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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs

BOOK: Esnobs
8.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
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«Los ingleses, sean de la clase que sean, son adictos a la exclusividad. Deja a tres hombres en una habitación e inventarán una regla que evite que se les una un cuarto».

Edith Lavery es guapa, lista y divertida. Para ascender en la escala social solo tiene en su contra ser hija de un contable y de una ambiciosa ama de casa. Sin embargo, tendrá una oportunidad cuando conozca a Charles, conde Broughton y heredero del marqués de Uckfield, uno de los mejores partidos según la prensa sensacionalista inglesa. Charles, que esconde un gran corazón tras su apariencia de aristócrata convencional algo patoso, cae fulminado de amor y, pese a la indignación de su familia, le hace una propuesta de matrimonio. Edith la acepta, pero ¿está realmente enamorada de él? ¿O solo le atraen su título, su posición y todos los privilegios que conllevan? A través de esta divertidísima comedia, Julian Fellowes hace un agudo y fiel retrato de las peculiaridades y manías de la alta sociedad internacional.

En este astuto y perverso retrato de la intersección del mundo de los aristócratas y el de los actores, el polifacético Julian Fellowes, creador de las series Downton Abbey y Titanic, se erige como un irresistible narrador y un ingenioso y divertido cronista de costumbres sociales. Una novela repleta de giros inesperados, una historia digna de una Jane Austen contemporánea con un ligero toque de Evelyn Waugh.

Julian Fellowes

Esnobs

ePUB v1.0

Dirdam
07.08.12

Título original:
Snobs

Julian Fellowes, 2004

Traducción: Manu Berástegui, 2012

Editorial: Santillana Ediciones Generales, S. L., 2012

ISBN: 9788483653654

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

A mis queridos Emma

y Peregrine, por supuesto,

pero también a la queridísima Micky,

sin cuya colaboración este libro

no habría sido posible.

Capítulo 1

N
o sé con exactitud cómo Edith Lavery llegó a entrar en la vida de Isabel Easton. Probablemente tuvieran algún amigo común, o pertenecían al mismo club, o tal vez fueran sencillamente a la misma peluquería. Pero lo que sí puedo recordar, por alguna extraña razón, es que Isabel decidió desde el primer momento que Edith sería su buena obra del momento, ese alguien un tanto especial que se puede imponer a los vecinos del campo en pequeñas dosis. La historia demostraría que tenía razón, desde luego, aunque cuando yo la conocí no existiera prueba indiscutiblemente clara de que así fuera a ser. Edith era muy guapa, pero no tanto como lo sería después, cuando encontrara su estilo, como dicen los diseñadores. Encajaba en un estereotipo, si bien en uno de clase superior: la inglesa rubia de ojos grandes y modales exquisitos.

Isabel Easton y yo nos conocíamos desde la infancia que ambos pasamos en Hampshire y disfrutábamos de una de esas amistades encantadoras y nada exigentes que se basan en la persistencia. Teníamos muy poco en común, pero conocíamos a muy poca gente que pudiera recordarnos montados en un
pony
a los ocho años, y nuestros encuentros ocasionales eran cómodos. Al acabar la universidad, yo me había dedicado al teatro e Isabel se había casado con un agente de bolsa y se había mudado a Sussex, así que nuestros mundos rara vez coincidían, pero a Isabel le divertía tener de invitado de vez en cuando a un actor que salía por televisión (aunque, qué casualidad, sus amigos nunca me habían visto) y para mí era un placer pasar un fin de semana de vez en cuando con mi antigua compañera de juegos.

Yo estaba en Sussex la primera vez que Edith fue allí y puedo dar fe del entusiasmo de Isabel por su nueva amiga, que luego pondría en cuestión su menos generosa camaradería. Era muy genuina:

—Le van a ir muy bien las cosas. Tiene algo.

A Isabel le gustaba utilizar frases que parecían insinuar un conocimiento íntimo del funcionamiento del mundo. Podría decirse que, cuando Edith bajó del coche media hora después, no parecía tener mucho más que su belleza y un encanto relajado y deslumbrante, pero yo me sentí inclinado a coincidir con nuestra anfitriona. Recuerdo que ya había en su boca un augurio de lo que iba a suceder; era una de esas bocas de líneas rectas, con unos labios definidos, casi cincelados, que uno asocia a las actrices de cine de los años cuarenta. Y, además, estaba su piel. Para los ingleses la piel es, por norma, el último recurso del cumplido, algo que se alaba cuando no se encuentra nada más que alabar. Se habla mucho de la piel cuando se trata de los miembros menos agraciados de la familia real. Pero en aquella ocasión, Edith Lavery tenía la piel más bonita que yo hubiera visto nunca: fresca, limpia, de tonos pastel bajo una fina capa de seda impoluta. Toda mi vida he sentido debilidad por la gente hermosa y, al recordarlo, me doy cuenta de que me convertí en aliado de Edith en el mismo momento en que admiré su rostro. En cualquier caso, Isabel estaba destinada a ser la que cumpliera su propia predicción, pues fue ella quien llevó a Edith a Broughton.

Broughton Hall, la auténtica Mansión de los Broughton, era una dolorosa herida que condicionaba toda la vida de los Easton en Sussex. Los Broughton, que primero fueron barones y luego condes de Broughton para acabar siendo, desde 1879, marqueses de Uckfield, habían ejercido su poderoso influjo en aquella comarca concreta del este de Sussex mucho tiempo antes que la inmensa mayoría de los potentados de los Home Counties. Hasta hacía poco menos de un siglo, sus vecinos y vasallos eran básicamente granjeros humildes que extraían su sustento de las tierras húmedas y llanas al pie de las colinas, pero las carreteras y el ferrocarril, unido al invento del fin de semana, habían provocado una riada de miembros de la
haute bourgeoisie
que inundó la zona en busca de
ton
y, como Byron, los Broughton se despertaron una mañana siendo famosos. Al poco tiempo el indicador de si uno estaba «in» o «out» se basaba en gran medida en si su nombre constaba en su lista de invitados o no. Debo decir en honor a la verdad que la familia no buscó su popularidad, por lo menos al principio, pero, como máximos representantes de las fortunas antiguas de una región en alza, el poder les vino por añadidura.

Habían sido afortunados en otros sentidos. Dos matrimonios, uno con la hija de un banquero y el otro con la heredera de una gran parte de San Francisco, habían llevado a la familia a buen puerto a través de las aguas turbulentas de la depresión agrícola provocada por la guerra mundial. Al contrario que dinastías semejantes, habían podido mantener un buen número de sus posesiones en Londres, si no todas, y ciertos arreglos con estas propiedades en los años sesenta les condujeron a la orilla comparativamente segura de la Gran Bretaña de la señora Thatcher. Después de aquello, y cuando los socialistas se reagruparon y volvieron a aparecer para satisfacción de las clases altas en general como
nuevos
laboristas, demostrando ser mucho más acomodaticios que sus ambiciosos antecesores políticos, los Broughton se convirtieron en el símbolo de la familia inglesa «superviviente». Habían llegado a la década de los noventa con su prestigio y, lo que es más importante, con sus posesiones, prácticamente intactos.

Y no es que todo aquello supusiera un problema para los Easton. Lejos de envidiar los privilegios de la familia, los adoraban sin reservas. La dificultad estribaba en que, a pesar de vivir a solo dos millas de Broughton Hall, a pesar de que Isabel comentara a sus amigas durante el té en Walton Street la suerte que tenían de ser «prácticamente vecinos» de la casa, después de tres años y medio, no habían puesto aún el pie en ella ni habían logrado conocer a un solo miembro de la familia.

Naturalmente, David Easton no era el primer inglés de clase media alta que descubría que es más fácil presumir de un falso linaje aristocrático en Londres que en el campo. El problema era que, tras años de almuerzos en Brook’s, sábados en las carreras y noches en Annabel’s y de pregonar sus prejuicios contra la sociedad moderna y desclasada, había perdido por completo el contacto con el hecho de que él era un producto de la misma. Parecía que hubiera olvidado que su padre había sido el director de una pequeña fábrica de muebles en las Midlands y que su familia había pasado bastantes apuros para poder enviarle a estudiar a Ardingly. Cuando yo le conocí creo que se habría sorprendido sinceramente de que su nombre no figurara en Debrett’s
[1]
. Recuerdo que una vez leí un artículo en el que se reproducían unas palabras de Roddy Lewellyn quejándose de no haber estudiado en Eton (como su hermano mayor), porque allí era donde uno hacía amigos para toda la vida. Mientras lo leía, David pasó junto a mi silla.

—Tiene razón —dijo—. Yo pienso exactamente lo mismo.

Recorrí la habitación con la mirada buscando los ojos de Isabel, pero en su solidario gesto vi inmediatamente que no tenía intención de entrar en mi conspiración, sino en la de su marido.

Podría decirse que uno de los ingredientes más importantes en la supervivencia de muchos matrimonios es que cada cónyuge ayude a mantener vivos los sueños del otro. Protegido como había estado por la amabilidad de Isabel y la indiferencia de la mayoría de las anfitrionas londinenses a cualquier cosa que no sea la capacidad de sus invitados para conversar y comer, era para él una amarga experiencia sentarse a las mesas más elegantes y que le preguntaran por el viaje de Charles Broughton a Italia o sobre la recuperación del marido de Caroline y tener que admitir en voz baja que no los conocía mucho.

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