Entrelazados (29 page)

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Authors: Gena Showalter

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Entrelazados
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Es raro, sin embargo, el hecho de que los únicos pacientes que se preocupan por A. son los que también ven cosas que no están ahí, y hablan con gente que no está ahí, y creen que han salido del infierno.

Durante las sesiones de terapia, les he preguntado a algunos la razón por la que miran con tanta intensidad a A. Las respuestas eran la misma: «Él me atrae».

Eso me asombra cada vez que lo oigo, porque yo me sentí atraído a esta clínica mental con la misma intensidad con la que ellos se sintieron atraídos por el chico. Pasé conduciendo junto a ella y sentí la imperiosa necesidad de trabajar aquí, aunque ya tenía trabajo. Un trabajo con un buen sueldo en una clínica privada, que no tenía intención de abandonar. Podría haber ascendido y haberme convertido en socio. Sin embargo, todo aquello perdió importancia cuando pasé junto al Hospital Psiquiátrico de Kingsgate.

Quería entrar. Tenía que entrar. Quería estar aquí, y quedarme aquí para siempre. Lo que más me sorprendió de mi impulso fue que mi hija, que también iba en el coche, lloró cuando pasamos junto al hospital. Estaba muy contenta en el asiento trasero del coche, cuando de repente, estalló en sollozos. Le pregunté qué le pasaba, pero ella no me respondió. Se frotó el pecho como si le doliera, y fue incapaz de explicármelo.

Nunca volví a llevarla allí, pero yo sí fui. La necesidad de estar allí aumentó. Y cuando vi a A. por primera vez, tuve el impulso de abrazarlo, como si fuera un miembro muy querido de mi familia. ¿Me estaba volviendo loco?

17 de febrero

El paciente A. ha recibido una paliza hoy. El culpable ha declarado que sólo quería que desapareciera su ansiedad por estar junto a A., que no podía seguir viviendo con la soga que lo ataba al chico.

Por fin pude darle un abrazo a A. Él no lo recordará, por supuesto, porque estaba inconsciente y sedado, y es mejor para los dos. No puedo darle lo que necesita, la pertenencia a un lugar. Sin embargo, no quería separarme de él. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

De nuevo me pregunto qué me sucede.

18 de febrero

El paciente A. se está recuperando bien. Hablé con él brevemente, pero los analgésicos lo habían dejado atontado y era difícil entender lo que decía. Creo que en un momento dado me llamó Julian, pero no estoy seguro.

Tiene que haber algún modo de ayudarlo. Tiene que haber algo que pueda hacer por él. Es un niño bueno, con un buen corazón. Otro paciente lo visitó, y se quedó mirando su gelatina de frutas. A. se la ofreció sin dudarlo, aunque sabía que eso era lo único que podía comer, y que no le darían otra. Bueno, no deberían haberle dado otra. Yo le llevé dos una hora después.

21 de febrero

Mi primera sesión de verdad con el paciente A. Varios doctores le han diagnosticado esquizofrenia y francamente, aunque es muy poco corriente en niños menores de dieciséis años, entiendo el motivo. Tiene tendencia a encerrarse en sí mismo durante las conversaciones, y habla con gente que no está presente.

Yo no estoy seguro de que sea esquizofrénico. Y no sólo porque la enfermedad sea rara en los niños. Para ser sincero, esas dudas me disgustan. Sólo las he tenido en otra ocasión, y aquello terminó en un desastre que todavía no he podido superar. El dolor todavía me corroe. Pero ésa es una historia para otro diario.

Antes de recibir al paciente A. revisé su expediente y encontré algo interesante. Desde que ingresó en la clínica, hace tres meses, ha escapado dos veces de una habitación cerrada. Ha desaparecido sin más, sin dejar ninguna pista de cómo ha podido conseguirlo. En ambas ocasiones ha vuelto a aparecer en habitaciones a las que no debería haber podido acceder. Todos piensan que ha aprendido a forzar cerraduras, y que cree que es un juego divertido e inofensivo. Sin embargo, a mí me inquieta. He vivido eso antes. No con él, sino con alguien a quien quiero.

Supongo que no voy a esperar a escribir otro diario para abordar este tema. La madre de mi hija hacía lo mismo. Antes de su embarazo. Entraba en una habitación, se dirigía hacia mí, y se desvanecía ante mis ojos. Yo la buscaba por toda la casa, pero no la encontraba. Esto ocurrió seis veces. Seis malditas veces. Normalmente, aparecía de nuevo unos minutos después. Una vez, sin embargo, su desaparición duró dos días.

Todas las veces le pregunté adónde había ido, cómo se había ido. En cada una de las ocasiones me respondió lo mismo, entre sollozos. Que había viajado a una versión más joven de sí misma. Que había viajado en el tiempo. Yo sabía que no era posible, pero ella se empeñaba en que sí. Oh, la amaba tanto… Todavía la amo. No puedo ocultarlo, aunque debería. Es una pena que la fallara. Según ella, sólo se sintió normal durante los nueve meses en que estuvo embarazada de mi preciosa hija. Y después de eso, bueno, no tuve la oportunidad de ayudar.

A Mary Ann le temblaba la mano al pasar la página del diario de su padre. Riley y ella lo habían robado de su despacho mientras él dormía, con la cabeza apoyada en el teclado del ordenador. Se había quedado dormido mientras leía sus notas sobre Aden, o mejor dicho sobre el paciente

A. Así pues, habían tenido que quitárselas de debajo de la cara. El hecho de que las tuviera allí, tan fácilmente accesibles, era asombroso, pero demostraban lo mucho que significaban para él. Y tal vez, la frecuencia con la que las leía.

Ella había estado llorando desde entonces, con el estómago encogido. Al principio, el término «paciente A.» le había molestado, pero entonces se había dado cuenta de que era la forma en que su padre protegía la privacidad de Aden, y las cosas que había tenido que soportar… La pena que sentía su padre por las dudas sobre la enfermedad del niño… La manera en que su padre escribía sobre su madre, como si ya hubiera muerto en aquel momento… Todo aquello había desbordado a Mary Ann.

Cuando su padre había escrito aquel diario, su madre estaba viva, bien de salud, en casa con Mary Ann. ¿Y por qué no podía dejar que los demás supieran que amaba a su esposa? ¿No era algo de lo que debían estar orgullosos los maridos y las mujeres?

Temblando, Mary Ann continuó con la lectura…

1 de marzo

Mi segunda sesión con el paciente A.

El día anterior hubo una pelea, y todos los pacientes se habían puesto frenéticos. Parece que A. le dijo a uno de los pacientes que iba a morir ese mismo día con un tenedor clavado en la garganta. El paciente se enfureció y agredió a A. Los pacientes que estaban alrededor se unieron a la pelea. Los enfermeros se apresuraron a separar a los enfermos y a inyectarles sedantes. Sin embargo, debajo del montón de pacientes encontraron al enfermo cuya muerte había predicho A., con un tenedor clavado en la garganta, y rodeado de un charco de sangre.

A. no era el culpable, eso lo sabemos. Él se las había arreglado para salir de la muchedumbre y para pegarse contra la pared, y también tenía una herida en el costado. Además, otro de los pacientes todavía tenía agarrado el tenedor y lo clavaba con fuerza en el cuello de la víctima. ¿Había cometido el asesinato aquel paciente por lo que había dicho A.? ¿Cómo sabía A. que el chico llevaba un tenedor escondido en la manga? ¿Lo había visto y tenía la esperanza de que el otro paciente lo usara tal y como él había descrito? ¿Una profecía interesada?

Cuando le hice a A. estas preguntas, no me respondió. Pobre niño. Seguramente pensaba que se iba a meter en un lío. O tal vez fuera la culpabilidad. O el dolor. Tengo que llegar a él, tengo que ganarme su confianza.

4 de marzo

Después de mi sesión anterior con el paciente A., todavía estaba un poco agitado. Tal vez debería haber esperado para volver a verlo. Tal vez entonces, nuestra tercera sesión no habría sido la última.

A. estaba distinto hoy. Tenía algo que… Sus ojos eran demasiado adultos para su edad. Estaban llenos de conocimiento, de un conocimiento que no habría podido poseer un niño de once años. A mí me costaba mirarlo.

Al principio, todo fue tal y como yo esperaba. Empezó a responder a mis preguntas, sin evadirse, como de costumbre, sino permitiéndome por fin ver algo de su mente, y atisbar por qué hace las cosas que hace. Por qué dice las cosas que dice. Lo que piensa que sucede en su cabeza. Su respuesta es que tiene cuatro almas humanas atrapadas en su interior.

Yo rechacé esa explicación como si fuera su manera de enfrentarse a lo que le sucedía. Hasta que mencionó a Eve. Eso me intrigó mucho. Eve era una persona que supuestamente puede viajar en el tiempo. Exactamente igual que mi mujer, según ella.

Todo lo que decía A. tenía relación con las explicaciones de mi esposa. No sólo viajaban al pasado, sino a sus propios cuerpos. Cambiaban las cosas, y sabían diferentes cosas. Si a eso se le añadían las desapariciones y el hecho de que los ojos de A. se volvían castaños, cuando normalmente eran negros… Por un momento pensé que estaba hablando con la madre de Mary Ann.

La sensación me perturbó, tengo que admitirlo. Me perturbó tanto, que me enfurecí. Incluso eché a A. de mi consulta. Él sólo podía saber cosas acerca de mi mujer si hubiera entrado allí y hubiera hurgado en los expedientes, y hubiera leído mis diarios privados.

Eso, o estaba diciendo la verdad.

Una parte de mí, la parte que siempre quiso demostrar que mi esposa no tenía una enfermedad mortal, quería creerlo, pero, ¿cómo iba a creer a A. si no la había creído a ella? Le había hecho daño todas y cada una de las veces que ella intentaba explicarme sus experiencias. Destruí su confianza, e hice que pensara que estaba loca. Para creer a A., un extraño, hubiera tenido que admitir que ella estaba en lo cierto, y que yo la había herido sin motivo alguno.

¿Cómo podía vivir con la culpa de haber herido a la mujer a la que quería? No podía, y lo sabía. Así que eché a A. de mi consulta y salí del hospital. Incluso dejé el puesto. El chico había mencionado a mi hija. Hablaba de ella con confianza, y contaba cosas que no podía saber. O que no debería saber. Yo nunca me había sentido tan anonadado ni tan disgustado.

Si creyera que él decía la verdad… No puedo. No puedo hacerlo. Y aunque las cosas que él me dijera fueran ciertas… No puedo.

8 de mayo

Es como si mi esposa hubiera muerto otra vez. No puedo quitarme a A. de la cabeza. Siempre estoy pensando en él, preguntándome cómo está, lo que está haciendo, quién lo está tratando. Sin embargo, no puedo permitirme descolgar el teléfono para preguntar por él. No soy objetivo con ese niño. No pude ayudar al amor de mi vida, así que no puedo ayudarlo a él. Es mejor una separación drástica. ¿Verdad? Eso pensaba yo. Ahora hay dos palabras poderosas que me obsesionan. ¿Y si…?

Mi esposa actual percibe mi preocupación y cree que estoy pensando en otra mujer. En una a la que quiero más que a ella. Yo intento convencerla de que no es cierto, pero los dos sabemos que sí lo es. Nunca la he querido a ella como debería. Siempre he querido a otra.

No debería haber entrado a aquel hospital. Nunca debería haber aceptado el caso de A.

Mary Ann tenía demasiadas preguntas en la cabeza. Había demasiadas cosas que no tenían sentido. Su padre hablaba de su esposa y de su esposa actual. Una era una enferma mental que la había tenido a ella, y la otra estaba cuerda y la había criado. Sin embargo, eran la misma, porque él no había podido tener dos esposas. A menos que…

¿Acaso la mujer que la había criado no era su madre biológica? Aquello tampoco tenía sentido. Mary Ann era igual que su madre. Tenían el mismo grupo sanguíneo. No había duda de que eran de la misma familia.

Y no tenía duda de que su madre la había querido más que a nada en el mundo, como una madre de verdad. La había cuidado cuando estaba enferma, la había abrazado cuando lloraba, y había cantado y bailado con ella cuando estaba contenta. Habían jugado juntas. Aunque Mary Ann no entendiera nada, sí sabía una cosa: había sido una niña querida.

¿Era posible que su padre hubiera estado casado con dos mujeres distintas que se parecían mucho? La primera la había tenido a ella, y la segunda la había criado. Aquello era una posibilidad, pero descabellada. ¿Por qué su padre no se lo había contado nunca?

Aunque no quería hacerlo, le dio el diario a Riley. Él miró el libro, encuadernado en piel, durante un largo rato, y después la miró a ella. No dijo nada. Sólo se inclinó hacia delante y la besó. Con suavidad, con dulzura, para reconfortarla.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Lleva esto al despacho, por favor. No quiero que sepa que lo he leído.

Riley asintió y se marchó, sin dejar de mirarla hasta que desapareció por la esquina. No volvió a su habitación. Estaba amaneciendo, y él tenía que volver. Mary Ann lo sabía, pero lo echaba de menos igualmente. Él la había abrazado mientras leía, y le había dado todo el consuelo que podía.

Mary Ann no podía ir al instituto aquel día. Estaba herida por dentro. Necesitaba soledad para procesar todo lo que había averiguado.

Al oír ruido en la cocina, supo que su padre ya se había levantado. Ella se duchó y se vistió como si fuera a ir al instituto. En la cocina, su padre ya había puesto el desayuno sobre la mesa. Huevos revueltos y tostadas. Estaba sentado en su sitio, escondido detrás del periódico. Mary Ann supo lo disgustado que estaba porque tenía los nudillos blancos mientras sujetaba las hojas del diario por la sección de deportes.

No podía decir nada para aliviarlo sin admitir lo que sabía. Y si comenzaba a hablar con él, sabía que iba a hacerle preguntas que él no podía responder todavía, y que ella misma debía averiguar. Él le estaba ocultando algo, y ella no quería que tuviera oportunidad de mentirle.

Era extraño saber que su padre tenía secretos. Raro, decepcionante y sí, para Mary Ann fue un disgusto. Él le había prometido que siempre sería abierto y sincero con ella. «Y tú le prometiste lo mismo», pensó ella, pero sin embargo, le había mentido sobre grupos de estudio y se había metido en su despacho para leer el expediente de uno de sus casos. De repente, se sintió muy culpable.

—No quiero que vayas con ese chico, Mary Ann.

Aquella frase repentina la sorprendió. Y la severidad de su voz la dejó sin habla.

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