red O’Hara, Blufftown Montana estuvo aquí, la fecha, realmente solemnes como, por ejemplo, Ed Dunkel; la razón de esto debe ser la enorme soledad que tiene un matiz diferente en cuanto cruzas el Mississippi.

Bueno, allí delante teníamos a un tipo solitario, pues la madre de Shephard era una mujer encantadora y no quería que su hijo se fuera aunque sabía que tenía que irse. Comprendí que él huía de su abuelo. Aquí estábamos los tres: Dean buscando a su padre, el mío muerto, y Stan huyendo de aquel anciano. Los tres íbamos a sumergirnos juntos en la noche. Stan besó a su madre en medio de la apresurada multitud de la 17 y ella cogió un taxi y nos despidió con la mano. Adiós, adiós.

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