Esclava de nadie (37 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—Algo se traen entre manos. No he podido explicarme con el gobernador. Me ha dicho que esperase, por ser un día tan decisivo para este juicio. Le he insistido en que precisamente por eso era importante el recado que le traía. Él no me ha dejado terminar, alegando que ya llegaba tarde para presidirlo.

—¿No os habéis identificado?

—Desde luego que sí. Y también he tratado de entregarle la documentación. Pero me ha dicho que se la pasara al secretario. Así lo he hecho.

—Ha debido creer que veníais por la denuncia que cursé contra la violación del derecho de asilo de mi parroquia.

—Seguramente. Ese magistrado, Felipe de Miranda, ha oficiado hace un par de semanas en nombre del gobernador para que vos cesarais en vuestras amenazas de excomunión contra este tribunal y no se entorpeciera la acción de la justicia.

—Pues entonces sólo nos queda esperar acontecimientos. Ahí llegan. Y con no poco retraso.

¿Fue una imaginación suya o el gobernador les miraba con insistencia? Hasta ese momento lo había rehuido, ofendido, sin duda, por su denuncia, esperando que en Toledo lo pusieran en su sitio. Pero quizá ahora le inquietaba verlo en compañía de aquel forastero que lo había abordado y venía también desde la sede primada.

Tras recabar silencio, abrió la sesión. La primera sorpresa fue que no sólo trajeron a Céspedes, sino también a María del Caño.

No era ningún error, como se demostró cuando Jufre de Loaysa cedió la palabra al letrado a cuyo cargo corría la acusación:

—En mi calidad de fiscal, me querello contra Elena de Céspedes, natural de Amaina, y contra María del Caño, vecina de Ciempozuelos, a las cuales acuso criminalmente.

Miró Ayllón al cirujano y por vez primera lo vio verdaderamente desplomado. De nada habían valido sus esfuerzos para dejar al margen a su esposa, sino que la arrastraba al mismo calamitoso desenlace.

Así lo confirmaron las palabras del fiscal:

—Y con toda la gravedad y solemnidad que semejante caso requiere, sostengo que las susodichas reas, con poco temor de Dios Nuestro Señor y en menosprecio de la real justicia, se casaron y velaron
in facie ecclesiae
. Y ello siendo mujer la dicha Elena de Céspedes, a pesar de que anda en hábito de hombre desde hace algunos años, curando como cirujano. Para fingirse lo cual se valió de hechizos y encantamientos, engañando a los médicos que la vieron en Madrid, a fin de que la declarasen varón. Y ha estado casada con la dicha María del Caño, burlándose del santísimo sacramento del matrimonio…

Francisco de Ayllón se dio cuenta de que ahora el gobernador reparaba en sus cuchicheos con el forastero. Aquellas dos acusaciones, hechicería y menosprecio de sacramento, eran más que suficientes para reclamar el caso. Justificaban la presencia de su acompañante en la sala. Y ello por más que se esforzara el fiscal, diciendo:

—Ítem más, han cometido el delito nefando de sodomía, pues la dicha Elena de Céspedes ha tratado con su mujer con un instrumento tieso y liso. Todo ello con la complicidad de la dicha María del Caño, quien sabe que la acusada era mujer y que le bajaba su regla como a las demás. Y como ella misma ha confesado, consintió en ello y lo tuvo por bueno, accediendo muchas veces. De modo que se le llevó su virginidad y la corrompió como al presente se halla, usada de varón.

Tanto daban, también, sus conclusiones:

—Por todo lo cual yo acuso a las dichas Elena de Céspedes y María del Caño de haber cometido muy graves y atroces delitos. Solicito de vuestra merced que en su sentencia se declare y castigue a cada una de ellas como perpetradoras de los mismos. Y se las condene a las mayores penas que les corresponda según derecho, a tenor de las leyes y pragmáticas de estos reinos. Las cuales sean ejecutadas en sus personas y bienes para servir de ejemplo. Juro que no lo hago sino en cumplimiento de la justicia.

Había ya terminado el fiscal, y se disponía a proseguir el gobernador, cuando se le acercó el secretario llevando un papel en la mano. No le costó reconocer aquel documento al acompañante del párroco de San Juan, y previno a éste:

—Ese pliego que le está pasando el escribano a Jufre de Loaysa es el oficio que le he entregado para que se lo hiciese llegar al gobernador.

El cura y el forastero se miraron, expectantes.

Vieron cómo el gobernador lo abría y, tras su examen, palidecía.

—Eso es que ha visto el sello de la Inquisición de Toledo —informó el forastero a Ayllón.

—Sí, suele pasar… —corroboró el párroco con una media sonrisa.

A medida que fue leyendo, Loaysa no pudo evitar que el rostro se le desencajase. A punto estuvo de caérsele la dentadura postiza.

—Mirad su cara —continuó Ayllón.

—¿Qué haríais vos si os quitaran de las manos un caso que acabáis de instruir, poniendo todo vuestro empeño y prestigio en conseguir la condena?

Porque él, como alguacil del Santo Oficio, sabía bien lo que decía aquel pliego. Y también Francisco de Ayllón, por haber escrito la notificación para alertar a los inquisidores de Toledo instándoles a que reclamaran el caso, por entender que caía bajo su jurisdicción:

«En este Santo Oficio se ha sabido que vuestra merced, Martín Jufre de Loaysa, gobernador de la provincia de Castilla en Ocaña, tiene presa a una tal Elena de Céspedes, según la siguiente información que se nos ha hecho llegar.

»Hace un año, sobre poco más o menos, vino a esta población un cirujano al que acusan de que, siendo mujer y llamarse Elena de Céspedes, se casó con María del Caño, vecina de Ciempozuelos. El gobernador de esta villa, por sospecha o aviso, lo prendió. Y al serle tomada declaración sostuvo que era hombre, presentando una fe de su boda y velación en Yepes. También, un escrito de ocho o diez testigos, que lo daban por varón.

»Por su parte, María del Caño declaró en su confesión que el dicho Céspedes era su marido y que la había corrompido e incluso sospechado estar preñada de él. El gobernador mandó entonces a dos médicos, un cirujano y tres comadronas que la examinasen, y todos la dieron por mujer. Mas al ir ratificando los testigos presentados por la dicha Elena de Céspedes, dicen que es verdad que la vieron, tentando sus partes de hombre, y que si ahora es mujer, se deberá a arte del diablo. Razón por la cual me pareció que convenía dar noticia a vuestras mercedes de todo esto, por ser tan extraordinario. Y también por parecerme que compete al Santo Oficio el tal caso, al sospechar que de él resulta menosprecio del sacramento del matrimonio.

»Por todo lo cual, y por entender que les pertenece el conocimiento de esta causa, nos, los señores inquisidores don Lope y don Rodrigo de Mendoza mandamos a vuestra merced que, tan pronto reciba ésta, entregue al alguacil del Santo Oficio, que la llevará consigo, a la dicha Elena de Céspedes, para que la traiga a nuestra presencia. Y entretanto no proceda vuestra merced adelante en este negocio en modo alguno, sino que nos remita el proceso hasta aquí instruido y que contra ella pende. Tan pronto tenga copia del mismo, entregue el original al comisario del Santo Oficio en esa villa, para que nos lo procure de inmediato, certificado por un notario, cerrado y sellado, con cuenta y razón de las hojas de que consta».

S
EXTA PARTE
E
L CUERPO DEL DELITO

No te he otorgado rostro, ni lugar, ni dones propios, ¡oh Adán!, para que seas tú quien los desee, conquiste y posea por sí mismo. La Naturaleza constriñe a otras especies dentro de las precisas leyes que les he prescrito. Pero tú, a quien nada limita, te defines a tu arbitrio. Te coloqué en el centro del mundo para que lo contemplaras mejor. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, libremente, como un hábil pintor o escultor, culmines tu propia forma.

Giovanni Pico della Mirandola,
Discurso sobre la dignidad humana
.

P
ROCEDIMIENTOS

E
l inquisidor Lope de Mendoza terminó su examen del expediente de Céspedes, traído desde Ocaña por el alguacil del Santo Oficio. No necesitaba leer el último documento, porque lo había redactado él mismo:

«Nos los inquisidores contra la herética pravedad y apostasía en la ciudad y reino de Toledo, por autoridad apostólica mandamos a vos, Juan Ruiz Dávila, alguacil de esta Inquisición, que vayáis a la villa de Ocaña y otras cualesquiera partes que fuere necesario y prendáis el cuerpo de Elena de Céspedes, que al presente para en la cárcel de la gobernación, o dondequiera que estuviere, aunque sea en iglesia o lugar sagrado, fuerte o privilegiado. Y, a buen recaudo, traedlo a las cárceles de esta Inquisición y entregadlo a Gaspar de Soria, que hace oficio de alcaide, estando presente uno de los secretarios. Y traed cama en que duerma la susodicha y veinte ducados para sus alimentos, si los tuviere. Para lo cual os damos poder bastante».

Ató las cintas de la carpeta y la dejó a un lado junto con los anteojos. Aún disponía de las suficientes horas para conciliar el sueño. O tratar de hacerlo, antes de empezar el juicio.

¿Por qué le desazonaba tanto? Instrumentos legales no iban a faltarle. Un inquisidor raramente estaba desprovisto de ellos. Antes bien, contaba con innumerables armas forjadas a la medida. Su jurisdicción era prácticamente universal. Así constaba en la carta de comisión que lo facultaba para inquirir contra toda persona de cualquier estado, prerrogativa o dignidad. Tanto daba que fuese hombre o mujer, vivo o muerto, ausente o presente. Que se lo dijeran, si no, al arzobispo Bartolomé de Carranza, titular de aquella sede primada de Toledo, tras ser confesor de Su Majestad, a quien representó en el concilio de Trento. Y, sin embargo, ante el estupor de toda Castilla, sucumbió bajo el brazo del todopoderoso Santo Oficio, sin que nadie, del Rey al Papa, osara enfrentársele.

Si estaba preocupado era porque nunca se había hallado ante un caso así. Y eso que había visto muchos. A aquellas alturas, tras un juicio tan duro como el de Ocaña, cualquier otro reo puesto en el lugar de Céspedes se habría derrumbado tiempo atrás. Ahora habría una segunda ocasión para comprobar su temple. El aislamiento obraba milagros, junto con el secreto inquisitorial, la amenaza constante, la angustia de la condena o el tormento, quebrantando los espíritus más recios. Mendoza conocía bien la erosión y carcoma que corroía a los acusados, alterando su aspecto día a día. Él auscultaba muy de cerca ese transcurso, calculando el momento de acudir con apremios o alivios, hasta que el preso se arrojaba en brazos de sus jueces, buscando la reconciliación.

Claro que eso era antes. Ahora estaban las novedades que venían de todos lados, de las estrellas y planetas o de las navegaciones de los mares. Y, en aquel caso, de las exploraciones anatómicas. ¿Qué continente, qué aparato, qué ocasión y propósito podían compararse con la imponente máquina del cuerpo humano?

Por eso había ordenado que le fuera remitido el ejemplar del Vesalio propiedad del reo. A través de aquel libro esperaba entender mejor los secretos de Céspedes. Un tribunal del Santo Oficio no podía comportarse como el gobernador Jufre de Loaysa. Debía atenerse a un procedimiento mucho más estricto, con todas las garantías.

No sólo contarían sus opiniones, sino también las de los otros inquisidores. Y en especial las de Rodrigo de Mendoza, pariente lejano y su acompañante más habitual. Sin descuidar los pareceres de los médicos, teólogos u otros calificadores, el promotor fiscal, el juez de bienes, notarios y demás escribanos que irían dando cuenta de los interrogatorios, incidencias u otros testimonios habidos dentro y fuera de la sala.

Tras la lectura del expediente, seguía tan confuso como al principio respecto a la cuestión principal: el sexo de aquel o aquella Elen@ de Céspedes. Pero algo sí estaba claro. Y es que debería llevar a cabo su propio interrogatorio, con todos los trámites cumplidos, dejando de lado lo que pretendiera haber establecido el tribunal civil de Ocaña.

No le sorprendió que el reo devolviese el recado de escribir y renunciara, finalmente, a presentar su relación de enemigos o lista de presuntos acusadores. Tenía que resultarle imposible saber quién lo había denunciado, o delimitar con precisión tan prolongada cadena de responsabilidades. Las personas implicadas en su procesamiento, de modo directo o indirecto, se aproximaban a las doscientas. ¿Cómo abarcar el resto de las que habían desfilado a lo largo de su ajetreada vida?

A
NTECEDENTES

D
esde aquella primera audiencia, la de la mañana del diecisiete de julio de mil quinientos ochenta y siete, el inquisidor Lope de Mendoza quiso dejar algo muy claro. Aunque el procesado hubiera sido entregado en hábito de hombre, él lo trataría como mujer. Pues ése era el único sexo establecido con seguridad. Lo demás estaba por probar.

—Tráigase a la acusada —ordenó al alcaide.

Cuando estuvo ante el tribunal, el secretario leyó la fórmula del juramento en forma de derecho. Y el reo prometió decir la verdad tanto en esa audiencia como en las sucesivas hasta la determinación de su causa. También, de guardar secreto de cuanto allí pasara.

—Diga su nombre.

—Eleno de Céspedes.

—¿Eleno? —frunció el ceño el inquisidor. Y dirigiéndose al secretario, añadió—: Escribid Elena.

Volviéndose hacia la acusada, continuó:

—¿De dónde es natural?

—De la ciudad de Alhama.

—Diga su edad.

—De cuarenta y uno a cuarenta y dos años.

—Declare su linaje, el nombre y naturaleza del padre.

—Pedro Hernández, vecino de Alhama, que es labrador y tiene un molino.

—¿Está vivo?

—Así lo creo.

—¿Madre?

—Francisca de Medina, esclava de Benito de Medina, morena de su piel y al presente ya difunta.

—¿Abuelos?

—No conocí a mis abuelos paternos ni maternos, ni sé cómo se llamó ninguno de ellos.

—¿Tíos, hermanos de su padre?

—No sé que los tuviera.

—¿Tíos, hermanos de su madre?

—No le conocí ninguno.

—¿Es casada o soltera?

—A los quince años mis padres me casaron en Alhama con Cristóbal Lombardo, albañil nacido en Jaén.

—¿Dónde fue la boda?

—Nos casamos y velamos en Alhama, donde hicimos vida maridable como tres meses.

—¿Tuvieron hijos?

—Uno, que se llamó también Cristóbal.

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