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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (30 page)

BOOK: En las antípodas
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Ya era hora de tener en cuenta a la gente olvidada de Australia.

Uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia de la humanidad tuvo lugar en una época que probablemente no se conocerá nunca, por razones que sólo podemos imaginar y con medios que son difíciles de creer. Me refiero, evidentemente, a la aparición del hombre en Australia.

Hasta hace muy poco, explicar la presencia de seres humanos en Australia no era tan problemático. A principios del siglo
XX
se creía que no hacía más de cuatrocientos años que los aborígenes estaban en el continente. Hacia los años sesenta, el marco temporal se calculaba en 8.000 años. Un buen día, en 1969, un geólogo llamado Jim Bowler, de la Australian National University, en Canberra, estaba echando un vistazo por la orilla del lecho del lago Mungo, el tiempo era seco, en un rincón árido y solitario de la parte occidental de Nueva Gales del Sur, cuando algo le llamó la atención. Era el esqueleto de una mujer que sobresalía ligeramente de un banco de arena. Se recogieron los huesos y se enviaron para que se les hiciera la prueba del carbono. Con el informe se supo que la mujer había muerto hacía 23.000 años, lo que triplicaba de golpe el período de ocupación de Australia. Desde entonces, otros descubrimientos han ampliado aún más la fecha. Hoy día las pruebas dan una fecha de llegada de hace al menos 45.000 años, pero probablemente sean más de 60.000.

Los primeros ocupantes de Australia no pudieron haber llegado allí andando, porque Australia siempre ha sido una isla. No podían haber evolucionado independientemente, porque en Australia no hay simios como de los que descienden los humanos. Los primeros pobladores tenían que haber llegado por mar, seguramente desde Timor, en el archipiélago de Indonesia, y ahí es donde radica el problema.

Para colocar al
Homo sapiens
en Australia hay que aceptar que, en un período tan remoto como el que precede a la aparición del ser humano moderno en términos de comportamiento, en la parte sur de Asia vivía un pueblo suficientemente avanzado como para pescar con alguna clase de bote, probablemente balsas, en aguas cercanas a la orilla. No importa que los registros arqueológicos no muestren a nadie capaz de lo mismo hasta al cabo de 30.000 años. Hay que colocar a esa gente en un barco.

Después hay que explicar qué los indujo a cruzar unas sesenta millas de mar abierto hasta llegar a una tierra de la que no sabían nada. El escenario que se invoca invariablemente es el de una balsa de pesca sencilla —probablemente una plataforma flotante— que por accidente fuese a parar a alta mar, seguramente con una de las repentinas tempestades que son tan frecuentes en aquella parte del mundo. Esta balsa fue a la deriva durante unos días y acabó en una playa del norte de Australia. Por ahora, conforme.

La pregunta que surge a continuación —pero que no se responde— es cómo se combinó el material reproductivo a partir de aquí. Si es un solitario pescador el que fue a parar a Australia, es evidente que tendría que haber vuelto a su tierra a anunciar su descubrimiento y persuadir a la gente de que volviera con él a fundar una colonia. Ello presupone las habilidades náuticas pertinentes para ir y volver entre invisibles masas de tierra, una proeza que pocos estudiosos de la prehistoria están dispuestos a aceptar. Si, por otra parte, el viaje fue sólo de ida y por pura casualidad, entonces tendría que haber sido arrastrada por mar cierta cantidad de gente de ambos sexos, todos en una gran balsa (lo que parece bastante improbable) o una flota de balsitas, que después de hacer frente a una tormenta y pasar unos días en el mar fueron a parar a la costa del norte de Australia, donde se reagruparon y fundaron una sociedad.

No se necesita mucha gente para poblar Australia. Joseph Birdsell, un estudioso americano, calculó que un grupo de 25 fundadores podría haber producido una sociedad de 300.000 personas en poco más de dos mil años. Pero todavía hacen falta esas primeras 25 personas, más de las que es plausible imaginarse en una balsa o dos a merced de la tormenta.

Evidentemente podría haber pasado de muchas otras maneras, y haberse puesto en marcha a lo largo de generaciones. No se puede decir. Pero los pueblos indígenas de Australia están allí porque sus lejanos antepasados cruzaron 60 millas de un mar formidable hace decenas de miles de años, antes que nadie más en la tierra soñara siquiera en cumplir tal gesta, y fueron los suficientes como para colonizar el continente.

Se mire como se mire es una proeza asombrosa y trascendental. Pero ¿cuánta atención se le dedica? Bueno, cabe preguntarse si alguna vez hemos leído algo sobre ello. ¿Cuándo, en un contexto relacionado con la dispersión de la humanidad y la aparición de las civilizaciones, se ha mencionado a los aborígenes? Son el pueblo invisible del planeta.

En gran parte, el problema es que a la mayoría nos resulta imposible comprender cuán extraordinario es el período de tiempo a que nos estamos refiriendo. Supongamos (sólo por suponer) que los aborígenes llegaron hace 60.000 años (es la cifra que mencionaba Roger Lewin, de Harvard, en su manual
Principios de la evolución
). A esta escala, el período total de ocupación de Australia por los europeos representa un 0,3 % del total. En otras palabras, durante el 99,7 % a partir de su llegada, los aborígenes tuvieron Australia para ellos solos. Están allí desde hace un tiempo imposible de imaginar. Y la gesta posterior tampoco es apreciada.

La llegada a Australia de los aborígenes es, naturalmente, el comienzo de la historia. Luego se adaptaron espléndidamente al continente. Se diseminaron por él a una velocidad asombrosa y desarrollaron estrategias y patrones de comportamiento con que explotar o acomodarse a los confines del terreno, desde el bosque tropical más húmedo hasta el desierto más seco. Ningún pueblo de la tierra ha vivido en más entornos con mayor éxito y durante más tiempo. Generalmente se acepta que los aborígenes tienen la cultura más antigua que se conoce. Algunos creen —el respetado especialista en prehistoria John Mulvaney, por ejemplo— que la familia de lenguas aborígenes es la más antigua del mundo. Su arte, sus historias y creencias son indudablemente de los más antiguos de la Tierra.

Se trata de conquistas destacadas y singulares. Ofrecen la prueba incontestable de que los primeros pueblos aborígenes se relacionaban, colaboraban entre sí y empleaban tecnología avanzada y habilidades organizativas en una época muy anterior a lo que nadie había supuesto. ¿Y cuánta atención han despertado? Pues, repito, hasta hace poco, prácticamente ninguna. Tuve motivos para pensar en ello con interés en Sydney después de dejar a Alan y Carmel. Fui una tarde a la Biblioteca Pública de Nueva Gales del Sur. Allí, buscando otra cosa, encontré la edición de 1972 de la
Enciclopedia Larousse de Arqueología
. Quería ver qué decía de los descubrimientos realizados en el lago Mungo hacía tres años, y la cogí para echar un vistazo. No mencionaba los descubrimientos del Mungo. El libro sólo contenía una referencia a los aborígenes australianos, una frase que decía: «Los aborígenes también evolucionaron independientemente del Viejo Mundo, pero representan una etapa técnica y económica muy primitiva».

Nada más: ése es todo el tema de la cultura indígena de Australia en un volumen académico de gran peso y autoridad escrito a finales del siglo
XX
. Cuando digo que son el pueblo invisible del mundo es por eso. Y esto es sólo la mitad de la historia.

Desde el primer contacto, los nativos fueron una fuente de profunda estupefacción para los europeos. Cuando James Cook y sus hombres atracaron en Botany Bay se quedaron asombrados de que la mayor parte de los aborígenes que veían sentados en la playa o pescando en aguas poco profundas con frágiles canoas de corteza no se dignaran a fijarse en ellos. «Como mucho levantaban los ojos de su tarea», escribió Joseph Banks. El deteriorado
Endeavour
era seguramente la estructura más grande y extraordinaria que habían visto y, no obstante, la mayoría echaba sólo un vistazo, lo miraba como si fuera una nube pasajera y volvía a sus ocupaciones.

Era como si no percibieran el mundo como los demás. Ninguna lengua aborigen, por ejemplo, tenía palabras para «ayer» y «mañana»: unas omisiones extraordinarias en cualquier cultura. No tenían jefes ni consejos de gobierno, no llevaban ropa, no construían casas ni otras estructuras permanentes, no cultivaban la tierra, no criaban ganado, no hacían cerámica y carecían del sentido de la propiedad. Sin embargo dedicaban esfuerzos desproporcionados a empresas que nadie ha sido capaz de explicar hasta la fecha. A lo largo de la costa de Australia los primeros exploradores encontraron enormes montículos de conchas de hasta diez metros de alto y una base de 0,20 hectáreas. Solían estar situados en el interior y en lugar elevado. Los aborígenes se habían esforzado por recoger conchas de la playa, trasladarlas a los montículos —se calculó que uno tenía 33.000 m
3
de conchas— y mantenerlos durante largos períodos de tiempo: en un caso durante 800 años. ¿Por qué lo hacían? No se sabe. Era como si obedecieran a leyes diferentes.

Unos pocos europeos —Watkin Tench y James Cook, entre ellos— vieron a los aborígenes con simpatía. En el diario del
Endeavour
, Cook escribió: «Su aspecto es el más miserable de la Tierra, pero son mucho más felices que nosotros los europeos. Viven con una tranquilidad que no concibe la desigualdad: la tierra y el mar, a su ritmo, les facilitan todo lo necesario para la vida […] no parecen dar valor a lo que les damos y no quieren desprenderse de lo suyo». En otro momento, añade con un toque de ternura: «Lo único que parecen desear es que nos marchemos».

Desgraciadamente, pocos tuvieron tanta visión como él. Para los europeos en general, los aborígenes eran un inconveniente: «un obstáculo natural» como los describió el científico y especialista en historia natural Tim Flannery. Les convenía considerarlos infrahumanos, una idea que persistió hasta bien entrado el siglo
XX
. Hasta los años sesenta, como apunta John Pilger, las escuelas de Queensland utilizaban un libro de texto que comparaba a los aborígenes con «las fieras de la jungla». Cuando no eran infrahumanos, eran inexistentes. En el mismo período, un tal Stephen Roberts, profesor, escribió un tomo gordo y erudito titulado
Historia de la colonización australiana
que trataba el período de la ocupación europea sin mencionar a los aborígenes ni una sola vez. Fue tan grande la marginación de los pueblos nativos que hasta 1967 el gobierno federal no los incluyó en el censo nacional; en definitiva, que no los consideraba personas.

En consecuencia nadie sabe cuántos aborígenes había en Australia cuando los británicos se instalaron allí. El cálculo más fiable sugiere que en los inicios de la ocupación la población aborigen era de unas trescientas mil personas, aunque es posible que llegaran al millón. Pero evidentemente en el primer siglo de colonización esa cantidad disminuyó catastróficamente. A finales del siglo
XIX
el número de aborígenes probablemente no superaba los 50 o 60.000. Hay que decir que gran parte de este declive fue accidental. Los aborígenes no resistían las enfermedades europeas: viruela, pleuresía, sífilis, incluso la varicela y las formas más benignas de gripe diezmaron a las poblaciones nativas. Pero donde los aborígenes sobrevivieron, se los trató de la forma más despiadada y malintencionada.

En
Domesticando la gran tierra del Sur
, William J. Lines detalla ejemplos de la crueldad más detestable por parte de los colonos hacia los nativos: aborígenes descuartizados para dar de comer a los perros; a una mujer aborigen la forzaron a ver cómo mataban a su marido y después la obligaron a llevar su cabeza decapitada colgando del cuello; a otra la persiguieron hasta que se encaramó a un árbol y allí, desde abajo, la atormentaron disparándole con un rifle. «Cada vez que un tiro la alcanzaba —informa Lines— ella arrancaba hojas del árbol y las introducía en la herida, hasta que finalmente cayó al suelo sin vida». Y lo más impactante es la tranquilidad con que se hacía todo eso y a todos los niveles de la sociedad. En una historia de Tasmania de 1839, escrita por un visitante llamado Melville, el autor cuenta que salió un día con «un respetable joven caballero» a cazar canguros. Al doblar un recodo, el joven caballero atisbó una forma agazapada tras un árbol caído. Fue a investigar y «al ver que sólo era un nativo —escribió el abrumado Melville—, apoyó el rifle en su pecho y lo mató sin más».

Este comportamiento no se trataba como un delito; por el contrario, era tolerado oficialmente. En 1805, el juez de Nueva Gales del Sur, el cargo judicial más importante del país, declaró que los aborígenes no tenían disciplina ni capacidad mental para someterse a un proceso judicial; en lugar de abrumar a los tribunales con sus quejas, se dijo a los colonos que buscaran los nativos delincuentes y les «infligieran el castigo que se merecieran»: la invitación más clara al genocidio que hay en la legislación inglesa. Cincuenta años después, nuestro viejo amigo Lachlan Macquarie autorizó a los soldados de la región de Hawkesbury a disparar contra cualquier grupo de aborígenes superior a seis personas, aunque no fueran armados ni tuvieran intención delictiva, incluso si había mujeres y niños entre ellos. A veces, con el pretexto de la compasión, se daba a los aborígenes comida envenenada. Pilger cita un informe del gobierno de Queensland de mediados del siglo
XIX
: «[Se dio] a los negros […] algo horroroso para que estuvieran tranquilos […] las raciones contenían una gran cantidad de estricnina y nadie entre la muchedumbre intentó escapar». Con «muchedumbre» se está refiriendo a cien hombres, mujeres y niños desarmados.

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