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Authors: Kerstin Gier

Esmeralda (36 page)

BOOK: Esmeralda
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—¿Solo un cuarto de hora? Entonces deberíamos tener tiempo. Pero en caso de que aparezca por aquí antes de lo esperado, por favor no le digáis que estamos en el tejado.

—Muy bien —dijo Nick mientras Xemerius empezaba a cantar su estúpida canción de «Gidi y Gwendolyn se besan bajo la cornisa».

Lancé una mirada burlona a Gideon.

—Si puedes sustraerte a la contemplación de
Campanilla
, podríamos empezar ahora mismo.

—Por suerte ya sé cómo acaba. —Gideon cogió su mochila y se levantó.

—Hasta luego —dijo detrás de nosotros Caroline en un susurro.

—Sí, hasta luego. Antes de volver a veros besuqueándoos, prefiero seguir viendo trabajar a las hadas —dijo Xemerius—. Uno tiene su orgullo de daimon y no quiere que le acusen de ser un mirón.

No le hice el menor caso y trepé por la estrecha escalera de los deshollinadores hasta la trampilla que conducía al exterior. Era una noche primaveral relativamente cálida, una noche perfecta para hacer una visita al tejado, y de hecho también para besarse. Desde allí arriba se disfrutaba de una maravillosa vista sobre las manzanas más próximas y al este la luna brillaba sobre los tejados.

—¿Dónde te has metido? —llamé hacia abajo en voz baja.

La cabeza rizada de Gideon surgió de la trampilla, y luego el resto de él.

—Entiendo que este sea tu sitio favorito —dijo, y después de dejar su mochila en el suelo se arrodilló con cuidado.

Era la primera vez que me fijaba en que ese lugar poseía realmente, sobre todo de noche, encanto, con el mar de luces centelleantes que se extendían hasta el infinito por detrás de la alambicada cumbrera del tejado. La siguiente vez podríamos hacer un picnic, con cojines blanditos y velas… y Gideon podría traer su violín… y Xemerius tendría —eso esperaba— su día libre.

—¿Por qué sonríes así? —preguntó Gideon.

—Oh, no es nada, solo estaba fantaseando un poco.

Gideon esbozó una mueca cómica.

—¿Ah, es eso? —Miró atentamente alrededor—. Muy bien. Creo que es el momento de decir: la función puede empezar.

Asentí y avancé tanteando con precaución. En esa zona el tejado era plano, pero solo medio metro por detrás de las chimeneas empezaba la pendiente, separada únicamente por una reja de hierro que me llegaba a las rodillas. (E, inmortal o no, caer desde una altura de cuatro pisos no era la idea que tenía de pasar un fin de semana divertido.)

Abrí la tapa de ventilación la primera de las anchas chimeneas.

—¿Por qué precisamente aquí arriba, Gwenny? —oí que preguntaba Gideon detrás de mí.

—Charlotte tiene vértigo —expliqué—. Nunca se atrevería a subir al tejado.

Saqué el pesado hatillo de la chimenea procurando equilibrar bien el peso.

Gideon dio un respingo.

—¡Sobre todo no lo dejes caer! —dijo muy nervioso—. ¡Por favor!

—No te preocupes. —Se me escapó la risa al verlo tan asustado—. Mira, incluso con una pierna puedo.

Gideon soltó algo parecido a un pequeño gimoteo.

—No hay que bromear con estas cosas, Gwenny —dijo con voz entrecortada. Por lo visto, esa clase de misterios marcaban más de lo que yo había imaginado. Me cogió el bulto de las manos y lo meció como si fuera un bebé—. ¿De verdad es…? —empezó.

Detrás de nosotros sentí una corriente de aire frío.

—Pero, ¿qué dices, hombre? —graznó Xemerius sacando la cabeza por la trampilla—. Solo es un viejo queso que Gwendolyn guarda aquí arriba por si le entra hambre por la noche.

Puse los ojos en blanco y le hice una seña para que desapareciera, lo que sorprendentemente hizo. Supongo que
Campanilla
se estaba poniendo interesante.

Entretanto, Gideon había depositado el cronógrafo sobre el tejado, y ahora empezaba a desenvolverlo apartando las tiras de tela con mucho cuidado.

—¿Sabes que Charlotte nos estuvo telefoneando cada diez minutos más o menos para convencernos de que estabas en posesión del cronógrafo? Al final Marley acabó harto de tanta llamada.

—Qué lástima —dije—. Esos dos parecen hechos el uno para el otro.

Gideon asintió. Luego apartó la última tira de tela y contuvo el aliento.

Acaricié delicadamente la madera bien pulida del cronógrafo.

—Aquí lo tenemos.

Gideon calló un momento. Un momento bastante largo, la verdad.

—¿Gideon? —pregunté finalmente un poco inquieta. Leslie me había rogado que esperara unos días más hasta que estuviéramos seguras de que realmente podíamos confiar en él, pero yo me había limitado a negar con la cabeza.

—Sencillamente no lo creí —susurró Gideon por fin—. No creí ni por un segundo que Charlotte tuviera razón. —Me miró, y con esa luz sus ojos se veían oscuros—. ¿Te das cuenta de lo que pasaría si alguien lo supiera?

Me ahorré el trabajo de decirle que de hecho ya lo sabía un buen montón de gente. Pero tal vez porque Gideon parecía de repente tan impresionado, también a mí empezaron a entrarme dudas.

—¿Realmente estamos seguros de querer hacer esto? —pregunté, y noté una desagradable sensación en el estómago que esta vez no tenía nada que ver con el inicio de un viaje en el tiempo.

Que mi abuelo hubiera registrado mi sangre en el cronógrafo era una cosa; pero lo que ahora nos proponíamos hacer era algo muy distinto: íbamos a cerrar el círculo de sangre, y las consecuencias eran imprevisibles, eso formulado positivamente.

Mi memoria recapituló a toda velocidad esos horrorosos versos proféticos que acababan en fatal y final, y aún añadió un par más que combinaban suerte con muerte. Y el hecho de que yo fuera inmortal no hizo que me sintiera un ápice mejor.

Curiosamente, sin embargo, mi inseguridad sacó a Gideon de su ensimismamiento.

—¿Que si queremos hacerlo? —Se inclinó y me dio un besito en la nariz—. ¿Me lo preguntas en serio? —Se quitó la chaqueta y sacó de la mochila el botín de nuestra visita en la Sala de Tratamiento del doctor White—. Muy bien, ya podemos empezar.

Se colocó una cinta de goma en torno al brazo izquierdo, la apretó fuerte, y a continuación cogió una jeringa de un envoltorio de plástico estéril y me sonrió con ironía.

—¿Enfermera? —dijo con tono de mando—. ¡Linterna!

Hice una mueca.

—Bueno, también se puede hacer así, claro —repliqué, y le iluminé la parte interna del codo—. ¡Muy profesional!

—¿Percibo un matiz de burla en tu voz? —Gideon me dirigió una mirada divertida—. ¿Cómo lo hiciste tú?

—Cogí un cuchillo para verduras japonés —expliqué con cierto orgullo—. Y el abuelo recogió la sangre en una taza de té.

—Comprendo. La herida de tu muñeca —dijo, y de pronto ya no parecía nada divertido. Hundió la aguja en su piel y la sangre empezó a fluir hacia la cánula.

—¿Estás seguro de que sabes exactamente lo que tienes que hacer? —pregunté señalando el cronógrafo con la barbilla—. Este trasto tiene tantos registros y cajoncitos que es muy fácil hacer girar la ruedecita equivocada…

—La cronografía es una de las asignaturas que hay que aprobar para alcanzar el grado de adepto, y no hace tanto que pasé por eso.

Gideon me tendió la jeringa con la sangre y se quitó la cinta de goma del brazo.

—Con todo ese trabajo, me pregunto de dónde sacas tiempo para ver obras maestras del cine como
Campanilla
.

Gideon sacudió la cabeza.

—Creo que un poco más de respeto no estaría de más. Pásame la cánula. Y ahora apunta al cronógrafo con la linterna. Así, exacto.

—No me enfadaré si de vez en cuando dices por favor y gracias, ¿sabes? —comenté mientras Gideon introducía gota a gota su sangre en el cronógrafo. Al contrario que Lucas, no le temblaban las manos en absoluto, y pensé que tal vez algún día se convertiría en un buen cirujano.

Me mordisqueé el labio excitada.

—Y tres gotas aquí, bajo la cabeza del león —murmuró Gideon concentrado—. Luego girar esta ruedecita y mover la palanca. Eso es, ya está.

Apartó la cánula e instintivamente yo apagué la linterna.

En el interior del cronógrafo empezaron a girar diversas ruedecitas y se oyeron una serie de crujidos, tableteos y zumbidos, exactamente igual que la última vez. Luego el tableteo se hizo más fuerte y el zumbido más intenso; sonaba casi como una melodía. Y de repente sentí un intenso calor en la cara y me aferré al brazo de Gideon como si una ráfaga de viento fuera a barrernos del tejado. Sin embargo, en lugar de eso solamente empezaron a brillar, una tras otra, todas las piedras preciosas del cronógrafo, el aire centelleó, y mientras que al principio me había dado la sensación de que un fuego ardía en el interior del aparato, en ese momento el aire se hizo de pronto terriblemente frío. La luz titilante se extinguió y las ruedecitas volvieron a pararse. Todo el proceso apenas había durado medio minuto.

Solté a Gideon. El vello del brazo se me había puesto de punta. Me lo froté y dije:

—¿Y eso es todo?

Gideon cogió aire y extendió la mano. Esta vez temblaba un poco.

—Ahora lo veremos —dijo.

Saqué uno de los frasquitos de laboratorio del doctor White del bolsillo y se lo tendí.

—Ve con cuidado. ¡Si es polvo, una ráfaga de viento lo puede hacer volar!

—Tal vez no sea lo peor que podría pasar —murmuró Gideon, y se volvió hacia mí. Sus ojos brillaban—. ¿Te das cuenta? «Bajo la Constelación de los Doce se cumple la sentencia.»

Me importaba un comino la Constelación de los Doce. Prefería confiar en mi linterna.

—Hazlo ya —dije impaciente.

Me incliné hacia delante y Gideon abrió el minúsculo cajoncito.

Tengo que admitir que me sentí decepcionada. De algún modo, después de todo este secreteo y esa verborrea sobre los misterios, aquello representaba una terrible decepción. En el cajón no había ningún fluido, como Leslie me había profetizado («Seguro que es rojo como la sangre», me había dicho con los ojos abiertos como platos), ni un polvo, ni ninguna clase de piedra rara.

Era una sustancia que se parecía a la sal. Aunque si se miraba con más atención, era una sal especialmente hermosa, formada por un montón de diminutos cristales opalescentes.

—Qué locura —susurré—. Tantos esfuerzos durante siglos por estos granitos.

—Lo importante es que nadie se entere de que ahora nosotros estamos en posesión de ellos —dijo Gideon con la respiración un poco acelerada mientras mantenía la mano sobre el cajón para proteger su contenido.

Asentí con la cabeza. Aparte de los que ya lo sabían, claro. Destapé el frasquito.

—¡Date prisa! —susurré, porque de pronto me vino la imagen de lady Arista (que, por lo que sabía, no tenía miedo de nada, y en todo saco seguro que no de las alturas) saliendo por la trampilla y arrancándonos el frasquito de las manos.

Gideon parecía estar pensando en algo parecido, porque metió los granitos en el frasco sin ninguna ceremonia, lo cerró y no respiró tranquilo hasta que no lo tuvo guardado en el bolsillo de su chaqueta.

Pero en ese momento me vino otra idea a la cabeza.

—Ahora que el cronógrafo ha cumplido su objetivo, tal vez deje de funcionar —dije.

—Ya lo veremos —replicó Gideon sonriéndome—. Bueno. Creo que es el momento de decir: adelante al año 1912.

Capítulo XIII

—Oh,
shit
, creo que me he sentado sobre el maldito sombrero —murmuró Gideon a mi lado.

—¡Deja de maldecir! ¡Aún conseguirás que se nos derrumbe el techo sobre la cabeza! —susurré yo—. ¡Y si no te pones el
sombgegó
, me
chivagé
a madame Rossini!

Xemerius, que esta vez no había querido perderse de ninguna manera nuestra excursión, soltó un cacareo.

—¡El sombrero tampoco lo arreglará! —exclamó—. Con ese peinado, en el año 1912 todo el mundo le tomará por lo menos por un buscador de oro. Al menos se habría podido hacer la raya como Dios manda.

Oí maldecir de nuevo en voz baja a Gideon, esta vez porque se había dado un golpe en el codo. No era tan sencillo cambiarse de ropa en un confesionario, y yo estaba bastante segura de que además era un sacrilegio espantoso utilizar un lugar como ese a modo de vestuario. Aparte de que sin duda también existía un castigo terrenal por entrar en una iglesia por la fuerza, aunque no se viniera a robar y solo se pretendiera saltar rápidamente desde la actualidad al año 1912. Gideon había forzado la puerta lateral con un gancho metálico, aunque había actuado tan deprisa que no me había dado tiempo a ponerme nerviosa.

—¡Repámpanos! —susurró Xemerius admirativamente—. Debería enseñarte ese truco. Tú y yo formaríamos un equipo de ladrones admirable. Inmortalmente bueno, podríamos decir.

La iglesia en la que nos encontrábamos era, por cierto, la misma en la que Xemerius y yo nos habíamos conocido y en la que Gideon me había besado por primera vez. Aunque no era momento para perderse en recuerdos nostálgicos, sentí como si aquellos acontecimientos quedaran muy, muy lejos, sobre todo si se pensaba en todo lo que había sucedido desde entonces. Porque en realidad solo habían pasado unos días entre las dos visitas.

Gideon golpeó la puerta desde afuera.

—¿Lista?

—No. Por desgracia cuando hicieron mi vestido aún no se había descubierto la cremallera —dije desesperada con todos esos botones en la espalda, algunos de los cuales eran imposibles de alcanzar por más que me contorsionara.

Me deslicé fuera del confesionario. ¿Dejaría de acelerárseme alguna vez el corazón al contemplar a Gideon? ¿Dejaría alguna vez de tener la sensación de que con cada mirada que le dirigía algo increíblemente bello me cegaba? Probablemente no. Y eso que esa vez solo llevaba un traje gris oscuro nada espectacular y debajo un chaleco y una camisa blanca. Pero sencillamente la ropa le sentaba de maravilla, y esos anchos hom…

Xemerius, que se balanceaba cabeza abajo colgado de la tribuna, carraspeó.

—Había una vez un corderito de mirada tierna y confiada…

—Muy bonito —dije rápidamente—. Un equipo de capos mafiosos intemporales. Además, la corbata está perfectamente anudada. Madame Rossini estaría orgullosa de ti. —Suspirando, me concentré otra vez en mis botones—. Dios mío, hace tiempo que tendrían que haber canonizado al inventor de la cremallera.

Gideon sonrió con ironía.

—Date la vuelta y déjame hacer a mí —dijo—. ¡Oh! —exclamó de repente sorprendido—, pero si aquí hay cientos de botones.

Tardó un buen rato en abrocharlos todos, y supongo que el hecho de que me diera un beso en la espalda cada dos tampoco contribuyó a acelerar las cosas. Aunque habría disfrutado más del momento si Xemerius no hubiera dicho a cada beso: «Otra vez, morritos de pez».

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