«Ése fue otro logro», se dijo, recordando lo contento que se había sentido ante aquel triunfo y lo impresionada que había quedado su madre, en especial cuando ella hizo un intento y no pasó de los 300.000 puntos.
—¿Ha visto eso? —le dijo al camarero, que secaba los vasos con un trapo sucio—. Mi hijo acaba de conseguir cuatro millones y medio de puntos.
—¿Y? —repuso el hombre, como si cualquiera pudiese lograr esa puntuación.
—¿Cómo que «y»? —replicó su madre soltando una risita de perplejidad—. Algún día podría convertirse en campeón del mundo, y entonces usted presumiría ante la gente de que empezó justo aquí, en su local.
—No creo que haya campeonatos del mundo de
flippers
—respondió el hombre, que no parecía muy aficionado a sonreír—. No es lo que se dice un deporte.
—Caminar veinte kilómetros tampoco lo es —contestó la madre de Noah—, y en los juegos olímpicos dan medallas en la categoría de marcha.
Noah sonrió. Le gustaba ver a su madre emocionada por algo que él había hecho, pero le sorprendió que le diera tanta importancia. Todo parecía importarle mucho aquel día.
—No perdamos tiempo. ¿Qué hacemos ahora? —le había dicho a Noah al salir del café, mirando de aquí para allá en busca de más emociones.
En el segundo pueblo había bastante más actividad que en el primero. El sol ya estaba alto y los adultos marchaban a trabajar, con la típica expresión del que habría preferido quedarse en la cama una hora más. La mayoría pasaban presurosos junto a Noah, con maletines y paraguas, porque siempre se temían lo peor, pero hubo dos que lo miraron con suspicacia, conscientes de que no era de allí. Por suerte, nadie tenía tiempo de entretenerse haciéndole preguntas incómodas.
Miró calle arriba y calle abajo, preguntándose si allí también habría un café; quizá así podría jugar otra partida y, si conseguía una puntuación que lo llevara al primer puesto del ranking de jugadores, a lo mejor el dueño le ofrecía un desayuno caliente para recompensar tan magnífico logro. No podía permitirse pagarlo él, por supuesto, pues había decidido no birlar dinero de la cartera de su padre ni monedas sueltas del bolso de su madre. Eso le habría facilitado las cosas en su aventura, claro, pero no quería que sus padres lo recordaran como un ladrón.
Miró alrededor pero no vio sitio alguno que ofreciera la posibilidad de un desayuno gratis, y sintió un repentino agotamiento, pues se había levantado muy temprano y caminado mucho. Sin plantearse siquiera que pudiera parecer grosero, se desperezó y soltó un bostezo de hipopótamo. Y entonces, con los ojos cerrados y los puños apretados, le dio sin querer en el ojo a un señor muy bajito que pasaba por allí.
—¡Ay! —exclamó el hombre, parándose en seco para frotarse el ojo. Miró furioso a su inesperado agresor.
—¡Oh! —exclamó Noah—. Lo siento muchísimo, señor. No lo he visto.
—¿No sólo me atacas sino que también me insultas? —replicó el hombre, la cara roja de indignación—. Puede que sea bajito, pero no soy invisible, ¿sabes?
Desde luego era un tipo de lo más curioso, ni siquiera tenía la altura de Noah, de quien todos decían que era menudo para su edad —aunque no había que preocuparse porque eso cambiaría algún día—. Llevaba una peluca negra que a raíz de la colisión se le había caído al suelo. Cuando la recogió, se la puso al revés sin darse cuenta, dando la sensación de alejarse en lugar de acercarse. En un carrito llevaba un gran gato gris. El minino abrió los ojos un instante, miró a Noah, dio a entender que era un niño del montón y no valía la pena molestarse, y volvió a dormirse.
—Ha sido sin querer —se disculpó Noah, desconcertado ante la ira del hombre—. No pretendía darle un puñetazo ni insultarlo.
—Y sin embargo has conseguido ambas cosas. Y encima me has retrasado. ¿Qué hora es?
Noah consultó su reloj, pero, antes de que pudiese responder, el hombre soltó un resoplido.
—¡Vaya, no me digas que ya es la hora! —bufó—. Menuda suerte la mía; teníamos cita con el veterinario, y no atiende a los que llegan tarde. Los pone de patitas en la calle. Y si eso ocurre, mi gato morirá. Y todo será por tu culpa. ¡Eres un niño realmente abominable! —concluyó con tono furibundo y la cara lívida.
—Le he dicho que lo siento —insistió Noah, un poco sorprendido, pues si aquel hombrecillo llegaba tarde a su cita difícilmente podría culparlo a él. Sólo lo había entretenido unos instantes. Y si el gato iba a morirse… Bueno, los gatos se mueren y ya está. Su propio gato había pasado a mejor vida unos meses antes y, sí, le hicieron un funeral y se pusieron tristes, pero no había sido el fin del mundo. Su madre incluso había compuesto una sencilla tonada sobre el gato y la interpretó con la guitarra mientras rellenaban su tumba. Su madre era estupenda para esas cosas, no permitía que las situaciones tristes le estropearan el día.
—A ver, ¿quién eres tú? —preguntó el hombre, inclinándose para olisquear al niño con cautela, como si fuera un cuenco de nata estropeada por no haberla metido en la nevera—. No te conozco, ¿verdad? ¿Qué te trae por aquí? En este pueblo no nos gustan los extraños, ¿sabes? Haz el favor de volver ahora mismo al sitio del que procedes. ¡Y déjanos en paz!
—Soy Noah Barleywater, y sólo pasaba por aquí porque…
—¡No me interesa! —espetó el hombre; y sin más empujó el carrito y se alejó a toda prisa haciendo aspavientos.
«La gente de aquí no parece muy simpática —se dijo Noah observando al hombrecillo—. Y yo que pensaba que éste podía ser el sitio adecuado para empezar de nuevo».
Aquel incidente le dejó un sabor amargo y desde entonces, a medida que cruzaba el pueblo, fue convenciéndose de que todos lo miraban y se disponían a llevárselo en volandas a la cárcel. Poco después advirtió la presencia de un hombre de estatura normal, sentado en un banco leyendo el periódico. Movía la cabeza con pesar, como si los complicados asuntos del mundo le provocaran una gran decepción.
—¡Por todos los cielos! —exclamó de pronto, sosteniendo el periódico con las manos crispadas y expresión de incredulidad ante el artículo que estaba leyendo—. ¡Esto es intolerable!
Noah titubeó un instante antes de acercarse y sentarse a su lado, sintiendo curiosidad por saber qué le resultaba tan asombroso.
—¡Qué espanto! —añadió el hombre, negando con la cabeza—. ¡Un verdadero espanto!
—¿El qué? —quiso saber Noah.
—Aquí pone que han robado unas manzanas de un árbol en… —Pronunció el nombre del primer pueblo que Noah había atravesado esa mañana, y luego leyó—: «El árbol se disponía a ocupar su puesto habitual de las mañanas cuando un joven rufián apareció de repente y se arrojó sobre él para robar tres manzanas y provocar que una cuarta cayera de una rama y se magullara al dar contra el suelo.
»Tanto el árbol como las manzanas han sido trasladados al hospital, donde están evaluando sus heridas. Según los médicos, las siguientes veinticuatro horas serán cruciales».
Noah frunció el entrecejo. Aunque la noticia tenía una curiosa similitud con el incidente ocurrido un par de horas antes, no parecía posible que ya estuviera publicada en los periódicos. Además, ¿constituía eso una noticia? Su padre solía decir que en esos periodicuchos no publicaban nada que valiese la pena, sólo un montón de cotilleos absurdos sobre un puñado de gente que en realidad no le importaba a nadie.
—¿Es el periódico de hoy? —preguntó con recelo.
—Sí, por supuesto. Bueno, es la edición de la tarde, pero he conseguido un ejemplar anticipado.
—Pero si ahora es por la mañana —le recordó Noah.
—Por eso precisamente es un ejemplar anticipado —respondió el hombre con irritación, volviéndose para mirarlo; se puso las gafas un momento y de repente se las quitó para exclamar con cara de susto—: ¡Por todos los santos!
Noah lo miró, sin saber qué lo asustaba tanto, pero entonces se fijó en el dibujo que había bajo el artículo del ladrón de manzanas: un niño de ocho años, bajito para su edad pero con una buena mata de pelo, le daba un buen mordisco a una manzana. «¿Cómo puede ser?», se preguntó. No había nadie que pudiera haberlo visto. Bajo la imagen se leía en letras mayúsculas:
VÉASE MÁS SOBRE ESTA HISTORIA EN LAS PÁGINAS 4, 5, 6, 7, 14, 23 Y 40. POR FAVOR, TENGAN EN CUENTA QUE ESTE NIÑO ES UNA AMENAZA PARA LA SOCIEDAD Y QUE DEBEN ABORDARLO CON EXTREMA CAUTELA O NO HACERLO EN ABSOLUTO.
«Me han llamado cosas peores», pensó Noah, pero el hombre no estuvo de acuerdo, pues empezó a gritar a pleno pulmón.
—¡Es él! ¡Que alguien lo detenga! ¡Al ladrón!
Noah se levantó de un brinco y miró alrededor, seguro de que iban a apresarlo de un momento a otro, pero por suerte nadie parecía estar dispuesto a ello.
—¡Que alguien lo detenga! —se desesperó el hombre cuando el niño echó a correr—. ¡Deténganlo! ¡No permitan que se salga con la suya!
Y ése fue el final del segundo pueblo por lo que a Noah concernía. Corrió y corrió hasta verlo convertirse en poco más que un puñado de edificios que se desvanecía en la distancia, y luego desapareció del todo y Noah ya no consiguió recordar siquiera cómo había empezado aquel enredo.
Las cosas no tardaron en complicarse. El sendero empezó a difuminarse y los árboles se fundieron unos con otros, para abrirse de pronto. La luz consiguió penetrar para mostrarle el camino, pero al punto se volvió tenue otra vez y el niño tuvo que aguzar la mirada para asegurarse de que seguía la dirección correcta.
Se miró los pies y se sorprendió: el tortuoso sendero había desaparecido del todo y parecía hallarse en una parte del bosque completamente distinta. Allí los árboles eran más verdes, el aire traía un olor más dulce y la hierba se percibía más espesa y mullida bajo los zapatos. Oyó correr un arroyo cerca, pero cuando miró alrededor, extrañado, pues sabía que no había agua en aquel bosque, el arroyo volvió a guardar silencio, como si no quisiera que lo encontrasen.
Noah se detuvo y permaneció inmóvil unos instantes, mirando por encima del hombro hacia el segundo pueblo, pero era imposible ver nada desde tan lejos. En dirección al pueblo sólo había árboles y más árboles que parecían apiñados para ocultar de la vista lo que había detrás. En algún sitio, sin duda, estaba el sendero que había seguido desde que salió de casa por la mañana. Sólo se había desviado una vez, cuando tuvo que correr a ocultarse detrás de un árbol porque se hacía pipí. Luego, cuando se dispuso a proseguir su viaje, no supo si había llegado hasta allí por la derecha o por la izquierda, de modo que eligió la dirección que le pareció correcta y echó a andar.
¿Tal vez había cometido un error? Pero ya no podía hacer otra cosa que seguir caminando, y al cabo de unos minutos lo alivió comprobar que los árboles volvían a abrirse y que en la distancia aparecía un tercer pueblo.
Mucho más pequeño que los dos anteriores, consistía tan sólo en unos cuantos edificios de formas curiosas, situados a intervalos irregulares a lo largo de una única calle. No era lo que esperaba, pero confió en que la gente de allí fuera simpática y lograra por fin comer algo antes de desfallecer del todo.
Al cabo de poco, un edificio muy curioso al inicio de la calle, en la acera de enfrente, despertó su interés.
Si algo sabía Noah sobre las casas era que se construían con paredes en ángulos rectos y con un tejado encima para impedir que la lluvia empapara las alfombras o que los pájaros te ensuciaran la cabeza.
Aquella casa, sin embargo, no era así en absoluto.
La contempló, asombrado de que paredes y ventanas fueran totalmente deformes y que aquí y allá hubiera salientes sin motivo aparente. Y aunque tenía en efecto una techumbre más o menos en el sitio que tocaba, no era de pizarra o tejas, ni siquiera de paja como la de la casa de su amigo Charlie Charlton. Era de madera. Noah parpadeó y volvió a mirar la casa, ladeando un poco la cabeza para comprobar si torcida se veía mejor.
Pero, por curiosa que fuera aquella casa, no lo era nada comparada con el enorme árbol que se alzaba ante ella, medio ocultando de la vista el letrero que había encima de la puerta. Entre las ramas logró distinguir algunas letras: una J en la primera palabra, una CH y una O al final de la última. Aguzó la vista, tratando de utilizar sus rayos X para ver a través de las ramas, hasta que recordó que él no tenía visión de rayos X; ése era un niño de uno de sus libros. Quería ver el letrero y sin embargo no conseguía apartar la mirada del árbol. Por algún motivo, éste había captado toda su atención.
Sí, era alto, pero no más que muchos árboles que había visto a lo largo de su vida. (Su casa estaba junto a un bosque). Llevaban allí cientos de años, o eso le habían dicho; no era de extrañar que alcanzaran semejante tamaño. Con los árboles pasaba todo lo contrario que con las personas: éstas, cuanto mayores eran, más pequeñas parecían volverse. Con los árboles, funcionaba al revés.
Y sí, la corteza de aquél era de un saludable tono marrón, más parecido al de una deliciosa tableta de chocolate que al de una corteza corriente, pero aun así no era más que la corteza de un árbol sano y frondoso; algo que difícilmente puede subyugarte por completo.
Las hojas que pendían de las gruesas ramas eran lustrosas y verdes, pero no más que cualquier hoja que aleteara a la brisa del verano en los árboles del mundo entero; y tampoco eran distintas de las de los árboles que había frente a la ventana de su habitación.
No obstante, en ese árbol había algo extraordinario, y no acababa de explicarse qué era. Algo hipnótico. Algo que le hacía abrir mucho los ojos y quedarse boquiabierto, incluso olvidarse de respirar por unos instantes.
—Supongo que has oído las historias, ¿verdad? —dijo una voz a su derecha.
Noah se volvió en redondo. Era un viejo perro salchicha que se acercaba a él con una sonrisa torcida en el hocico, acompañado por un burro rechoncho que paseaba la vista por el suelo como si hubiese perdido algo.
—Mucha gente viene a echarle un vistazo. No eres el primero, jovencito, y tampoco serás el último. ¡Guau! —Soltó un ladrido al final de su comentario y apartó la mirada, arqueando las cejas altivamente con el aire de quien acaba de hacer un ruido grosero en un ascensor.
—No sé de qué me habla —respondió Noah—. No he oído ninguna historia. Verá, es que no soy de aquí. Sólo estoy de paso, y este árbol delante de esa casa tan rara me ha llamado la atención.