En lugar de la cosecha y el bouquet y los posos de un vino, hablábamos de la efectividad en el uso de la voz en off y del eje de la historia y del desarrollo de personajes.
En los años noventa nos volvimos hacia los libros. Y el lugar de Roger Ebert lo ocupó Oprah Winfrey.
Con todo, la diferencia verdaderamente grande era que se podía cocinar en casa. No se podía hacer una película en casa, eso no. En cambio, sí que se podía escribir un libro. O un guión. Y los guiones se convierten en películas.
El guionista Andrew Kevin Walker dijo una vez que en Los Ángeles nadie está sentado a más de quince metros de un guión. Están en los maleteros de los coches. En los cajones de las mesas de trabajo de la gente. Dentro de los ordenadores portátiles. Siempre listos para ser vendidos. Un billete ganador de lotería en busca de su premio gordo. Un cheque sin cobrar.
Por primera vez en la historia, cinco factores se han alineado para propiciar esta explosión de narraciones. Esos factores, listados sin ningún orden en particular, son:
El tiempo libre.
La tecnología.
El material.
La educación.
El hastío.
El primero parece simple. Hay más gente que tiene más tiempo libre. La gente se jubila y vive más años. Nuestro nivel de vida y nuestra red de protección social permiten a la gente trabajar menos horas. Además, a medida que hay más gente que reconoce el valor de las narraciones —aunque estrictamente como material para libros y películas—, más gente ve la escritura, la lectura y la investigación como algo más que un simple pasatiempo culto. Se está convirtiendo en una verdadera empresa financiera en la que vale la pena invertir tiempo y energía. Contarle a alguien que escribes siempre suscita la pregunta: «¿Qué has publicado?». Nuestra expectativa es: escribir equivale a dinero. O, por lo menos, en el caso de la buena escritura debería ser así. Con todo, sería casi puñeteramente imposible que nadie viera el trabajo de uno de no ser por el segundo factor.
La tecnología. Por una pequeña inversión te pueden publicar en internet y tu trabajo puede ser accesible para millones de personas de todo el mundo. Los impresores y las editoriales pequeñas pueden suministrar cualquier cantidad de libros en tapa dura bajo demanda a cualquiera que tenga dinero para autoeditarse. O publicar por cuenta propia. O publicar por placer. O como quiera llamarlo uno. Cualquiera que sepa usar una fotocopiadora y una grapadora puede publicar un libro. Nunca ha sido tan fácil. Nunca en la historia han llegado tantos libros cada año al mercado. Todos ellos llenos del tercer factor.
Material. A medida que hay más gente que envejece y que tiene toda la experiencia de toda una vida en la memoria, más les preocupa perderla. Perder esos recuerdos. Sus mejores números, sus relatos, sus cantinelas para hacer que toda la mesa se eche a reír a la hora de la cena. Su legado. Su vida. Un simple toque de la enfermedad de Alzheimer y todo puede desaparecer. Además, todas nuestras mejores aventuras parecen encontrarse en el pasado. Así que produce placer revivirlas, plasmarlas sobre el papel. Organizarlas y hacer que todos esos desechos cobren sentido. Darles un envoltorio bonito y pulcro y rematarlo todo con un lacito. El primer volumen de la caja de tres volúmenes que será tu vida. La cinta de los mejores momentos de la liga de fútbol americano de tu vida. Todo reunido, tus razones para hacer lo que hiciste. Tu explicación de por qué, en caso de que alguien sienta curiosidad.
Y gracias a Dios por el factor número cuatro:
La educación. Porque por lo menos todos sabemos teclear. Sabemos dónde poner las comas... más o menos. En general. Tenemos revisión ortográfica automática. No nos da miedo sentarnos y atrevernos a escribir un libro. Stephen King hace que parezca muy fácil. Y hay montones de libros. E Irvine Welsh hace que parezca tan divertido, el último sitio donde puedes tomar drogas y cometer delitos sin que te arresten ni engordes ni te pongas enfermo. Además, llevamos toda la vida leyendo libros. Hemos visto un millón de películas. De hecho, esa es parte de nuestra motivación, el quinto factor:
El hastío. Salvo quizá por seis películas, el resto del videoclub es basura. Y lo mismo pasa con la mayoría de los libros. Basura. Nosotros lo podemos hacer mejor. Conocemos todas las tramas básicas. Todo lo ha analizado Joseph Campbell. Y también John Gardner. Y E. B. White. En lugar de perder más tiempo y dinero en otro libro de mierda, ¿por qué no intentar escribirlo uno mismo? O sea, ¿por qué no?
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Muy bien, muy bien, tal vez hemos tomado un camino que lleva a unas vidas mecánicas y obsesionadas por sí mismas donde cada acontecimiento es reducido a palabras y ángulos de cámara. Cada momento se imagina a través de la lente de un director de fotografía. Cada comentario gracioso o triste es apuntado para venderlo a la menor oportunidad.
Un mundo que Sócrates no podía imaginar, donde la gente examina sus propias vidas, sí, pero solo en términos de posibilidades de película o edición de bolsillo.
Donde una historia ya no es el resultado de una experiencia.
Ni la experiencia tiene lugar a fin de generar una historia.
Es un poco como cuando uno dice: «No lo hagamos, pero digamos que lo hicimos».
La historia —el producto que uno puede vender— se vuelve más importante que el acontecimiento real.
Un peligro de esto es que podemos pasar a toda prisa por la vida, soportando un acontecimiento tras otro, con el simple objeto de crear nuestra lista de experiencias. Nuestra reserva de historias. Y nuestra ansia de relatos puede acabar reduciendo nuestra conciencia de la experiencia en sí. Igual que desconectamos después de ver demasiadas películas de acción y aventuras. Nuestra química corporal no puede tolerar tanta estimulación. O bien nos defendemos inconscientemente fingiendo que no estamos presentes y actuamos como «testigos» distantes o periodistas de nuestra propia vida. Y al hacer eso, dejamos de sentir emociones o de tomar parte activa. Siempre estamos sopesando cuánto vale la historia en efectivo.
Otro peligro es que este pasar a toda prisa por las cosas pueda darnos un entendimiento falso de nuestra propia capacidad. Si ocurren cosas que nos ponen a prueba y las experimentamos únicamente como una historia que puede grabarse y venderse, entonces, ¿habremos vivido? ¿Habremos madurado? ¿O acaso moriremos sintiéndonos vagamente engañados y timados por nuestra vocación de narradores?
Ya hemos visto a gente que usa la «investigación» como coartada para cometer crímenes. Winona Ryder robando en las tiendas como preparación para interpretar a un personaje que roba. Pete Townsend visitando páginas de internet de pornografía infantil a fin de escribir sobre los abusos que sufrió siendo niño.
Nuestra libertad de expresión ya se dirige a una colisión con el resto de las leyes. ¿Cómo se puede escribir sobre un «personaje» violador y sádico si uno nunca ha violado a nadie? ¿Cómo podemos crear películas y libros excitantes e innovadores si únicamente vivimos unas vidas aburridas y reposadas?
Las leyes que lo prohíben a uno conducir por la acera, oír el ruido sordo de la gente al golpear el capó de tu coche, el crujido de los cuerpos al hacer estallar tu parabrisas, esas leyes son económicamente opresivas. Si uno piensa realmente en ello, prohibir el acceso a la heroína y las
snuff movies
es una restricción del derecho al libre comercio. Es imposible escribir libros que sean auténticos sobre la esclavitud si el gobierno hace que sea ilegal poseer esclavos.
Todo lo que esté «basado en hechos reales» es más vendible que la ficción.
Pero entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Por supuesto, no todo son malas noticias.
La mayoría de los talleres de escritura tienen una vertiente de terapia oral.
Existe la idea de la literatura como laboratorio seguro para explorarnos a nosotros mismos y al mundo. Para experimentar con una imagen pública o un personaje o una organización social, para ponerse un disfraz y reproducir un modelo social hasta que este se hunde.
Hay todo eso.
Un aspecto positivo es que tal vez esa conciencia y ese registro de los que hablamos nos lleven a vivir vidas más interesantes. Tal vez así sea menos probable que cometamos una y otra vez los mismos errores. Casarse con otro borracho. Volver a quedarse embarazada. Porque ahora ya sabemos que eso generaría un personaje aburrido y antipático. Un papel de protagonista femenino que Julia Roberts no interpretaría nunca. En lugar de inspirar nuestras vidas en personajes de ficción listos y valientes, tal vez podamos llevar vidas inteligentes y valientes en las que inspirar a nuestros personajes.
Controlar la historia del pasado de uno, registrarla y agotarla, es un talento que puede permitirnos avanzar hacia el futuro y escribir esa historia. En lugar de dejar que la vida tenga lugar, podemos trazar nuestra propia trama personal. Aprenderemos la técnica que necesitemos para aceptar esa responsabilidad. Desarrollaremos nuestra capacidad de imaginar con más y más detalle. Podemos concentrarnos con mayor precisión en lo que queremos lograr y en lo que queremos ser.
¿Quieren ser felices? ¿Quieren estar en paz? ¿Quieren tener buena salud?
Como les diría cualquier buen escritor: abran el paquete que pone «feliz». ¿Qué hay dentro? ¿Cómo pueden demostrar la felicidad sobre la página, ese concepto vago y abstracto? No lo cuenten, muéstrenlo. Muéstrenme la «felicidad».
En este sentido, aprender a escribir implica aprender a mirarse a uno mismo y al mundo muy, muy de cerca. En el peor de los casos, tal vez aprender a escribir nos obligue a mirarlo todo más de cerca, a ver las cosas de verdad. Aunque solo sea para reproducirlas en la página.
Tal vez con un poco más de esfuerzo y reflexión, uno pueda vivir la clase de historia vital que un agente literario querría leer.
O tal vez... tal vez todo este proceso sea nuestro entrenamiento para algo más grande. Si podemos reflexionar y conocer nuestras vidas, podemos permanecer lúcidos y dar forma a nuestros futuros. La inundación de libros y películas que sufrimos —de tramas, planteamientos, nudos y desenlaces— podría ser una forma que tiene la humanidad de hacerse consciente de toda nuestra historia. De nuestras opciones. De todas las formas en que hemos intentado arreglar el mundo en el pasado.
Lo tenemos todo: el tiempo, la tecnología, la experiencia, la educación y el hastío.
¿Y si hicieran una película sobre una guerra y no fuera nadie a verla?
Si somos demasiado perezosos para aprender la historia propiamente dicha, tal vez podamos aprender tramas. Tal vez nuestra sensación de que ya lo hemos visto todo nos salve de declarar la próxima guerra. Si la guerra no «funciona» narrativamente, ¿para qué molestarse? Si la guerra no puede «encontrar un público», si vemos que la guerra «cae» después del primer fin de semana, entonces nadie dará luz verde a otra. Al menos durante mucho, mucho tiempo.
Y finalmente, ¿qué pasaría si a un escritor se le ocurre una historia completamente nueva? Una forma nueva y excitante de vivir, antes...
Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
(Demolition)
Vienen desde las colinas, víctimas sacrificiales de camino a su muerte.
Es viernes, 13 de junio. Hay luna llena.
Vienen cubiertas de adornos. Pintadas de rosa, con enormes morros de cerdo acoplados y con sus orejas blandas de cerdo de color rosa recortándose contra el cielo azul. Vienen con enormes lazos amarillos hechos de contrachapado pintado. Vienen pintadas de color azul brillante y disfrazadas para parecer tiburones gigantes con aletas dorsales. O bien pintadas de verde y llenas de pequeños extraterrestres de ojos rasgados de pie debajo de una antena de radar plateada giratoria y un montón de luces estroboscópicas parpadeantes de colores.
Vienen pintadas de negro y con luces de ambulancia. O pintadas de camuflaje marrón para el desierto y con misiles caricaturescos dibujados a mano volando estruendosamente hacia árabes montados en camellos. Vienen dejando atrás un rastro de humo artificial. Disparando cañones hechos con tuberías y provocando explosiones de pólvora para petardos.
Vienen con nombres como
Patrulla coñil, Vikingo
o
Gangrena de la mala,
procedentes de poblaciones de secano productoras de trigo como Mesa, Cheney y Sprague. Un total de dieciocho víctimas sacrificiales, venidas aquí para morir. Para morir y renacer. Para ser destruidas y salvadas y regresar el año que viene.
Esta noche se trata de romper cosas y arreglarlas. De tener el poder de la vida y la muerte.
Vienen para lo que se llama el «Combate de cosechadoras de Lind».
El lugar es Lind (Washington). La población de Lind se compone de 462 personas que habitan en las colinas resecas de la parte más oriental del estado de Washington. El pueblo tiene su centro en los elevadores de granos de la Union Grain, que discurren en paralelo a las vías de ferrocarril de la Burlington Northern. Las calles numeradas —calle 1, calle 2 y calle 3— también van en paralelo a las vías. Las calles que se cruzan con las vías empiezan con la calle N cuando uno entra en el pueblo desde el oeste, luego viene la calle E. Luego la calle I. De un extremo a otro, las calles deletrean la palabra NEILSON, el apellido de los hermanos James y Dugal, que planificaron el pueblo en 1888.
El cruce más importante, el de la calle 2 y la calle I, está flanqueado por dos edificios comerciales de dos plantas. El edificio más grande del centro del pueblo es la mole art déco descolorida del edificio Phillips, que alberga el cine Empire, cerrado desde hace décadas. El más bonito es el edificio del Whitman Bank, de ladrillo y con el nombre del banco pintado con letras doradas en las ventanas. Al lado está la peluquería Hometown.
El paisaje durante un centenar de kilómetros en cualquier dirección es una extensión de artemisa y planta rodadora, salvo allí donde las suaves colinas han sido aradas para plantar trigo. Allí giran los remolinos de polvo. Las vías del tren conectan los altos elevadores de grano de las poblaciones agrícolas como Lind, Odessa, Kahlotus, Ritzville y Wilbur. En el extremo norte de Lind se elevan las ruinas de cemento del puente de caballete de la carretera de Milwaukee, tan dramático como un acueducto romano.