En la arena estelar (13 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: En la arena estelar
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El comandante dejó pasar aquella observación.

—No es eso a lo que me refiero. ¿Por qué no da la alarma general? ¿Es que no quiere cogerlos?

—¿Y usted? —Aratap se detuvo—. Sentémonos aquí un momento, Andros. Un banco en un sendero junto al césped. ¿Qué hay más hermoso, y qué lugar está más a salvo de los espías? ¿Para qué quiere al joven, comandante?

—¿Para qué voy a querer a un traidor y a un conspirador?

—¿Para qué, en verdad, si solamente se captura a unos cuantos instrumentos, mientras se deja intacta la fuente del veneno? ¿A quién se tiene? A un cachorro, a una muchacha tonta y a un idiota senil.

Se oía cercano el leve rumor de una cascada artificial. Pequeña, pero decorativa. Aquello sí que era una maravilla para Aratap. Imagínese agua desbordante que se pierde, que corre indefinidamente saltando por las rocas y a lo largo del suelo. No había conseguido nunca librarse de cierta indignación ante tal espectáculo.

—Tal como están las cosas —dijo el comandante— no tenemos nada.

—Tenemos un esquema. Cuando llegó el joven, le pusimos en contacto con Hinrik, y eso nos preocupó porque Hinrik es lo que es. Pero era lo mejor que podíamos hacer. Ahora vemos que no se trataba en absoluto de Hinrik: que Hinrik era una dirección falsa. Era a la hija y al primo de Hinrik a quienes buscaban, y eso es más comprensible.

—¿Por qué no nos llamó antes? Esperó hasta la medianoche.

—Porque es el instrumento del primo que llega hasta él, y estoy seguro de que fue Gillbret quien sugirió esta entrevista nocturna como prueba de gran celo por su parte.

—¿Quiere decir que nos hicieron venir a propósito? ¿Para que fuésemos testigos de esta huida?

—No, no fue por esa razón. Pregúnteselo usted mismo. ¿Adónde tiene intención de ir esa gente? El comandante se encogió de hombros.

—Rhodia es grande.

—Sí, si se tratase solamente del joven Farrill. ¿Pero a qué sitio de Rhodia podrían ir dos miembros de la familia real sin ser reconocidos? Especialmente la muchacha.

—Entonces, ¿tendrán que salir del planeta? Sí, de acuerdo.

—Y, ¿desde dónde? Pueden llegar andando al campo del palacio en quince minutos. ¿Se da usted cuenta ahora del motivo por el que estamos aquí?

—¡Nuestra nave! —dijo el comandante.

—Naturalmente. Una nave tyrannia deberá parecerles genial. De no ser así, hubiesen tenido que escoger entre cargueros. Farrill ha sido educado en la Tierra, y estoy seguro de que sabe pilotar un crucero.

—Este es otro asunto. ¿Por qué permitimos a la nobleza que envíe a sus hijos en todas direcciones? ¿Por qué un sujeto tiene que saber más de navegación de la necesaria para el comercio local? Educamos soldados en contra nuestra.

—No obstante —dijo Aratap con cortés indiferencia—, y aunque es cierto que Farrill tiene una educación extranjera, eso es algo que hemos de tener en cuenta de un modo objetivo, sin enfadarnos. El hecho es que tengo la seguridad de que se han llevado nuestro crucero.

—No puedo creerlo.

—Tiene usted su emisor de bolsillo. Establezca contacto con la nave, si es que puede.

El comandante trató de hacerlo, inútilmente.

—Pruebe la torre del campo —dijo Aratap. El comandante así lo hizo, y una vocecita salió del minúsculo receptor, hablando aguadamente.

—Pero excelencia, no lo comprendo... Debe haber un error. Su piloto despegó hace diez minutos.

—¿Ve? —dijo sonriendo Aratap—. Establezca el esquema, y cada pequeño acontecimiento se hace inevitable. Y ahora, ¿ve usted las consecuencias?

El comandante las vio. Se dio una palmada en el muslo, y soltó una carcajada.

—¡Claro! —dijo.

—Bueno —dijo Aratap—, como es natural, ellos no podían saberlo, pero se han condenado. Si se hubiesen contentado con el carguero más lento de Rhodia que hubiesen encontrado sobre el campo, hubiesen escapado con seguridad y, ¿cómo se dice?, esta noche me hubiesen dejado sin pantalones. Pero tal como están las cosas, todavía llevo los pantalones, y nada puede salvarles a ellos. Y cuando les haga volver, a mi hora oportuna —recalcó con satisfacción las palabras—, tendré también en mis manos el resto de la conspiración.

Suspiró, y se dio cuenta de que nuevamente tenía sueño.

—Bien, hemos estado de suerte y ahora no hay prisa. Llame a la base central, y diga que envíen otra nave a buscarnos.

10.- ¡Quizá!

La educación espacionáutica de Biron Farrill en la Tierra había sido en gran parte académica. Siguió los diversos cursos universitarios en las diferentes fases de ingeniería espacial, las cuales, y a pesar de dedicar medio semestre a la teoría del motor hiperatómico, daban poco de sí cuando se trataba de manipular en realidad una nave en el espacio. Los pilotos mejores y más adiestrados aprendían su arte en el espacio, y no en las aulas.

Consiguió despegar sin grandes dificultades, aunque ello se debió más a la suerte que a su verdadera pericia. El «Implacable» respondió a los mandos mucho más rápidamente de lo que Biron había esperado. En la Tierra había pilotado varias naves en viajes de ida y vuelta al espacio, pero todas habían sido de modelos anticuados y poco briosos, que se conservaban para uso de los estudiantes. Eran suaves y estaban muy gastadas, y se levantaban con esfuerzo, alzándose lentamente en espiral a través de la atmósfera, hacia el espacio.

El «Implacable», sin embargo, despegó sin esfuerzo, saltando hacia adelante y silbando en el aire, de tal modo que Biron cayó hacia atrás en su asiento y estuvo a punto de dislocarse un hombro. Artemisa y Gillbret, quienes con la mayor precaución propia de la inexperiencia se habían puesto los cinturones, solamente se golpearon contra la red acolchada. El prisionero tyrannio permaneció yaciente junto a la pared, tirando de sus ligaduras y maldiciendo monótonamente.

Biron se enderezó tambaleándose e hizo callar a patadas al tyrannio, y se dirigió nuevamente a su asiento, avanzando junto a la pared, asiéndose al pasamanos que la bordeaba para conseguir vencer la aceleración. Algunos estallidos de energía liberada hicieron vibrar a la nave, reduciendo el aumento de velocidad que se hizo así soportable.

Se encontraban ya en la zona más elevada de la atmósfera de Rhodia. El cielo era de un color violeta oscuro, y el casco de la nave estaba caliente debido a la fricción del aire, tanto que el calor se sentía en el interior.

Costó horas situar la nave en una órbita alrededor de Rhodia. Biron no encontraba la manera de calcular fácilmente la velocidad para vencer la gravedad de Rhodia. Tenía que buscarla acelerando y reduciendo, variando la velocidad con bruscas liberaciones de energía hacia delante y atrás y observando el masómetro, que indicaba su distancia de la superficie del planeta, midiendo la intensidad del campo gravitatorio. Afortunadamente el masómetro estaba ya calibrado para la masa y el radio de Rhodia. Biron no hubiese conseguido ajustar el calibrado por sí mismo, sin una considerable experimentación previa.

Por fin el masómetro se mantuvo fijo durante dos horas, sin presentar una variación apreciable. Biron se permitió descansar, y los otros se liberaron de sus cinturones.

—No tiene usted precisamente la mano suave, señor ranchero —dijo Artemisa.

—Soy yo quien pilota, señora —respondió secamente Biron—. Si usted puede hacerlo mejor, estaré encantado de que lo pruebe, pero solamente después de que yo haya desembarcado.

—Calma, calma, calma —pidió Gillbret—. La nave es demasiado estrecha para andarse con mezquindades y, además, puesto que hemos de estar comprimidos en la incómoda familiaridad de esta jaula movediza, propongo que dejemos a un lado todos los «excelencias» y «señorías» y demás tratamientos que acabarían por hacer nuestra conversación totalmente insoportable. Yo soy Gillbret, tú eres Biron Farrill y ella es Artemisa. Propongo que nos aprendamos de memoria esta forma de entendernos, o cualquier otra variante que deseéis sugerir. Y en cuanto a pilotar la nave, ¿por qué no utilizamos la ayuda de nuestro amigo tyrannio?

El tyrannio le miró enfurecido.

—No —dijo Biron—. No podemos fiarnos de él en modo alguno. Y mi manera de pilotar irá mejorando a medida que me vaya acostumbrando a esta nave. Todavía no se han roto la cabeza, ¿verdad?

Aún le dolía el hombro a consecuencia de la primera sacudida y, como de costumbre, el dolor le hacía mostrarse desagradable.

—Bueno —dijo Gillbret—, ¿y qué hacemos con él?

—No me gusta matarle a sangre fría —dijo Biron— y tampoco nos serviría de nada. No conseguiríamos sino excitar más a los tyrannios. Matar a uno de la raza superior es un pecado imperdonable.

—¿Y qué alternativa hay?

—Le desembarcaremos.

—Bien, ¿pero dónde?

—En Rhodia.

—¿Cómo?

—Es el único lugar en que no nos buscarán. Además, de todos modos pronto tendremos que aterrizar.

—¿Porqué?

—Pues porque ésta es la nave del comisario, quien la ha estado usando para ir de una parte a otra del planeta. No está acondicionada para viajes espaciales. Antes de que vayamos a ninguna otra parte hemos de hacer un inventario detallado de lo que hay en la nave, y asegurarnos de que por lo menos tenemos comida y agua suficientes.

Artemisa asentía enérgicamente con la cabeza.

—Es cierto. ¡Muy bien! Nunca hubiese pensado en ello. ¡Eso ha sido un rasgo inteligente, Biron!

Biron hizo un gesto de indiferencia, aunque apreció el cumplido. Era la primera vez que la chica le llamaba por su nombre de pila. Cuando se lo proponía, podía ser muy agradable.

—Pero radiarán inmediatamente nuestra situación —dijo Gillbret.

—No lo creo —dijo Biron—. En primer lugar, supongo que en Rhodia no faltarán áreas desoladas. No tenemos por qué depositarle en el centro de una ciudad, ni en el de una de las guarniciones tyrannias. Además, quizá no tenga tantas ganas de entrar en contacto con sus oficiales superiores como usted se figura... Diga, soldado, ¿qué le ocurriría a un militar que no hubiese evitado el robo del crucero particular del comisario del Khan?

El prisionero no respondió, pero la línea de sus labios empalideció y se contrajo.

A Biron no le hubiese gustado hallarse en el lugar del soldado. Era cierto que apenas se le podía culpar. No tenía razón para suponer que podía ocurrir algo desagradable por el solo hecho de mostrarse correcto con unos miembros de la familia real de Rhodia. Ajustándose a la letra del código militar tyrannio, se había negado a permitir que subiesen a bordo sin el permiso de su superior. Aunque el director de Rhodia en persona hubiese pedido permiso para entrar, se lo hubiese tenido que negar. Pero ellos se habían aproximado y cuando comprendió que debía haber seguido aún más estrictamente el código militar y tener a punto su arma era ya demasiado tarde. Un látigo neurónico le estaba tocando prácticamente el pecho.

Ni siquiera entonces se rindió sin lucha. Fue necesaria una descarga del látigo en su pecho para detenerle. Sin embargo no podría evitar el consejo de guerra y la condena. Nadie dudaba de ello, y el soldado menos que nadie.

Dos días después aterrizaron en las afueras de la ciudad de Southwark. La eligieron a propósito porque se hallaba lejos de los principales centros de población de Rhodia. Ataron al soldado tyrannio a una unidad de repulsión y lo dejaron caer revoloteando a unos ochenta kilómetros de la población más cercana.

El aterrizaje, en una playa desierta, fue bastante suave, y Biron, por ser el que con menos probabilidad sería reconocido, hizo las compras necesarias. Todo el dinero tyrannio que Gillbret había tenido la prudencia de llevar consigo, apenas había bastado para las necesidades esenciales, pues gran parte fue invertido en un pequeño biciclo con remolque para transportar los suministros en pequeñas porciones.

—Podías haber hecho durar más el dinero —dijo Artemisa— si no hubieses malgastado tanto en aquella bazofia tyrannia.

—Creo que no podía hacer nada más —dijo Biron acaloradamente—. Puede que para ti sea una bazofia tyrannia, pero es un alimento bien equilibrado y nos servirá mejor que cualquier otra cosa que hubiera comprado.

Se sentía bastante molesto. Sacar todo aquello de la ciudad y transportarlo a bordo había sido un trabajo de estibador portuario, además de arriesgado, pues lo había tenido que comprar en una de las administraciones de la ciudad regentadas por los tyrannios. Esperaba que los otros apreciarían su esfuerzo.

Y, por otra parte, no había alternativa. Las fuerzas tyrannias habían organizado una técnica de suministros adaptada estrictamente al hecho de que utilizaban naves pequeñas. No se podían permitir los grandes espacios de almacenaje de otras flotas donde los cuerpos de animales enteros colgaban en hileras. Tuvieron que idear un concentrado alimenticio estandarizado que contuviese lo necesario desde el punto de vista calórico y de factores nutritivos, y no preocuparse de más. Sólo ocupaba la veinteava parte del espacio que requeriría una cantidad equivalente de elementos animales, y podía ser almacenado como ladrillos en el almacén de baja temperatura.

—Bueno, pues sabe pésimamente —dijo Artemisa.

—Ya te acostumbrarás —dijo Biron, imitando su tono de voz en tal forma que la chica se ruborizó y dio media vuelta, enojada.

Biron sabía que a la chica le molestaba la falta de espacio con todas sus consecuencias. No sólo se trataba de la monotonía en la alimentación, debido a que así podían almacenarse más calorías por centímetro cuadrado, sino más bien de hechos tales como la falta de dormitorios separados. Había la sala de máquinas y la sala de mandos, que ocupaban la mayor parte del espacio de la nave. (Al fin y al cabo, pensó Biron, aquella era una nave de guerra, y no un yate de recreo.) Luego estaba el almacén y una pequeña cabina, con dos hileras de tres literas a cada lado. El tocador estaba situado en un nicho junto al exterior de la cabina.

Todo esto suponía hacinamiento, falta total de reserva, imposibilidad de estar solo; y significaba que Artemisa tenía que adaptarse al hecho de que a bordo no había vestidos femeninos, ni espejos, ni facilidades para lavarse.

Pues bien, tendría que acostumbrarse. A Biron le parecía que ya había hecho bastante por ella y se había apartado demasiado de su camino. ¿Por qué no podía mostrarse un poco más amable, y sonreír de vez en cuando? Tenía una bonita sonrisa, y había que admitir que no era mala, salvo por su genio. Pero, ¡oh, qué genio!

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