Esclava de nadie (21 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—¡Gazul! ¿Qué ha sido de él?

—Fue muerto a pedradas por los muchachos.

Lo dijo sin apenas emoción alguna, con aquella estolidez en la que se empantanaba de tanto en tanto. Pero Céspedes se quedó conmocionado. Y por las divagaciones de Ibrahim en sus lamentos incoherentes vino a deducir que Gazul debía mantener alguna relación con la resistencia morisca. No llegó a saber, sin embargo, qué papel desempeñaba en todo aquello Alonso del Castillo, a quien mencionó el cañero en varias ocasiones.

Aguardó, paciente, a que le volviese la cordura para preguntarle:

—¿Qué pensáis hacer?

—Esperar la muerte. No tengo hijos, ni familia a quien transmitir lo que sé. Tampoco estoy seguro de que ningún cristiano de estos que ahora andan tan ufanos quiera aprender una profesión que obliga a estar de guardia todas las horas del día y todos los días del año. Hay que sobrellevar impertinencias sin cuento. Da poco dinero, poco agradecimiento, poca consideración.

—O sea, que cuando faltéis se irán con vos los secretos del agua, sus manaderos, conducciones y registros.

—Todo se volverá un poco más árido en esta tierra reseca.

Céspedes tuvo sus dudas sobre el empleo que daría Ibrahim a los dineros que le dejó en la mano al despedirlo. Pero había llegado la hora de irse.

Al recorrer aquellos lugares, antes llenos de turbantes y túnicas, los vio ahora ocupados por cristianos con calzas. Toda Granada estaba inundada de ellos. Y de esclavos, tomadas las plazas más concurridas por las milicias reales que cuidaban de su compraventa.

Aquí y allá una patrulla traía la mercancía humana desde las Alpujarras para vender su botín de guerra lo antes posible, sin apenas tiempo para adecentarla. Así venían ellos de rotos y desvencijados. Pues al uno se le veía quebrado de los dientes, al otro torcido de una hernia, a los otros cojos y mellados. Tenían prisa para deshacerse de los prisioneros por ahorrarse su comida, alojamiento y vigilancia.

Tras un tablado donde se voceaba a aquellos desdichados, sus captores echaban cuentas sobre la mesa de una taberna. Se sentó un rato junto al teniente de una compañía con cautivos en su haber, convertido ahora en tesorero. Lo oyó discutir, esgrimiendo papeles en los que habían ido apuntando los gastos generados por sus esclavos:

—Hemos tenido que hacer dos días y medio de viaje para traerlos hasta Granada, y alimentarlos —argumentaba el teniente—. También, contratar arrieros que cobran diez reales por transportar a los más débiles. Y un guarda que los trajera a vender, que son cuatro reales al día. El alquiler diario de esa mesa y banco encima del tablado, donde se sientan los esclavos para la venta en la plaza, supone medio real diario. Ha habido que pagar, asimismo, al pregonero que tiene monopolio para dar bando, y a ese escribano que veis allí y extiende las escrituras de propiedad de los esclavos, de modo que fuese diligente. Y a ello hay que sumar la limosna a la Virgen, Nuestra Señora de la Victoria. Hechos tales descuentos, éste es el reparto: el gobernador del lugar se lleva dieciséis partes; el capitán de la compañía, ocho; yo, que soy el teniente, dos, pero como también mantengo la condición de tesorero, se eleva a cuatro. Y los soldados rasos, una.

Tuvo que irse de allí Céspedes porque le empezaban a entrar bascas. Por un lado, al ver la diferencia de oficiales como aquél con el bravo alférez Juan Tizón, tan ignominiosamente muerto en La Galera. Por otro, porque la relación de gastos le recordaba los papeles de su madre que le entregara el amo Benito de Medina en el cortijo de Alhama. Allí quedaban reducidas a números y contabilidad las vidas y condiciones del esclavo, que conocía tan bien en sus propias carnes.

Pero eso no fue nada al lado de lo que iba a depararle el destierro de los moriscos, para cuya custodia había sido destinado como arcabucero. Cuando al fin llegó la orden de Su Majestad, mandó don Juan de Austria apercibir a la gente de guerra que había en la ciudad y la Vega. Tomadas las puertas y caminos, se echó bando general para que todos los que iban a ser deportados se recogiesen en sus parroquias. Y desde allí se les fue concentrando en el Hospital Real.

Se encogía el ánimo ante aquel espectáculo, viendo tantas personas, de todas edades, tan temerosas. Con las cabezas bajas, las manos cruzadas y los rostros bañados en lágrimas, sin saber qué harían con ellos.

Algunas moriscas, entendiendo que los llevaban a matar, daban grandes voces, se mesaban los cabellos y decían:

—¡Desventurados de vosotros, que os llevan como reses al degolladero! ¡Cuánto mejor os fuera morir en las casas donde nacisteis!

Dejaron a las mujeres en sus hogares un día más, para vender la ropa y buscar algún sustento y dineros con que mantener a sus maridos en el duro viaje que les aguardaba.

Hechas estas providencias, salieron atados, puestos en cuerda, en escuadras de a mil y quinientos moriscos, cada una de ellas con doscientos soldados, veinte caballos y un comisario. Y cuando partían aún lloraban más recio, viendo que dejaban sus casas tan regaladas, cármenes y huertas donde tenían su patria, naturaleza y haciendas. Más atrás aún quedaban desvanecidos en la memoria aquellos moros que anduvieron ufanos con sus borceguíes argentados, sus vestidos de brocado y terciopelo forrados de tafetán, sus puñales sobredorados, adornos de seda, collaretes, cadenas de oro, ajorcas esmaltadas. Ahora suspiraban por todo ello.

Unos llevaban canastos, cestas con sus ollas, sartenes, pucheros, candiles y cántaros. Otros, serones con sus útiles humildes, con los que esperaban ganarse la vida en el destierro, allí donde parasen, si alcanzaban a conservarla. Pues todos padecían mil fatigas, ultrajes e insultos.

Se le desgarraba el alma a Céspedes al ver tal cantidad de niños chiquitos y mujeres, pobres y mal surtidos, a los que era imposible atender en condiciones por venir en número tan crecido. Iban ellos reventando de dolor y lágrimas, llenos de polvo, cargando con sus hijos y enfermos. Vio a una morisca con tres niños a los que tomaba en brazos por turno, por ir ellos cansados. Otros llevaban a un moro viejo en una silla, tan secos sus miembros como su esperanza. Los más afortunados montaban en cabalgaduras con albardones, espuertas, alforjas, cestillas, lienzos, manteles, piezas de lino… Pero la mayor parte andaba a pie padeciendo innumerables trabajos, grandísimas amarguras y agobios, mal vestidos, peor calzados, con esparteñas o lo que encontraron a mano. Llevaban lo que mal podían en hatillos o fardeles. Y hasta por el agua tenían que pagar.

Provocaban harta lástima en los vecinos más compasivos. Uno de ellos dijo a Céspedes, al verlos ahora en tal desventura:

—A decir verdad, si éstos han pecado, bien lo van pagando.

Tan pronto salieron de Granada perdieron cualquier comodidad: cesaron los alojamientos, camas, fuegos de hogar. Que todo fue al raso.

Supo luego que muchos murieron por los caminos. Unos de trabajo, de cansancio, de pesar, de hambre. Otros a hierro, por mano de los mismos que los habían de guardar y que los robaron y vendieron como cautivos. La enfermedad del tabardillo hizo estragos entre ellos y esto acrecentó el rechazo en los lugares por donde pasaban. Cerca de un tercio pereció, y los que llegaron vivos lo hicieron en un estado miserable.

Se dijo que al rendir informe a su hermano el rey Felipe II, don Juan de Austria concluía no en los términos en que suele el soldado, orgulloso de una batalla que le ha traído gloria, sino con estas amargas palabras:

—Al fin, señor, esto es hecho.

Así fenecieron la guerra y el levantamiento. Quedaron sembradas aquellas sierras de innumerables cuerpos sin sepultura, blanqueando sobre los campos las calaveras de los hombres junto a los costillares de los caballos, pedazos de armas, frenos, despojos de jaeces. Quedó la tierra destruida, allanados los campanarios y almenas, los lugares aportillados, los campos llenos de ortigas y malas hierbas, destruidos los molinos, almazaras, hornos, acequias y presas. Los árboles frutales, olivos, viñas e higueras, tan arrasados por la tala que costaría años reponerlos.

Trató Céspedes de obtener las acreditaciones de su licencia militar, pues ellas serían su salvoconducto en lo sucesivo como cristiano y varón. Por aquello había peleado, matado, sufrido mil peligros. Aquélla había sido, en última instancia, la razón de su alistamiento. Y se dirigió para ello a la Audiencia de Granada.

Varias veces llegó hasta el poderoso edificio de la plaza Nueva. Otras tantas le retrajo su torvo perfil y los malos recuerdos que le traía.

No acertaba a poner en orden las razones de aquel rechazo, aunque las intuía, sabedor de que allí se daba cauce legal a todo lo que estaba sucediendo. No sólo se expulsaba a los moriscos alzados, sino también a quienes se habían mantenido leales. Veía así la dificultad de encontrar justicia en aquel orden que empezaba a reinar, donde los antiguos nobles y soldados eran desplazados por aquel gremio de leguleyos y papeleros. Hombres oscuros, grises, parduscos, que se estaban haciendo con todos los resortes del poder. Y con las haciendas de los desterrados mientras éstos se arrastraban por páramos inclementes.

Hasta que un día se atrevió a entrar, venciendo sus resistencias. Y estaba ya esperando turno, con las pólizas a mano, cuando vio llegar a dos hombres que, por la oficina donde entraron, eran quienes se iban a ocupar de su caso. No le costó mucho reconocer a uno de ellos. Era el auditor de los ejércitos Ortega Velázquez, quien tuvo en Villamartín aquella discusión con el alférez Tizón para impedir su alistamiento.

Si sus papeles debía tramitarlos aquel hombre, nada bueno sacaría de allí. Ocasión habría de volver a solicitarlos, provisto de las acreditaciones libradas por el capitán de la compañía.

Fue entonces cuando decidió irse. El aire de la capital del viejo reino se le había vuelto irrespirable, emponzoñado de rezos y campanas, de sueños torcidos, de odios.

Mientras recogía sus cosas, preparando la marcha de Granada, se miró en el espejo. Apenas se reconocía, devastado el rostro por los estragos de la guerra. Las intemperies, la dureza de la vida militar, lo vivido en las Alpujarras, lo habían cambiado para siempre. Desdibujadas las viejas marcas a fuego de las mejillas, sus rasgos estaban endurecidos. Su corazón, también. Le asomaba por los ojos una mirada fría, una gélida determinación. Andando entre lobos, hubo de aprender las dentelladas. Y una alimaña ahíta de sangre le arañaba las entrañas.

C
UARTA PARTE
R
ENACIMIENTO

Si, como Adán, se me permite darle nombre a las cosas descubiertas por mí, debería llamarlo el encanto o la dulzura de Venus, donde se asienta el placer de las mujeres… ¡Oh, mi América, mi nueva tierra descubierta!

El anatomista Mateo Renaldo Colón, reivindicando el descubrimiento del clítoris en su obra
De re anatomica
, Venecia, 1559, libro XI, capítulo XVI.

Tuvo la fortuna de vivir cuando el Renacimiento quema y disipa con la luz antigua de Grecia tantas caliginosas nieblas medievales, luz que alcanzó también, por feliz y extraño momento, a España, y momento que sería, por desdicha para nosotros, fugaz como relámpago. Pronto, por circunstancias del medio y temperamento indígenas, recae España otra vez en el pasado medieval, de donde jamás volverá a salir.

Luis Cernuda, «Helena»,
Ocnos
.

M
ADRID

A
llá al fondo, cerrando la explanada, se alzaba la somnolienta silueta del Alcázar. No había visto una mole semejante, ni tan disforme, desde la Audiencia de Granada. Los delirios verticales de torres y chapiteles acentuaban su desproporcionada traza. Aquel crecer a empellones hasta albergar cerca de cuatrocientas estancias para atender los servicios solicitados por el Rey.

No sólo Felipe II. Todo Madrid centraba su atención en el palacio. La capital bullía alrededor de sus patios. Una turbamulta de intrigantes, pedigüeños y buscavidas acudía allí diariamente a la caza de favores y chismes, difundidos cada tarde por la nube de funcionarios que vomitaban sus despachos.

Antes de llegar a la puerta, Céspedes tuvo que bregar con el alboroto de la plaza, donde esperaban su turno los solicitantes.

Un corro de griegos porfiaba a gritos en su lengua, seguros de no ser entendidos, a la espera del procurador comisionado para su negocio. Tras ellos, un esclavo negro les cuidaba los caballos, atento a los dados que otros sirvientes jugaban sobre una capa extendida en el suelo.

Sorteó a los mendigos que merodeaban una improbable caridad entre un conciliábulo de clérigos. Dio de lado a un grupo de músicos callejeros que templaban sus instrumentos, esperando probar suerte cuando los volatineros italianos concluyeran sus alardes sobre la cuerda floja.

La algarabía se amortiguó al pasar al primer patio, el de la Reina. Céspedes lo atravesó en diagonal para acceder al segundo, el de las Covachuelas. Un perro perseguía a las palomas que allí se aventuraban, haciéndoles alzar el vuelo con sus ladridos. En el pasadizo de bóvedas pululaban las escribanías, para aliviar el trato con toda aquella gravosa maquinaria de papeleos y trámites.

Salvado el control de la guardia española, tomó la escalera para subir hasta la segunda antecámara. Zumbaba la estancia como un avispero, arropando la torre del Despacho Universal, donde los secretarios de Su Majestad bregaban con montañas de legajos llegados desde los cuatro rincones del planeta. Una larga cola bloqueaba la sala de la estampilla, esperando el aval de los sellos reales.

Se sentía cohibido. Hasta que percibió una figura familiar. Dudó al principio de que fuera él. Tan avejentado estaba. Pero al acercarse no le cupo duda: era Alonso del Castillo.

Giró el rostro el intérprete al tocarle en el hombro, alzando instintivamente un cartapacio que llevaba en la mano, en un gesto defensivo.

—Soy Céspedes, hermano de Elena —lo tranquilizó—. Nos conocimos durante la guerra, en el campamento de Padul. Comimos en compañía del alférez Juan Tizón y del intendente Luis Mármol Carvajal.

Se dibujó una mueca de sorpresa en los profundos surcos de su rostro, impecablemente afeitado, antes de preguntarle:

—¿Qué ha sido de vuestra vida y qué os trae por aquí?

Nada contestó al pronto. Imposible dar cuenta en unas pocas palabras de los más de cinco años transcurridos desde entonces. Las secuelas de aquella carnicería le pesaban como una losa. Había tratado de dejarlas atrás, ganándose la vida con su anterior oficio de sastre. Estuvo al menos en media docena de lugares, trotando por todas las Andalucías. Cambiando de posada más de lo que quisiera para no dejar demasiados rastros. Hasta que vio que nada conseguiría allí, en su tierra natal. Pues donde no lo denunciaba un competidor se topaba con alcaldes tan poco hospitalarios como dados a abusos.

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