Esclava de nadie (14 page)

Read Esclava de nadie Online

Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
13.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

Llegó un momento en que se sintió capaz de reconocer a tales mujeres incluso en medio de una multitud: por cómo se movían, por cómo la miraban, por todos aquellos bailes y contoneos de los cuerpos, insinuándose. Y al disponer de su mismo sexo, podía captar Céspedes hasta los más mínimos detalles.

Nunca estuvo segura de que todas ellas, tan contenidas en público, gustaran de tal excitación. Quizá se debiese a sus vidas tan asentadas, atraídas por el riesgo que en ella intuían. Sin duda habían oído que antes llevaba hábitos de hombre. Y les tentaba esa ambigüedad como atraen a muchos varones quienes entre ellos se visten de mujeres a escondidas. La fruta prohibida.

Por el modo en que la observaban pronto entendió que conocían su pasado. Y hasta les habría llegado algún rumor, atribuyéndole los dos sexos. Sus miradas, como dardos, traslucían una curiosidad tan malsana y morbosa que se sentía desnuda cuando iba por la calle. Más de una se le insinuó al verla sola. Y a veces no sabía si interpelaban a la hembra o al varón que en ella barruntaban.

La primera en dar el paso, y la más atrevida, fue la otra hermana del cura, la casada. Algo debió contarle la soltera. Y también quiso probar. En una visita que le hizo, cuando no había nadie más, la asaltó en su cuarto. Se le abalanzó aquella mujer, muy alterada, las mejillas arreboladas, la respiración entrecortada. Le alzó las faldas a Elena, tocándole sus partes. Antes de que pudiera reaccionar, se vio arrojada contra la cama. Y por la furia y empeño que puso en desnudarla, por cómo la acarició y se restregó contra ella y por otras faenas que realizó con no menos denuedo, resultaba imposible saber quién se hallaba en mayor necesidad de aquellos desahogos, si la soltera o la casada.

No terminaron tales asuntos con las dos hermanas, sino que muchas otras vecinas, de uno u otro estado, jóvenes o no tan jóvenes y hasta beatas de misa diaria, empezaron a insinuársele al encontrarla en lugares apartados. Bastaba con su presencia para excitar a todo aquel bravo mujerío que por allí se desparramaba. Como si nunca hubiesen gozado de tales deleites. O como si los varones anduviesen a otros avíos, teniéndolas muy descuidadas.

Al cabo de andar con unas y con otras empezó a fatigarle que tantas hembras le quisieran triscar entre las piernas.

Nunca supo si llegó esto a oídos del párroco o simplemente fue ella quien se cansó de servirle como criada. Lo cierto es que al menor pretexto empezaron ambos a tener violentas discusiones.

Un día estaba Elena en el patio, troceando la leña con un hacha, y reparó en la rueca, a la que solía ponerse en alguna de sus horas libres. Lo hacía por no perder las destrezas que aprendiera en Alhama con el maestro Castillo. Pero ahora, sin saber muy bien por qué, la acometió un odio y violencia incontenibles contra aquel artefacto. Y la emprendió a hachazos con él, dejándolo inservible. Luego, lo echó al fuego.

Pensó con amargura en lo sucedido. Al reconocerla el antiguo patrón en Alhama, Gaspar de Belmar, la había devuelto crudamente a su condición de mujer y criada. Este descenso en la escala social suponía volver a bajar todo el camino que tanto trabajo le había costado ascender. Primero había sido remontar la esclavitud, luego el servicio doméstico, el matrimonio, la maternidad, sus empeños de tejedora y calcetera. Hasta alcanzar el oficio de sastre libre.

Ahora, de un manotazo, la habían puesto a servir con un cura que debía mantenerla bien vigilada. Y que no sólo remachaba ambas condiciones, sino también la de cristiana, apartándola de las sospechas de connivencia con los moriscos, obligándola a atender sus deberes con la Santa Madre Iglesia.

No concluyó ahí la rumia que la corroía. A su fracaso iba a añadirse un nuevo peligro. Supo que Carreño, aquel preso apodado El Sacristán, era trasladado a la cárcel de Jerez por la queja del misionero sobre su conducta en la de Arcos. Y se dio cuenta de que a través de él le llegarían al rufián Heredia noticias suyas. En su estado actual de mujer, sabiéndose su nombre y paradero, propagada su fama por aquellos contornos, vendrían a buscarla tarde o temprano.

No pensaba esperar el remate, la venganza por la cuchillada y los diecisiete puntos con que había adornado la cara a Sietecoños.

Ahora sabía que no bastaba con vestirse de hombre: en el mejor de los casos lo seguirían tomando por morisco. Debía ir más lejos, poniendo solución a aquello de una vez por todas.

Pero ¿cómo?

Sólo empezó a vislumbrar la salida cuando oyó en la plaza el redoble de cajas y tambores. Y se dijo:

«Si es lo que pienso, aquí puede estar la respuesta».

T
ERCERA PARTE
P
RUEBA DE SANGRE

Nuestros abuelos miraron, hace muchos años, este mismo cielo de invierno, alto y triste, y leyeron en él un extraño signo de esperanza y de reposo. Y el más viejo de los caminantes señaló con el largo bastón de su autoridad, mostrándolo a los otros, y después indicó estos campos y dijo:

—Ciertamente aquí descansaremos de toda la vastedad de los caminos de la Diáspora. Ciertamente aquí me enterraréis.

Y fueron enterrados, uno a uno, en Sefarad, todos los que con él llegaban, y los hijos y los nietos también, hasta nosotros…

Por eso, cuando alguien de vez en cuando se detiene y con gesto severo nos pregunta: «¿Por qué os quedáis aquí, en este país áspero y seco, lleno de sangre? No es ciertamente ésta la mejor tierra que encontraréis a través del ancho tiempo de prueba de la Diáspora», nosotros, con una leve sonrisa que nos acerca el recuerdo de los padres y de los abuelos, nos limitamos a responder:

—En nuestro sueño, sí.

Salvador Espriu,
La piel de toro
. (Donde el poeta escribe «Sefarad» el lector acaso pueda entender otras Españas soñadas: Al-Ándalus, Toledo, Ilustración, República…).

J
UAN
T
IZÓN

E
n la oscuridad de su celda, Céspedes aún se revolvía al recordar lo que supuso semejante decisión. Le atormentaba evocar tantos trabajos, fatigas, despeñaderos, desolaciones de ciudades y pueblos. Discordias, asaltos, ruinas, mortandades, gente sitiada y hambreada. Tantos acabados a acero y pólvora, linajes rematados a degüello. La guerra que avanzaba como una oleada de devastación, propagada como la peste, tronchando vidas, convirtiendo los campos en eriales. La sempiterna y maldita guerra.

¿Cuántos enemigos le salieron allí? ¿Cómo conocer las intenciones de quienes se fue encontrando a lo largo de tres años, hasta rematar en La Galera? Y ¿cómo evocar este último lugar y no traer a la memoria a Juan Tizón?

No podía culparlo, aunque fuera el primer eslabón de tan trágica cadena. Pues nada de aquello habría sucedido si él no hubiese llegado a Arcos de la Frontera para entrar en la plaza con la bandera desplegada, envuelto en el redoble de cajas y tambores. Fue entonces cuando la idea cuajó en su cabeza.

Los reclutadores se alojaron en el pueblo y pidieron permiso al cura de Santa María para usar el pórtico de la iglesia. Elena entendió de inmediato que no tendría otra oportunidad como aquélla.

Se presentó Tizón como alférez alistador del capitán don Luis Ponce de León. Allegaba tropas para luchar bajo las enseñas del duque de Arcos, completar una compañía y arrastrarlos a la guerra. Aquella población encabezaba su distrito, y allí exhibió la patente del Rey para levantar hombres.

Era membrudo, recio de pecho y espaldas, fornido de brazos, bien trabado en toda su persona. Un gigantón, en fin, aunque no lo pareciese tanto por andar un poco ladeado. En su rostro destacaban los ojos, uno de ellos negro y punzante como grano de pimienta; el otro, de color extraño y desbaratado. Lo remataba una calva requemada por los soles e intemperies de media Europa.

Concurrido buen número de gentes, se subió Tizón a una mesa, pidió al tambor que redoblara para recabar silencio y se dirigió a los presentes:

—Bien sabéis que los moriscos se rebelaron a finales de diciembre. Hubo que entrar en guerra para desarraigarlos de este reino, donde por tantos siglos han venido tramando traiciones.

Hablaba claro, firme, con cierta elocuencia para ser hombre de armas. Hizo una pausa, calculando el efecto de sus palabras. Y ante los gestos de aprobación del auditorio, prosiguió:

—No será fácil. Ellos conocen la tierra, saben bien las sendas y atajos que sólo transitan sus arrieros. También entienden la fabricación de armas de fuego, escopetas, artificios y molinos de pólvora.

Hubo gritos de los asistentes, que no acalló el alférez. Antes bien, dejó que se despacharan a gusto antes de pedir silencio para continuar:

—Se han concertado estos miserables con los bandoleros de la sierra y los piratas turcos o berberiscos que asolan nuestras costas. Si a los moriscos del reino de Granada se unieran los de Aragón y Valencia podrían juntar hasta cincuenta mil arcabuceros. Y aún podría ser peor si se les suman otros enemigos nuestros, luteranos y demás herejes.

—¿Por dónde anda la guerra ahora? —preguntó uno.

—Lo peor de ella se va a librar en las Alpujarras. Es tierra fragosa y cerrada de peñas, honda de valles, propia para engaños, motines y emboscadas. De gente muy brava que ni siquiera los reyes moros pudieron avasallar. Se burlan de nuestra religión diciendo que adoramos unos palos en cruz o una oblea de harina. Han robado, quemado y destruido las iglesias, despedazado las imágenes, deshecho los altares y afrentado a los sacerdotes. Los han llevado desnudos por las calles y después los han asaeteado o quemado vivos. A alguno le han sacado los ojos y paseado con un cencerro al cuello, mientras le daban palos los muchachos moriscos a quienes doctrinaba en la fe de Cristo.

Un rugido de cólera se iba apoderando de quienes lo escuchaban. El alférez hubo de hacer una señal al tambor ordenándole que redoblara su caja bien templada, imponiendo silencio.

—Para concluir: no penséis estar aquí a salvo, porque todo este reino entra en sus planes. Algunos moriscos han viajado a Argel y pedido socorro a su gobernador, quien ha decretado indulto para los delincuentes que quieran venir a España. Con lo que han pasado a Andalucía ladrones y homicidas de la peor calaña que roban haciendas, matan y fuerzan mujeres. Os preguntaréis cómo pueden campar tan a sus anchas.

Aguardó a que esta pregunta les repercutiera, para contestarla:

—Nos faltan soldados. Hasta el punto de que en algunos lugares las mujeres no han dudado en remangar sus faldas, hacer balas, proveer pólvora, cuidar heridos. Incluso han suplido animosamente a los hombres cuando éstos faltaban, acudiendo a la defensa de los muros. Y con ballestas, lanzas y escopetas han peleado como el más esforzado.

Elena de Céspedes había seguido todo aquel discurso, en especial estas últimas palabras. Y escuchaba ahora a uno de los vecinos, interesándose:

—¿Cuáles son las condiciones de la recluta?

—Se seguirá la costumbre asentada en los concejos —le respondió Tizón—. La gente irá a su costa mientras le dure la comida que pueda llevar en una mochila.

—¿Cuánto da eso de sí?

—Una semana, sobre poco más o menos.

—¿Y después?

—Al cabo de esa semana, los soldados servirán tres meses pagados enteramente por sus pueblos. Los seis siguientes irán a medias entre los municipios y la Real Hacienda. —Y adelantándose a las preguntas que adivinaba, añadió—: Todo ello sin contar el botín que cada cual obtenga en buena ley. Pues es sabido que a más moros, más despojos.

Fueron alzándose las manos de los voluntarios. Tizón se bajó de la mesa, ordenó al escribano que la limpiara y ambos tomaron asiento para recibir las reclutas.

Reparó Céspedes en que el alférez elegía a los hombres sanos y útiles entre los veinte y los cuarenta años. Por las preguntas que les dirigió, dedujo que eran preferibles quienes careciesen de cargas familiares, para no dejar a los suyos sin sustento.

En cuanto al propio Tizón, no tardó en calibrar su hombría, tan de una pieza. Le tenían sus hombres en mucho respeto, admirados de que anduviese a cuerpo tanto en verano como en invierno. Imponía al mirar desde aquella su fornida altura, las barbas erizadas y enhiestas, el pecho como un baúl, capaz de proferir gritos que despeinaban a los soldados bisoños. También, por la mota de pólvora que le empotraba uno de los ojos, dándole un aspecto feroche y como de azufre cuando andaba enojado. Pues, además de esto, llevaba la espada tan bravamente como la vida.

Aunque de natural templado, podía ser también muy arrancado y súbito, de recias palabras, si no alcanzaba a sujetar su cólera. Por más que al cesar en aquellas borrascas le entrara gran pesar de haber ofendido y hasta pidiese perdón por sus intemperancias.

A través de este y otros extremos entendió Elena que no sólo le temían sus hombres, sino que era muy querido de ellos. Pues venía a hacer como las ruedas del coche, que yendo sobre piedra y en terreno áspero se alborotan, pero por tierra llana o arena van muy suaves y quedas.

Supo también, al cabo del tiempo, que había alcanzado la veteranía en los ejércitos de Flandes e Italia, tierras de las que guardaba memoria agridulce.

—No nos estiman mucho —le confesó—. Aquellos que, como nosotros, pretenden ser señores del mundo, de todo el mundo son aborrecidos. Ciudades hay que, para alabarse de ser muy limpias, aseguran no sufrir moscas, piojos ni españoles.

Si había persistido en la milicia fue porque, tras la muerte de los padres allá en su Valladolid natal, los hermanos no lo habían recibido bien a la hora de repartir la herencia. Y aunque a veces suspiraba por una vida más reposada, terminaba admitiendo:

—Al fin y al cabo, mientras cada primavera florezcan los campos y las mujeres, cada verano se recoja el grano, cada otoño se pise la uva en los lagares y yo tenga unas buenas botas para seguir mi camino, no creo que deje esta vida que llevo.

Tales opiniones se las fue comunicando cuando hubo entre ellos alguna confianza. Que no tardaron en tenerla. Pues Elena reparó en que Tizón era delicado de pies. No soportaba calzado que no fuese abierto, de punta ancha, alto de empeine y del más fino cordobán o gamo de Flandes. De modo que mientras estuvo en las escalinatas de la iglesia de Santa María pidió a Céspedes la merced de una palangana de agua. Ella se ganó la voluntad del alférez llevándosela caliente, lo que se agradecía por ser el tiempo frío y apretarle los sabañones. Y ella se los alivió añadiendo verbasco hervido con miel, modo de preparar esta hierba aprendido, como tantas cosas, de los moriscos.

Other books

Maggie and the Master by Sarah Fisher
Sag Harbor by Whitehead Colson
Two Strikes by Holley Trent
Little Black Girl Lost 4 by Keith Lee Johnson
Aeon Legion: Labyrinth by Beaubien, J.P.
My Three Husbands by Swan Adamson
The Seventh Night by Amanda Stevens