Entrevista con el vampiro (3 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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—¿Salvo por una? ¿Cuál?

—Mi último amanecer —dijo el vampiro—. Esa mañana, yo todavía no era un vampiro. Y presencié mi última madrugada.

La recuerdo claramente; sin embargo, pienso que antes no me había acordado de ningún amanecer. Recuerdo que primero la luz llegó a las puertas vidrieras, algo pálido detrás de las cortinas de lazo, y luego un rayo cada vez más grande y más brillante se paseó entre las hojas de los árboles. Por último, el sol traspasó las mismas ventanas y el lazo quedó en sombras desde el suelo de piedra y, en todas partes, se veía la forma de mi hermana, que aún dormía, sombras de la cortina en el mantón sobre sus hombros y cabeza. Tan pronto como sintió el calor, se quitó el mantón de encima, pero sin despertarse, y luego el sol brilló sobre ella, que apretó los párpados. El resplandor alcanzó la mesa donde descansaba su cabeza sobre los brazos, y la luz destelló, ardiente, en el agua de la jarra. Y la pude sentir en mis manos, sobre el marco de la ventana, y luego en mi rostro. Me quedé en cama pensando en todo lo que me había dicho el vampiro y fue entonces cuando me despedí del alba y me fui a convertir en un vampiro. Fue... mi último amanecer.

El vampiro volvió a mirar la ventana. Y, cuando dejó de hablar, el silencio fue tan súbito que al muchacho le pareció oírlo. Luego pudo escuchar los ruidos de la calle. El ruido de un camión era ensordecedor. El cordón de la luz tembló debido a las vibraciones. Luego el camión dejó de oírse.

—¿Lo extraña? —preguntó luego en voz baja.

—Realmente no —dijo el vampiro—. Hay tantas otras cosas... Pero, ¿en qué estábamos? ¿Quieres saber cómo sucedió, cómo me convertí en vampiro?

—Sí —dijo el joven—. ¿Cómo fue el cambio, exactamente?

—No te lo puedo contar tal cual fue —dijo el vampiro—. Te lo puedo relatar con palabras que harán evidente para ti el valor que tiene para mí. Pero no te lo puedo contar con exactitud, del mismo modo que no podría contarte la experiencia del sexo si nunca la has tenido.

El muchacho pareció estar a punto de hacer otra pregunta, pero, antes de poder hacerla, el vampiro continuó hablando:

—Como te dije, Lestat, mi instructor, quería mi plantación. Una razón muy mundana, por cierto, para darme una vida que durará hasta el fin del mundo, pero él no era una persona que discriminara. Él no consideraba a la pequeña población de vampiros del mundo como un club selecto. Él tenía sus problemas humanos, un padre ciego que no sabía que su hijo era un vampiro y que no debía averiguarlo. La vida en Nueva Orleans se le había vuelto muy difícil, considerando sus necesidades y la obligación de cuidar a su padre, y quería tener Pointe du Lac.

Al atardecer siguiente fuimos a la plantación, escondimos al padre ciego en el dormitorio principal y yo procedí a realizar el cambio. No puedo decir que consistió en un solo paso realmente, aunque uno, por supuesto, era el paso después del cual no era posible el retorno. Pero había varias acciones que hacer y la primera era la muerte del superintendente. Lestat lo atacó mientras dormía. Yo tenía que mirar y aprobar, es decir, presenciar la muerte de una vida humana como prueba de mi decisión y parte de mi cambio. Esto resultó ser lo más difícil para mí. Te he dicho que yo no sentía miedo respecto a mi propia muerte, ni siquiera un prejuicio contra el suicidio. Pero sentía inmensa consideración por la vida de los demás y, hacía poco tiempo, la muerte me había horrorizado debido al fallecimiento de mi hermano. Tuve que presenciar cómo se despertaba el superintendente. Trató de desembarazarse de Lestat con ambas manos, fracasó y luego se quedó luchando bajo el peso de Lestat, y, por último, se quedó tieso, seco de sangre. Y murió. Pero no murió de inmediato. Estuvimos en su angosto dormitorio casi toda una hora viéndolo morir. Fue parte de mi cambio, como te dije. Lestat no lo hubiera hecho de otro modo. Luego fue necesario que nos libráramos del cadáver del superintendente. Yo estaba casi descompuesto. Débil y febril, tenía pocas reservas, y acarrear el cuerpo con esos propósitos me causó náuseas. Lestat se reía y me decía, sarcásticamente, que yo también me sentiría diferente cuando fuera vampiro. Y que también me reiría. Se equivocó en eso. Nunca me río de la muerte, aunque con tanta frecuencia y regularidad yo sea su causante.

Pero deja que relate las cosas en orden. Tuvimos que subir por el camino del río hasta que llegamos al campo abierto y allí dejamos al superintendente. Le desgarramos la chaqueta, le robamos el dinero y nos aseguramos de que tuviera licor en su boca. Yo conocía a su mujer, que vivía en Nueva Orleans, y sabía el estado de desesperación en que caería cuando se descubriese el cadáver. Pero, más que lástima por ella, yo me dolí que jamás se fuera a enterar de lo que había sucedido, que su marido no había estado borracho ni había sido atacado en el camino por ladrones. Cuando golpeamos el cuerpo cubriéndolo de magulladuras, me sentí más y más excitado. Por supuesto, debes darte cuenta de que todo ese tiempo el vampiro Lestat fue extraordinario. Para mí no era más humano que un ángel bíblico. Pero bajo su influencia, mi encantamiento con él era limitado. Yo veía mi transformación en vampiro desde dos puntos de vista. El primero era simplemente de encantamiento. Lestat me había abrumado en mi lecho de muerte. Pero el otro punto de vista era mi desacorde autodestrucción. Mi deseo de estar absolutamente maldito. Esa fue la puerta abierta por la cual Lestat había entrado en las dos primeras ocasiones. Ahora yo no me estaba destruyendo a mí mismo sino a terceros: el superintendente, su mujer, su familia. Me arrepentí y podría haberme escapado de Lestat; mi cordura estaba absolutamente destrozada, pero él presintió, con un instinto infalible, lo que estaba sucediendo. Un instinto infalible... —El vampiro reflexionó—. Déjame decirte lo que es el poderoso instinto de un vampiro, para quien hasta el cambio más imperceptible en las expresiones faciales de un ser humano es tan evidente como un gesto. Lestat tenía un instinto sobrenatural. Me empujó al carruaje y azotó los caballos. "Quiero morir —empecé a murmurar—. Esto es insoportable. Quiero morir. Usted tiene el poder de matarme. Déjeme morir." Me negué a mirarlo, a ser encantado por la mera belleza de su apariencia. Pronunció mi nombre muy suavemente y se rió. Como te he comentado, estaba completamente decidido a tener mi plantación.

—Pero, ¿le hubiera permitido escaparse? —preguntó el muchacho—. ¿En alguna circunstancia?

—No lo sé. Conociendo a Lestat como yo, diría que me hubiera matado antes de dejarme ir. Pero eso era lo que yo quería, ¿ves? No le importó. No, eso era lo que yo creía que quería. Tan pronto como llegamos a la casa, me apeé del carruaje y subí, como un zombi, las escaleras de ladrillo por donde mi hermano había caído. Hacía meses que la casa estaba desocupada, ya que el superintendente tenía su propia casa. El calor y la humedad de Luisiana ya habían dejado sus huellas en los escalones. En cada uno había hierbas y hasta pequeñas flores silvestres. Recuerdo que sentí la humedad cuando me senté en el último escalón y miré hacia abajo e incluso descansé la cabeza en el ladrillo y toqué con mis manos las pequeñas flores silvestres con tallos como de cera. Arranqué un manojo con una mano.

—Quiero morir. Máteme. Máteme —dije al vampiro—. Ahora soy culpable de asesinato. Así no puedo vivir.

Se rió con la impaciencia de la gente que escucha las mentiras de los demás. Y luego, de improviso, me atacó como lo había hecho con el otro hombre. Luché contra él desesperadamente. Puse mis botas contra su pecho y le pateé con toda la fuerza que pude, sintiendo sus dientes clavados en mi garganta y la fiebre golpeándome las sienes. Y, con un movimiento de todo su cuerpo, demasiado rápido para que yo lo viera, súbitamente estaba de pie, mirándome desdeñosamente, desde el pie de la escalera.

—Pensé que querías morir, Louis —dijo.

El muchacho hizo un sonido abrupto y suave cuando el vampiro pronunció su nombre. El vampiro se percató y dijo rápidamente:

—Sí, ése es mi nombre. Bien; me quedé echado, enfrentado a mi propia cobardía y fatuidad —dijo—. Quizá con ese enfrentamiento tan directo, yo, con el tiempo, pudiera haber ganado el valor necesario para suicidarme y no quedarme gimiendo y rogando a otros que lo hicieran por mí. Me vi revolviéndome, languideciendo en mi sufrimiento cotidiano, al que encontré tan necesario como el arrepentimiento en el confesionario; esperando verdaderamente que la muerte me encontrara inconsciente y merecedor del perdón eterno. Y también me vi a mí mismo al tope de la escalera, exactamente donde había estado mi hermano, dejando luego caer mi cuerpo hasta chocar contra el suelo.

Pero no hubo tiempo para adquirir ese valor. O debo decir que no hubo tiempo en el plan de Lestat para ninguna otra cosa que no fuera su plan.

—Ahora, escúchame, Louis —dijo, y se sentó a mi lado en los escalones; sus movimientos fueron tan elegantes y personales que, de inmediato, me hizo pensar en un amante.

Retrocedí. Pero me puso el brazo derecho encima y me acercó a su pecho. Jamás había estado tan cerca de él y, en la luz mortecina, pude ver el magnífico esplendor de sus ojos y la máscara sobrenatural de su piel. Cuando traté de moverme, me apretó los labios con los dedos y me dijo:

—Quédate quieto. Ahora te voy a desangrar hasta que casi mueras, y quiero que estés quieto, tan quieto que puedas oír el flujo de tu misma sangre en mis venas. Son tu conciencia y tu voluntad las que deben mantenerte vivo.

Quise rechazarlo, pero hizo tal presión con sus dedos que me dominó y, tan pronto como dejé mi abortado intento de rebelión, hundió sus dientes en mi cuello.

Al muchacho se le agrandaron los ojos. Se había hundido cada vez más en su silla mientras hablaba el vampiro y ahora tenía la cara tensa, los ojos entrecerrados, como si estuviera aprestándose a lanzar un golpe.

—¿Alguna vez has perdido gran cantidad de sangre? —preguntó el vampiro—. ¿Has tenido esa sensación?

Los labios del muchacho formaron el sonido
no,
pero no le salió ningún sonido por la boca. Carraspeó.

—No —dijo.

—Las velas ardían en la sala del piso superior, donde habíamos planeado la muerte del superintendente. Una lámpara de petróleo oscilaba con la brisa en la galería. Toda esta luz se hizo una sola y empezó a brillar como si una presencia dorada flotara encima, suspendida en el hueco de la escalera, suavemente enredada en las barandillas, girando y contrayéndose como el humo.

—Escucha, mantén los ojos abiertos —me susurró Lestat, con sus labios moviéndose apretados contra mi cuello. Recuerdo que ese movimiento de labios me puso de punta todos los pelos de mi cuerpo; envió una comente sensual por mi cuerpo que no fue muy diferente al placer de la pasión...

Meditó, con los dedos apenas doblados bajo la barbilla y el índice que parecía golpear suavemente.

—El resultado fue que al cabo de unos minutos, yo estaba paralizado por la debilidad. Aterrado, descubrí que ni siquiera podía hablar. Lestat aún me aferraba, por supuesto, y el peso de su brazo era como una barra de hierro. Sentí que retiraba los dientes con tal celeridad que los dos agujeros parecieron enormes; y sentí dolor. Y entonces se agachó sobre mi cabeza indefensa y, quitándome el brazo derecho de encima, se mordió su propia muñeca. La sangre se derramó encima de mi camisa y de mi abrigo y él la contempló con ojos brillantes y entrecerrados. Pareció que la miraba durante una eternidad, y el resplandor de la luz ahora colgaba detrás de su cabeza como el trasfondo de una aparición. Pienso que supe lo que pensaba hacer antes de que lo hiciera. Y yo esperaba, en mi estado indefenso, como si lo hubiera estado esperando hacía años. Me puso su muñeca ensangrentada contra los labios y dijo con firmeza, con algo de impaciencia:

—Louis, bebe.

Y lo hice.

—Con calma —me susurró—. Más aprisa —dijo luego.

Yo bebí, chupando la sangre de la herida, experimentando por primera vez desde mi infancia el placer de chupar los alimentos, con el cuerpo concentrado en una sola fuente vital. Entonces sucedió algo.

El vampiro se apoyó en el respaldo de la silla y frunció un poco el entrecejo.

—Qué patético resulta describir cosas que verdaderamente no pueden describirse —dijo, y su voz fue casi un susurro. El muchacho quedó inmóvil, como si estuviera congelado—. Lo único que vi fue esa luz cuando chupaba la sangre. Y entonces esa cosa... fue un sonido. Al principio un rugido apagado y luego como el tam-tam de un tambor cada vez más frecuente, como si una criatura inmensa se me viniera encima lentamente a través de un bosque oscuro y desconocido, golpeando un gigantesco tambor. Y luego se oyó el sonido de otro tambor, como si otro gigante se acercara detrás del primero, concentrado en su propio tambor, sin prestar la más mínima atención al ritmo del anterior. El sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta que pareció no sólo llenar mis oídos sino todos mis sentidos; estaba latiendo en mis labios, mis dedos, en la piel de mis sienes, en mis venas. Sobre todo, en mis venas, un tambor y luego otro tambor; y entonces, de improviso, Lestat alzó la muñeca y yo abrí los ojos y, en aquel instante, me tuve que dominar para no agarrarle la muñeca y ponérmela de nuevo en la boca a cualquier costo; me dominé porque me di cuenta de que el tambor había sido mi corazón y el segundo tambor había sido el suyo. —El vampiro suspiró—. ¿Comprendes?

El muchacho empezó a hablar y luego sacudió la cabeza:

—No, quiero decir..., sí —dijo—. Quiero decir, yo...

—Por supuesto —dijo el vampiro apartando la mirada.

—Espere, espere—dijo el entrevistador, sobrecogido por la excitación—. La cinta casi ha terminado. Tengo que ponerla del otro lado.

El vampiro lo miró mientras efectuaba la operación.

—¿Qué sucedió entonces? —preguntó el muchacho. Tenía la cara húmeda y se la secó rápidamente con el pañuelo.

—Lo vi todo como un vampiro —dijo, con su voz ahora casi distante, como un poco distraído; luego se recuperó—.

Lestat estaba al pie de la escalera y lo vi como no me había sido posible verlo antes. Antes me había parecido blanco, espantosamente blanco, casi tanto que en la noche parecía luminoso. Y ahora lo veía lleno de su propia vida y su propia sangre; estaba radiante, no luminoso. Y luego vi que no sólo Lestat había cambiado, sino que todo había cambiado.

Fue como si fuera la primera vez que podía ver colores y formas. Estaba tan extasiado con los botones de la chaqueta negra de Lestat que no miré a ninguna otra cosa durante largo rato. Entonces Lestat empezó a reírse y escuché su risa como jamás la había oído antes. Aún recordaba su corazón como el resonar de un tambor y, luego, aquella su risa metálica. Era algo confuso, pues cada sonido corría hacia el próximo sonido como la mezcla de resonancias de una campana, hasta que aprendí a distinguirlos. Y luego se superponían, cada uno muy suave, pero distintos; aumentando, pero discretamente, como lejanas campanas. —El vampiro sonrió, deleitado—. Lejanas campanas.

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