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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (2 page)

BOOK: Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy
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¿Quiénes construyeron Teotihuacán?

«El lugar de los que siguen el camino de los dioses.» Esto es lo que significa el nombre de Teotihuacán, la más grande, deslumbrante y mágica ciudad precolombina de Mesoamérica. Y aunque su construcción se atribuye a los sangrientos aztecas, lo cierto es que, cuando estos hombres deambulaban por esta gigantesca urbe hecha «a medida de los dioses», sus enormes pirámides llevaban muchos siglos en pie. Ellos la encontraron allí y la ocuparon, pero de sus constructores no sabían nada más que lo que sus leyendas les decían. Y esas tradiciones les obligaban a mirar a las estrellas para encontrar a los arquitectos de una ciudad que, en su momento de esplendor, llegó a estar ocupada por más de 250.000 habitantes. Esto quiere decir que, en el siglo IV, en la época de la Roma de Constantino, Teotihuacán era la más populosa de las ciudades que existían en la faz de la Tierra.

Cuando los aztecas llegaron a Teotihuacán, la encontraron cubierta por una espesa vegetación que casi hacía imposible distinguir nada bajo ella. Pero en cuanto se empezó a despejar de verde toda la planicie —ubicada a cincuenta kilómetros al norte de México D. F.— quedó al descubierto una impresionante ciudadela construida a partir de una avenida central a la que posteriormente se ha llamado Calle de los Muertos, al final de la cual se encontraba la pirámide de la Luna, mientras que a mitad de recorrido se edificó la pirámide del Sol, de 228 metros de lado y 64 de altura, un gigantesco monumento compuesto por dos millones y medio de ladrillos cocidos al sol. Para levantarla, al igual que se descubrió en la gran pirámide de Keops, sus constructores emplearon entre sus medidas el número pi, a pesar de que, oficialmente, dicha constante matemática no fue utilizada en América hasta tiempos relativamente recientes.

Las investigaciones nos obligan a aceptar que los constructores de esta urbe disponían de conocimientos astronómicos muy avanzados, cuando se analizó la orientación de la Calle de los Muertos. Por lógica, y como suele ocurrir en todas las construcciones del pasado, dicha orientación debía ser sur-norte o norte-sur, es decir, que debía seguir las pautas de los puntos cardinales. Sin embargo, los investigadores se encontraron con algo sorprendente. El primero en descubrirlo fue Stansbury Hagar, del Departamento de Etnología del Instituto Brooklyn. Averiguó que existían en torno al eje central de Teotihuacán una serie de alineaciones astronómicas que posteriormente fueron confirmadas por otros estudiosos. Dedujo que, entre otras cosas, los monumentos de esta ciudad reflejaban posiciones orbitales de planetas del sistema solar como Júpiter, Urano, Neptuno o Plutón. El problema es que, cuando esa ciudad fue construida, nadie en el mundo sabía de la existencia de esos planetas, cuyo hallazgo por parte de los astrónomos se produjo mucho después.

La pirámide del Sol es probable que fuera construida para señalar el centro del universo.

Nadie ha podido datar la construcción de la ciudad. Eso sí, partiendo de los datos estelares reflejados en la singular distribución de sus principales monumentos, algunos estudiosos han supuesto que puede tener entre tres mil quinientos y seis mil años de antigüedad.

Pero entonces, según la cronología oficial, la civilización apenas se había desarrollado en América. Sin embargo, las alineaciones astronómicas obligan a mirar en esa dirección por mucho que no encontremos referencias exactas de la existencia de un pueblo capaz de semejantes prodigios arquitectónicos.

Podría sospecharse que los constructores fueron los olmecas, que habían sido los primeros en dejar un legado arqueológico de consideración y cuya antigüedad podría ser superior a los tres mil años. Aun así, el misterio no se aclara, puesto que el mismo origen de los olmecas es otro enigma. De ellos conocemos unos bustos que dejaron clavados en las tierras de México y que representan su rostro, en cuyos rasgos negroides se identifican hombres llegados desde lejanos continentes que en absoluto presentan rasgos indígenas. Quizá la existencia —no reconocida oficialmente— de conexiones entre antiguas civilizaciones puede explicar mejor el origen de los pueblos que levantaron esta imponente ciudad. ¿Acaso esta suerte de intercambio cultural es la explicación para las sorprendentes coincidencias matemáticas entre la pirámide del Sol y la gran pirámide de Keops? Como hipótesis parece totalmente válida…

Aun con todo, los enigmas que rodean a esta ciudad siguen siendo irresolubles. Sirva citar un último dato: la mica que recubría dicha pirámide en el corazón de México procedía de una cantera ubicada en el Amazonas, a más de tres mil quinientos kilómetros de distancia. Según el guión oficial de la historia, nadie puede justificar cómo estos hombres pudieron desplazar la mica desde tan lejanos enclaves sin disponer —en apariencia— del desarrollo adecuado para hacerlo.

Todo esto quiere decir que, sin lugar a dudas, quienes levantaron la «ciudad de los dioses» eran hombres de saberes fluviales, arquitectónicos y astronómicos superiores a los propios de la época. Es como si en el libro de nuestra historia pasada se hubiera perdido algún eslabón que quizá pueda esconder el secreto de las antiguas civilizaciones…

¿A qué fines sirvió Stonehenge?

Es el principal monumento prehistórico del Reino Unido y uno de los grandes enigmas de nuestra civilización. Sito a unos cien kilómetros de Londres en las llanuras de Salisbury, hoy en día sigue provocando debate entre historiadores y curiosos, los cuales no se ponen de acuerdo sobre las verdaderas causas por las que fue construido este impresionante conjunto megalítico.

Mucho se ha elucubrado sobre los albores de Stonehenge, y en ello por supuesto que la leyenda también ha jugado una baza importante. Durante siglos, en los que la arqueología no era precisamente una disciplina esencial, hubo autores que a la ligera se aventuraron a formular sus particulares hipótesis. Folclore, tradición y costumbres ofrecieron una miscelánea amplísima sobre los orígenes de Stonehenge.

En la actualidad, gracias a rigurosos estudios científicos podemos afirmar que hace unos cinco mil años existió una cultura en tierras británicas que buscó en el Sol y en la Luna las fuentes de inspiración espiritual necesarias para crecer como sociedad. Curiosamente, esta búsqueda de referencias religiosas fue común en todas las poblaciones humanas de la época. Era el momento de levantar grandes construcciones que miraran directamente al cielo en el anhelo de conectar decididamente con los dioses o astros protectores. De esa forma, mientras en el 2800 a.C. se erigía el gran santuario de Stonehenge, en otras partes del planeta se alzaban edificaciones megalíticas que parecían pertenecer a una misma idea. Lo curioso es que, según la ciencia ortodoxa, en ese periodo prácticamente era imposible pensar en una comunicación fluida entre los pueblos moradores del planeta Tierra. ¿Cómo puede ser entonces que se parezcan tanto los círculos de piedra localizados en África, América y Europa? La pregunta es sumamente difícil de resolver. No obstante, algo debió de ocurrir que por el momento es complicado explicar, al menos para la más acérrima ortodoxia. Pero, mientras tanto, centrémonos en la historia de este maravilloso enclave astronómico de la Antigüedad.

Stonehenge fue concebido, como ya hemos dicho, hacia el año 2800 a.C., y el sitio no fue seguramente elegido al azar, lo que demuestra el inmenso esfuerzo de unas gentes que en aquella época tuvieron que trasladar unos enormes bloques de piedra de hasta treinta y cinco toneladas desde las montañas de Marlborough Downs, situadas a unos treinta kilómetros del lugar. El primer Stonehenge quedó configurado con un terraplén y un foso circular. Se colocaron las piedras y los montículos conocidos como «las cuatro estaciones», así como la «piedra talón», en el camino de acceso. Además se hicieron cincuenta y seis orificios llamados círculos de Aubrey en homenaje a su descubridor; quedaba clara la intencionalidad de la obra primigenia, un lugar sacro donde se adorara a la Luna y al Sol, un sitio que sirviera como receptáculo de los rayos indicadores de los solsticios, un cronómetro exacto que estrechara lazos entre hombres y deidades.

Hace cinco mil años la civilización pobladora de Gran Bretaña prosperó comercialmente, muestra de ello son las decenas de túmulos funerarios que rodean Stonehenge. En esas tumbas los arqueólogos han ido encontrando pruebas sobre una floreciente cultura que gustaba de adornarse con ricos ornamentos y exquisitos ajuares, dato este que nos sirve para adentrarnos en la segunda fase de Stonehenge. Llegamos al 2100 a.C., cuando los pobladores, presumiblemente una tribu o etnia llamada vickers, fueron capaces de transportar desde las místicas montañas galesas de Preseli sitas a unos 385 km de Stonehenge ochenta enormes rocas que servirán para dar un nuevo aspecto al santuario. Eran piedras de enorme poder y de tremendo influjo. Si bien a simple vista no parecían otra cosa que vulgares piedras, sin embargo cuando eran bañadas por la luz lunar, su color se transformaba en azulado; de ahí su legendario nombre:
bluestones
. El transporte de las piedras azules debió de ser complejo, dado que cada una de ellas superaba con creces las dos toneladas. Se presume que fueron llevadas en balsas por la costa galesa para luego remontar el río Avon hasta una zona donde, gracias a la colaboración de fuertes rodillos, eran empujadas hasta su destino final en Stonehenge. Una vez allí, conformaron un círculo y un semicírculo en herradura que protegieron el enclave original.

Hacia el 1500 a.C. se acometió la tercera y definitiva fase de remodelación, desplazando hacia el interior las piedras azules y alzándose la hoy llamada «piedra de altar». Esta piedra fue también transportada desde el sur de Gales. Así pues, Stonehenge no fue flor de un día, sino una empresa que se prolongó a lo largo de varios siglos con diversas fases y revisiones, pero siempre con un mismo propósito: el de rendir culto religioso a las manifestaciones más esplendorosas del firmamento.

Los cálculos, las medidas y la exactitud con las que se colocaron aquellas piedras siguen asombrando a los más rigurosos, que, aún hoy, se siguen preguntando cómo fue posible gestar una maravilla de precisión como ésa en aquellos brumosos momentos de la historia. Misteriosamente, en el año 1100 a.C., Stonehenge parece haber sido abandonado a su suerte, sólo los druidas celtas, auténticos herederos de aquellos arcanos conocimientos, mantuvieron los viejos oficios en el afán de permanecer en contacto con las entidades benefactoras. Ellos son sus últimos custodios hasta que alguien consiga descifrar este gran enigma.

¿Dónde estaba Tartessos?

Uno de los mayores misterios para la arqueología europea es, sin duda, ubicar exactamente la presunta localización de la mítica ciudad de Tartessos. Hoy en día, la escasez de pruebas concretas nos impide certificar que existiera semejante urbe, más bien lo que podemos deducir es que Tartessos fue una entidad territorial conformada por diversas poblaciones bajo el mando de una autoridad única. Según los textos del historiador griego Herodoto, hacia el siglo V a.C. una nave con tripulantes focenses, provenientes por tanto de la región jónica, fue desviada, por causas climatológicas, unos kilómetros más allá de las famosas columnas de Hércules. La supuesta desgracia se tornó en alegría cuando los marineros griegos contactaron con una cultura que parecía navegar en la más abrumadora abundancia. Sorprendidos por el hallazgo, trabaron amistad con el rey de aquel pueblo. Su nombre era Argantonio, quien, nacido en el 670 a.C., había llegado al trono de Tartessos cuarenta años después y perdurado en él otros ochenta años. Según algunas indagaciones efectuadas por diferentes estudiosos, los tartesios tendrían origen griego y habrían llegado a la zona con evidente interés colonizador, dados los inmejorables recursos naturales que ofrecía aquella tierra. Argantonio conservaba el arraigo de su país ancestral y, por eso, no es de extrañar que recibiera con generosidad y cariño la llegada de los focios y les entregara, según la narración de Herodoto, oro suficiente para permitirles la construcción de una muralla en su ciudad de origen, a fin de protegerles de los reiterados ataques persas. Esta hipótesis puede ser tan válida como las que sostienen el origen indoeuropeo de los tartesios.

Lo cierto es que, durante siglos, las tradiciones griegas y romanas mantuvieron firme el relato sobre Tartessos. En dichas historias siempre se hablaba de aquel reino como tierra de promisión y riquezas inagotables. Pero un territorio de tanta grandiosidad no puede desaparecer como por ensalmo. Entonces, ¿dónde está la capital que lo represente? Es difícil conjeturar sobre este extremo. Hoy en día lo único tangible de lo que disponemos son algunas muestras cerámicas, sepulcros llenos de rico ajuar en las necrópolis, tesoros como el de Ebora o el del Carambolo y poco más. Sí sabemos, en cambio, que la cultura tartesia existió y que se desarrolló, probablemente entre el 1200 y el 550 a.C. La arqueología nos impide por el momento certificar la existencia de una capital o ciudad epicentro de un reino, pero sí podemos presumir que esta cultura se extendió territorialmente desde Huelva hasta Cartagena ocupando casi todo el sur de la península Ibérica. Los tartesios pudieron florecer económicamente gracias a sus enormes recursos minerales. Eso nos invita a pensar que las minas onubenses estuvieron muy cerca del lugar en el que se asentó la monarquía. Y, si tenemos en cuenta relatos históricos e investigaciones posteriores a cargo de expertos como Adolf Schulten, Blanco Freijeiro o José María Blázquez, podemos aventurar que, de existir una ciudad, ésta debería estar entre Cádiz y Huelva, acaso cerca de las marismas del río Guadalquivir, en ese magnífico Coto de Doñana que el siempre vehemente Schulten intentó levantar por entero en los años 23-25 del siglo XX, sin que tuviera fortuna alguna. Tartessos sigue constituyendo un grave problema para los historiadores de ese tiempo tan difícil de catalogar. Pensar en una sociedad minera y artesana que creció en torno a simples edificaciones borradas por el paso de los siglos se nos pone muy cuesta arriba, máxime a sabiendas de que dispusieron de un gran potencial económico, lo que les permitió comerciar con otros pueblos mediterráneos. En los restos encontrados no faltan testimonios de ello con una suerte de piezas evocadoras de otras latitudes tales como la egipcia o la fenicia. Precisamente, algunos piensan que los pobladores del actual Líbano fundaron Cádiz con el propósito de negociar con los tartesios.

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