En El Hotel Bertram (5 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: En El Hotel Bertram
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Elvira asintió. Entró en el baño, cerró la puerta y echó el cerrojo. Después pasó a su habitación, abrió la maleta y sacó unas cuantas prendas que dejó sobre la cama. Se desnudó, se puso una bata, volvió a entrar en el baño y abrió los grifos de la bañera. Una vez más regresó al dormitorio y fue a sentarse en la cama junto al teléfono. Esperó un momento y después descolgó.

—Llamo desde la habitación 29. ¿Puede usted comunicarme con Regent 1129, por favor?

Capítulo IV

Dentro del edificio de Scotland Yard se celebraba una reunión de carácter informal. Había media docena de hombres sentados tranquilamente alrededor de una mesa y cada uno de ellos gozaba de una excelente reputación en su área de trabajo. El tema que ocupaba la atención de estos guardianes de la ley era uno que había aumentado mucho de importancia durante los últimos dos o tres años. Se refería a una acción delictiva cuyo éxito resultaba inquietante. Aumentaban los robos a gran escala. Atracos de bancos, asaltos a empresas los días de pago, robos de envíos de joyas a través del correo, desvalijamiento de trenes. Apenas pasaba un mes sin que se ejecutara con éxito algún atrevido y sensacional golpe.

Sir Ronald Graves, comisionado de Scotland Yard, ocupaba la cabecera de la mesa. De acuerdo con su costumbre, dedicaba más tiempo a escuchar que a hablar. En esta ocasión no se presentaban informes formales. Todo eso pertenecía a la rutina habitual de la División de Investigación Criminal. Ésta era una reunión al más alto nivel, un intercambio de ideas entre hombres que consideraban los temas desde puntos de vista un poco diferentes. Sir Ronald miró a cada uno de los presentes y, por último, le hizo un gesto al hombre que ocupaba el otro extremo de la mesa.

—Bueno, Abuelo, diviértanos con algunos de sus graciosos comentarios.

El hombre al que había llamado «Abuelo» era el inspector jefe Fred Davy. No le faltaba mucho para el retiro y parecía bastante más mayor de lo que era en realidad, de aquí el apodo de «Abuelo». Su aspecto bonachón y sus modales tan amables y bondadosos habían llevado a engaño a muchos criminales que le habían tomado por un ingenuo y, en consecuencia, habían acabado entre rejas.

—Sí, Abuelo, díganos lo que piensa —le rogó otro inspector jefe.

—Es algo grande —manifestó el inspector Davy, después de exhalar un sonoro suspiro—. Sí, algo muy grande y que continúa creciendo.

—¿Cuándo dice grande, se refiere numéricamente?

—Sí, eso es.

Otro de los presentes, un hombre llamado Comstock, de rostro zorruno y mirada alerta, les interrumpió.

—¿Quiere decir que es una ventaja para ellos?

—Más o menos —respondió el Abuelo—. Podría ser su punto flaco, pero, hasta ahora, maldita sea, parecen tenerlo todo muy bien controlado.

El superintendente Andrews, un hombre rubio, delgado, y de expresión soñadora, terció en la conversación.

—Siempre he creído —señaló con un tono pensativo— que el tamaño es un tema mucho más importante de lo que cree la gente. Tomemos el caso de la empresa de una sola persona. Si está bien administrada y tiene el tamaño correcto, no hay ninguna duda de que será una triunfadora. Si se amplia y contrata más personal, quizá de pronto se encuentre con que es del tamaño equivocado y se hunda. Lo mismo ocurre con las grandes cadenas de tiendas. Un imperio en la industria, si es lo bastante grande, triunfará. Si no lo es, no lo conseguirá. Todo tiene que tener el tamaño correcto. Cuando lo tiene podemos estar seguros de que llegará a la cumbre.

—¿Qué tamaño creen que tiene este montaje? —preguntó Sir Ronald con voz áspera.

—Mayor de lo que creíamos al principio —contestó Comstock.

—Yo diría que está creciendo —opinó el inspector McNeill, un hombre con pinta de duro—. El Abuelo tiene razón. No para de crecer.

—Eso podría ser bueno a la larga —dijo Davy—. Quizá crezca demasiado rápido y se les escape de las manos.

—La cuestión, sir Ronald —intervino McNeill—, es saber a quién detenemos y cuándo.

—Hay más o menos una docena que podríamos arrestar ahora mismo —señaló Comstock—. Todos sabemos que la banda de Harris está metida en este asunto. Hay otra pandilla por el lado de Luton. Podríamos hacer redadas en un garaje de Epsom, en un pub cerca de Maidenhead y en una granja en Great North Road.

—¿Vale la pena arrestarles?

—No lo creo. Todos ellos son maleantes de poca monta. Peones. Sólo son los últimos eslabones de la cadena. Un garaje en el que se ocupan de pintar y cambiar las matrículas de los vehículos robados; un pub muy respetable donde se pasan los mensajes; una tienda de ropa usada; un sastre teatral en el East End. Todos personas muy útiles, pero que sólo cobran por lo que hacen. Les pagan muy bien, pero no saben absolutamente nada.

—Nos enfrentamos a unos granujas muy inteligentes —afirmó el superintendente Andrews—. Ni siquiera hemos conseguido acercarnos. Conocemos algunas de sus filiaciones pero nada más. La banda de Harris está complicada y Marks se encarga del aspecto financiero. Los contactos extranjeros se hacen a través de Weber, que sólo es un agente.

En realidad, no tenemos nada contra ninguna de esas personas. Sabemos que todos disponen de medios para comunicarse entre ellos y con sus secuaces, pero no sabemos cómo lo hacen. Les observamos y les seguimos, y ellos saben que les vigilamos. En alguna parte hay un centro de operaciones. Lo que necesitamos es dar con los cabecillas.

—Es como una red gigante —explicó Comstock—. Estoy de acuerdo en que en alguna parte debe de haber un cuartel general de operaciones. Un lugar donde, para cada operación, se estudian los planes hasta el último detalle. En algún lugar, alguien lo planea todo y prepara el programa de la operación Nómina o Saca de Correos. Esas son las personas que debemos capturar.

—Es muy posible que ni siquiera se encuentren en el país —manifestó el Abuelo en voz baja.

—Sí, yo diría que estás en lo cierto. Quizás estén en un iglú, en una tienda en Marruecos o en un chalé de Suiza.

—Yo no creo en los archicriminales —afirmó McNeill, meneando la cabeza—. Es algo que queda muy bien en las novelas y nada más. Por supuesto que debe de haber un cabecilla, pero no creo en una mente maestra. Yo diría que, en alguna parte detrás de todo esto, hay una junta directiva muy astuta. Todo bien centralizado y con un presidente ejecutivo. Han dado con un esquema de trabajo que funciona y van mejorando la técnica por momentos. De todos modos...

—¿Sí? —le animó sir Ronald.

—Incluso si es un equipo compacto y del tamaño correcto, creo que sus integrantes son prescindibles. Es lo que llamo el principio del trineo ruso. De vez en cuando, si creen que estamos demasiado cerca, arrojan a uno de ellos, al que consideran menos necesario.

—¿Crees que se atreverían a hacerlo? ¿No sería un riesgo?

—Yo diría que se puede hacer de manera que el afectado ni siquiera se da cuenta de que le han tirado del trineo. Sencillamente, cree que se cayó. Mantiene la boca cerrada porque cree que vale la pena no decir nada y, por supuesto, no se equivoca, tienen muchísimo dinero a su disposición y pueden permitirse ser generosos. Cuidan de su familia, si es que la tiene, mientras él está en la cárcel. Quizá cuenta con la promesa de que le organizarán una fuga.

—Eso es algo que se ha repetido bastante —afirmó Comstock.

—Creo —manifestó sir Ronald— que no sirve de nada darle tantas vueltas a lo mismo. Nunca decimos nada nuevo.

McNeill se echó a reír.

—¿Exactamente qué quiere de nosotros, señor?

—Verán, todos estamos de acuerdo en las cosas principales —respondió sir Ronald con voz pausada—. Todos estamos de acuerdo en la política a seguir y en lo que intentamos hacer. Creo que quizá sería provechoso dedicarnos un poco más a las cosas pequeñas, a los detalles que aparentemente tienen poca importancia, que apenas si se apartan un poco de lo habitual. Resulta difícil de explicar, pero es un poco como aquel asunto de hace unos años en el caso Culver. Una mancha de tinta. ¿Lo recordáis? Una mancha de tinta alrededor de una ratonera. ¿Por qué demonios un hombre derramaría un frasco de tinta en una ratonera? No parecía importante. Resultaba difícil imaginar una respuesta. Pero, cuando finalmente dimos con la respuesta, nos condujo a otra parte. Eso es, más o menos, lo que estoy pensando para este problema. Las cosas insólitas. No les importe decirlas si se han cruzado con algo que les pareció insólito. Poca cosa quizá, pero irritante, sobre todo porque no encaja. Veo que el Abuelo asiente.

—No podría estar más de acuerdo —manifestó el inspector Davy—. Venga, muchachos, intenten recordar alguna cosa, aunque no sea más que un tipo con un sombrero ridículo.

No se produjo una respuesta inmediata. Todos parecían un tanto dudosos sobre lo que se les pedía.

—Muy bien, yo seré el primero en jugarme el tipo —añadió el Abuelo—. En realidad, no es más que una historia curiosa, y no hay que darle más importancia de la que tiene. El atraco al London and Metropolitan Bank. La sucursal de Carmolly Street. ¿Lo recordáis? Una lista de matrículas, colores y modelos de coches. Pedimos la colaboración del público y la gente respondió. ¡Vaya si respondió! ¡Nada menos que ciento cincuenta informaciones y todas erróneas! Al final nos quedamos con unos siete coches que habían sido vistos en la vecindad, y todos podían estar vinculados con el atraco.

—Sí —dijo el comisionado—, continúa.

—Nos encontramos con un par de los que no pudimos averiguar nada. Al parecer, nos habían dado las matrículas cambiadas. Nada fuera de lo normal. Es algo que ocurre a menudo. Si tienes tiempo, a la larga acabas descubriendo el error. Os daré un ejemplo: un Morris Oxford negro, matrícula CMG 256, visto por un agente de tráfico. Dijo que lo conducía el juez Ludgrove.

Miró a sus compañeros. Le escuchaban, pero sin demostrar mayor interés.

—Sabía que se trataba de un error. El juez Ludgrove es un viejo que resulta difícil de olvidar, principalmente porque es feísimo. La cuestión es que, efectivamente, no se trataba del juez porque a esa misma hora estaba presidiendo un juicio. Tiene un Morris Oxford negro, pero la matrícula no es CMG 256. —Hizo una pausa esperando algún comentario que no se produjo—. De acuerdo, de acuerdo. Dirán que no tiene sentido. Pero ¿saben cuál es el número? CMG 265. Casi el mismo, ¿no? El tipo de error que se comete cuando intentas recordar la matrícula de un coche.

—Lo siento —dijo sir Richard—, no alcanzó a entender...

—No —le interrumpió el inspector Davy—, no hay nada que entender. Sólo que era casi el número correcto. El 256, no el 265 CMG. En realidad es mucha coincidencia que exista un Morris Oxford del mismo color, con un único número distinto en la matrícula y conducido por un hombre que se parece mucho al dueño.

—¿O sea...?

—Sólo un número distinto. El «error intencionado» del día. Eso es lo que parece.

—Lo siento, Davy, sigo sin entenderlo.

—Tampoco hace falta romperse la cabeza. Hay un Morris Oxford negro, matrícula CMG 265, que pasa por la calle dos minutos y medio después de cometerse el atraco. Al volante, el agente identifica al juez Ludgrove.

—¿Estás sugiriendo que era el juez Ludgrove en persona? Vamos, Davy.

—No, no sugiero que se tratara del juez Ludgrove ni que él esté mezclado en el atraco a un banco. Se alojaba en el hotel Bertram's en Pond Street, y se encontraba en los tribunales a la hora del robo. Todo está comprobado. Sólo digo que el número de la matrícula, el modelo de coche y que el agente identificara al viejo Ludgrove, a quien conoce bastante bien de vista, es una coincidencia que debería significar algo. Aparentemente no es así. Mala suerte.

Comstock se movió en la silla súbitamente inquieto.

—Hay otro caso parecido en relación con aquel atraco a la joyería de Brighton. Un viejo almirante. Ahora no recuerdo el nombre. Una mujer le identificó claramente como uno de los participantes en el atraco.

—¿Y no lo era?

—No, aquella noche había estado en Londres. Vino aquí para asistir a una recepción o a una cena de la marina.

—¿Se alojó en su club?

—No, se alojó en un hotel, creo que en el mismo que acaba de mencionar el Abuelo: el Bertram's, ¿no? Un lugar muy tranquilo. Muchos viejos militares retirados se alojan allí, si no me equivoco.

—El hotel Bertram's —repitió el inspector Davy pensativo.

Capítulo V
1

Miss Marple se despertó temprano porque esa era su costumbre. Estaba muy contenta con la cama. Era comodísima.

Caminó descalza hasta la ventana y descorrió las cortinas para que entrara la débil luz de la mañana londinense. Sin embargo, todavía no era la hora de apagar la luz eléctrica. Le habían dado una habitación muy bonita, siempre dentro de la tradición del Bertram's. El empapelado con dibujos de rosas, una lustrosa cómoda de caoba, un tocador a juego, dos sillas de respaldo recto y un sillón con el asiento a una altura razonable del suelo. Una puerta comunicaba con el baño que era moderno, pero cuyos azulejos reproducían el tema de las rosas, con lo cual se evitaba cualquier sugestión de fría higiene.

Miss Marple volvió a la cama, se acomodó las almohadas, miró la hora, las siete y media, cogió el devocionario que siempre llevaba con ella y leyó la página y media que le correspondía. Luego, recogió su labor y comenzó a hacer calceta, despacio al principio porque tenía los dedos rígidos y doloridos por el reuma cuando se despertaba, pero después cada vez más rápido, a medida que los dedos perdían la rigidez.

«Otro día» se dijo, agradeciendo el hecho con un tranquilo placer. Otro día y ¿quién podía decir lo que le traería?

Abandonó la labor y se relajó, dejando correr sus pensamientos. Selina Hazy, qué bonita casa la que había tenido en St. Mary Mead, y ahora alguien le había colocado un horrible techo verde. Muffins, un auténtico desperdicio de mantequilla, pero tan deliciosos. ¡Además, servían algo tan anticuado como el pastel de sésamo! Nunca hubiera imaginado, ni por un momento, que las cosas pudieran continuar siendo como antes, sobre todo porque el tiempo no se detenía y, para conseguir detenerlo de aquella manera, hacía falta muchísimo dinero. ¡Ni un solo objeto de plástico en todo el hotel! Supuso que les saldría a cuenta. Lo anticuado se vuelve algo pintoresco. Sin ir más lejos, la gente volvía a querer las viejas rosas y despreciaba las híbridas. No había nada en este lugar que le pareciera real. ¿Por qué tenía que parecerlo? Habían pasado cincuenta, no, casi sesenta años desde que se alojó aquí, y tampoco le parecía real porque se había acostumbrado a vivir en el presente. En realidad, todo esto planteaba una serie de cuestiones muy interesantes. El ambiente y los huéspedes. Miss Marple apartó la labor un poco más.

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