Read Espadas entre la niebla Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas entre la niebla (8 page)

BOOK: Espadas entre la niebla
10.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Entre otras cosas, insistió en inspeccionar personalmente las armas de Quatch y Wiggin, las espadas cortas y sus vainas, las pequeñas ballestas y las aljabas de dardos diminutos que constituían su munición, unas flechas cortas de aspecto maligno. Cuando la larga letanía se aproximaba a su final lastimero, el escenario estaba dispuesto, aunque seguía siendo incierto cuándo, dónde y cómo se alzaría el telón, quién sería el público y quiénes los actores.

En todo caso, la escena era impresionante: la larga calle de los Dioses, que se extendía en cada dirección hacia un pintoresco mundo de muñecas iluminado por antorchas, las nubes bajas que se deslizaban sobre sus cabezas, livianas cintas de niebla que llegaban desde el gran Pantano Salado, el rumor de una tormenta distante, los lamentos y el refunfuño de los sacerdotes consagrados a dioses distintos a Issek, las agudas risas de mujeres y niños, las llamadas de los buhoneros y los esclavos que difundían noticias, el olor del incienso que surgía de los templos y se mezclaba con el aroma aceitoso de frituras en las bandejas de los buhoneros, el hedor de las antorchas humeantes y los olores a almizcle y flores de las damas llamativas.

El público de Issek, incrementado con las numerosas personas atraídas por el relato de las hazañas del ágil acólito la noche anterior y las fantásticas predicciones de Bwadres, llenaban la calle en toda su anchura, dejando sólo un difícil paso a través de los pórticos cubiertos, a cada lado. Estaban representados allí todos los niveles de la sociedad lankhmariana: harapos y prendas de armiño, pies descalzos y sandalias enjoyadas, el acero de los mercenarios y las varas de los filósofos, rostros pintados con costosos cosméticos y rostros sin más adorno que el polvo de la calle, miradas de hambre, miradas de saciedad, miradas de credulidad absurda y miradas de un escepticismo que enmascaraba el temor.

Bwadres, que jadeaba un poco después de haber recitado la larga letanía, se erguía en el bordillo, al otro lado de la calle, frente a la arcada baja de la casa donde el borracho Fafhrd permanecía dormido y atado. Su mano temblorosa reposaba sobre el tonel que, cubierto ahora con la bolsa de ajos, era a la vez cofre y altar de Issek. Tan apiñados que casi no le dejaban espacio para moverse, estaban los círculos internos de la congregación: los devotos sentados con las piernas cruzadas, arrodillados o en cuclillas.

El Ratonero había apostado a Wiggin y Quatch junto a un carro de pescadero volcado en el centro de la calle, y se pasaban la jarra de piedra que Quatch había cogido, sin duda para hacer más soportable la espera junto al carro maloliente, aunque cada vez que el Ratonero les veía beber volvía a experimentar la sensación de algo extraño y oculto.

Pulg se había apostado a un lado de la arcada baja, frente a la casa de Fafhrd, por así decirlo. Grilli permanecía tras él, mientras el Ratonero, una vez concluidos sus preparativos, se agazapaba cerca. La máscara enjoyada de Pulg apenas destacaba en el ambiente, pues varias mujeres y algunos hombres llevaban antifaces, parches pintorescos en el mar de rostros.

No era, desde luego, un mar en calma. No eran pocos los presentes que parecían muy irritados por la ausencia del acólito gigante (y habían sido los responsables de los silbidos y los abucheos durante la letanía). Incluso los fieles habituales echaban en falta el laúd del acólito y la dulce voz de tenor en que les recitaba las hazañas de Issek, e intercambiaban inquietas preguntas y especulaciones. Bastó con que alguien gritara: «¿Dónde está el acólito?», y al cabo de unos instantes la mitad de los reunidos gritaban: « ¡Queremos al acólito! ¡Queremos al acólito! ».

Bwadres les silenció con una pequeña estratagema: escudriñó la calle, haciendo visera con la mano sobre los ojos y fingiendo que veía venir a alguien, y entonces, de repente, señaló con gesto dramático en aquella dirección, como si señalara la proximidad del hombre al que llamaban. Mientras la gente estiraba el cuello y se daba empujones, tratando de ver lo que Bwadres señalaba —y, entretanto, interrumpiendo sus gritos— el anciano sacerdote inició su sermón.

—¡Os diré qué le ha ocurrido a mi acólito! —exclamó—. Lankhmar se lo ha tragado, Lankhmar lo ha engullido, Lankhmar, la ciudad maligna, la ciudad de la embriaguez, la lujuria y todas las corrupciones. ¡Lankhmar, la ciudad de los hediondos huesos negros!

Esta última referencia blasfema a los dioses de Lankhmar (cuya mención puede acarrear la muerte, aunque a los dioses en Lankhmar se les puede insultar sin ninguna limitación) silenció todavía más a la muchedumbre.

Bwadres alzó manos y rostro hacia las nubes bajas que se deslizaban sobre la calle.

— ¡Oh, Issek, misericordioso y poderoso Issek, apiádate de tu humilde servidor que ahora está solo y sin amigos. Tuve un acólito que te defendía con vigor, pero me lo han arrebatado. Tú le contaste muchas cosas de tu vida y tus secretos, Issek, y él tuvo oídos para escucharlo y labios para cantarlo, ¡pero ahora los demonios negros se han apoderado de él! ¡Oh, Issek, ten piedad!

Bwadres extendió las manos hacia la multitud y deslizó su mirada sobre ellos.

—Issek era un joven dios cuando caminaba por la tierra, un joven dios que hablaba sólo de amor, pero ellos lo ataron al potro de tortura. Traía Agua de la Paz para todos en su Santa jarra, pero ellos la rompieron.

Bwadres describió entonces largo y tendido, y con mucha mayor vivacidad de lo habitual (tal vez creía que debía compensar la ausencia de su bardo convertido en acólito), la vida y, especialmente, los tormentos y la muerte de Issek de la jarra, hasta que todos los presentes tuvieron una visión intensa de Issek en su potro de tortura (o más bien sucesión de potros), y no hubo nadie que por lo menos no sintiera cierta simpatía hacia el dios sufriente.

Las mujeres y muchos hombres lloraban sin avergonzarse, los mendigos y los bribones aullaban, los filósofos se tapaban los oídos.

Bwadres prosiguió su sermón con voz estremecida y llegó al punto culminante.

—Mientras entregabas tu precioso espíritu en el octavo potro de tortura, oh, Issek, mientras tus manos quebradas convertían incluso el collar de tu torturador en una Jarra de inigualable belleza, sólo pensabas en nosotros, oh, joven Santo. Sólo pensabas en embellecer las vidas de los más atormentados y deformes de nosotros, de tus miserables esclavos.

Al oír estas palabras, Pulg dio varios pasos vacilante, seguido de Grilli, y se arrodilló sobre los sucios adoquines. La capucha a rayas negras y plateadas le cayó sobre los hombros y el negro antifaz enjoyado se deslizó de su rostro, revelando así que estaba llorando.

—Renuncio a todos los demás dioses —dijo entre sollozos el chantajista—. En adelante sólo serviré al adorable Issek de la jarra.

El enjuto Grilli, que estaba incómodamente acuclillado, esforzándose para no mancharse en el sucio pavimento, miró a su amo como si estuviera loco, pero no pudo, o no se atrevió todavía, a liberarse de la presa de Pulg, que le tenía cogido por la muñeca.

La acción de Pulg no llamó la atención de nadie, pues las conversiones se producían continuamente, pero el Ratonero la observó, sobre todo porque Pulg, al salir de su escondite, se había aproximado tanto al lugar donde estaba el Ratonero que éste podría haber extendido el brazo y dado unas palmaditas en la calva. El hombrecillo de gris sintió cierta satisfacción, o más bien alivio, pues si Puig había sido durante algún tiempo adorador en secreto de Issek, entonces su actitud visionaria tendría una explicación. Al mismo tiempo, experimentó un acceso de emoción afín a la piedad. Su mirada se deslizó hasta su mano izquierda y descubrió que se había sacado del bolsillo secreto el objeto de oro que le había quitado a Fafhrd. Sintió la tentación de colocarlo suavemente en la palma de Pulg. Pensó en lo adecuado, lo enternecedor, lo bonito que sería si, en el momento en que se abrían en él las compuertas del sentimiento religioso, Pulg recibiera aquel auténtico y hermoso recuerdo del dios que había elegido. Pero el oro es oro, y una chalupa negra requiere tantos cuidados como una embarcación de cualquier otro color, por lo que el Ratonero resistió a la tentación.

Bwadres extendió las manos y continuó:

—Con la garganta seca, oh, Issek, anhelamos tu agua. Con la boca ardiente y agrietada, tus esclavos suplican un solo sorbo de tu jarra. Entregaríamos nuestras almas por una sola gota para refrescarnos en esta ciudad maligna, condenada por los huesos negros. ¡Oh, Issek, desciende a nosotros! ¡Tráenos tu Agua de la Paz! Te necesitamos, te queremos. ¡Oh, Issek, ven!

Tal era la fuerza y el deseo en esa última llamada, que toda la multitud de fieles arrodillados la repitieron gradualmente, cada vez con más intensidad, hasta que el grito interminable se hizo hipnotizante: « ¡Queremos a Issek! ¡Queremos a Issek! ».

Fue ese potente grito rítmico lo que finalmente penetró en el pequeño núcleo consciente del cerebro de Fafhrd mientras yacía en la oscuridad, anestesiado por el vino; aunque es posible que las observaciones de Bwadres sobre las gargantas secas y las bocas ardientes, las gotas y los sorbos curativos, abrieran el camino. En cualquier caso, Fafhrd se despertó de pronto, temblando y con un solo pensamiento —otro trago— y un único recuerdo seguro: que quedaba un poco de vino.

Le inquietó un poco que su mano no estuviera todavía sobre la jarra de piedra al borde de la cama, sino, por alguna razón dudosa, alzada cerca de su oreja.

Se dispuso a coger la jarra y le sorprendió descubrir que no podía mover el brazo. Algo o alguien se lo impedía.

Sin perder tiempo en tantear la situación, el voluminoso bárbaro dio un poderoso tirón con todo su cuerpo, con la idea de liberarse de lo que le sujetaba y, a la vez, bajar de la cama y coger el vino.

Consiguió volcar el camastro a un lado, con él mismo incluido. Pero eso no le molestó, no hizo reaccionar en absoluto a su cuerpo entumecido por el alcohol. Lo que sí le molestó fue la evidente ausencia del vino: no podía olerlo, ni ver el contorno del recipiente, ni tocarlo con la cabeza... Desde luego, allí no estaba el cuartillo, o más, que recordaba haber reservado para una emergencia como aquélla.

Más o menos al mismo tiempo tuvo la tenue conciencia de que estaba atado al lecho en el que había estado durmiendo, sobre todo por las muñecas, los hombros y el pecho.

Las piernas, sin embargo, parecían razonablemente libres, aunque tenía cierta dificultad para flexionar las rodillas, y como había caído parcialmente sobre la mesa baja y con la cabeza apoyada en la pared, el brioso movimiento de torsión con que se impulsó ahora le permitió ponerse de pie con la cama a cuestas.

Entrecerró los ojos para mirar a su alrededor. La puerta exterior cubierta por la cortina era un espacio menos oscuro, y se dirigió allí de inmediato. La cama hizo fracasar sus primeros intentos de cruzar la puerta; era algo más ancha que el marco, tan poco que resultaba exasperante aquel tenaz impedimento para salir. Pero, agachándose y girando para salir de lado, Fafhrd lo consiguió finalmente, empujando la cortina con el rostro. Se preguntó turbiamente si estaba paralizado, si el vino que había ingerido era el causante del entumecimiento de sus brazos, o si algún brujo le había hechizado. Era ciertamente degradante tener que ir por ahí con las muñecas a la altura de las orejas. Además, sentía un frío increíble en la cabeza, las mejillas y el mentón, lo cual era posiblemente otra prueba de que había sido víctima de alguna magia negra.

Por fin la cortina se desprendió de su cabeza y vio delante de él una arcada bastante baja y —vagamente y sin que la visión le impresionara— una muchedumbre de gente arrodillada.

Se agachó de nuevo, pasó bajo la arcada y se enderezó. La luz de las antorchas casi le cegaba. Se detuvo y permaneció allí, pardeando. Al cabo de unos instantes su vista se aclaró y la primera persona conocida a la que vio fue al Ratonero Gris.

Recordó entonces que la última persona con la que había esta bebiendo era el Ratonero, y por la misma razón —en este asunto la mente caprichosa de Fafhrd funcionaba con mucha rapidez.— el Ratonero debía de ser la persona que había dado cuenta su cuartillo o más de medicina nocturna. Sintió un acceso de cólera y aspiró hondo.

Todo esto en cuanto a Fafhrd y lo que él vio. Lo que vio la multitud, los fieles intoxicados por la divinidad, que lanzaban gritos y cientos, fue algo muy diferente.

Vieron a un hombre de estatura divina con las manos atadas a una especie de armazón, un hombre de músculos poderosos, desnudo con excepción de un taparrabos, con la cabeza afeitada y el rostro, blanco como el mármol, de aspecto asombrosamente juvenil. Sin embargo, la expresión de aquel rostro marmóreo era la un hombre sometido a tortura. Y si hiciera falta algo más (en realidad, apenas era necesario) para convencerles de que él era el dios, el divino Issek, a quien habían invocado con sus gritos apanados e insistentes, se lo proporcionó aquella aparición de dos —tros de altura cuando gritó con una voz profunda, atronadora: —¿Dónde está la jarra? ¿DÓNDE ESTÁ LA J ARRA?

Las pocas personas entre la multitud que aún estaban de pie se arrodillaron de inmediato o se postraron. Los que estaban arrodillaos en la dirección contraria, se echaron atrás como cangrejos —prendidos. Veinte personas, entre ellas Bwadres, se desmayaron, y los corazones de cinco de ellas dejaron de latir para siempre. Por lo menos una docena de individuos enloquecieron permanentemente, aunque por el momento no se diferenciaban de restantes..., incluidos (entre los doce) siete filósofos y una sobrina del Señor Supremo de Lankhmar. Como un solo hombre, los presentes se humillaron, embargados por el terror y el éxtasis, arrastrándose, contorsionándose, golpeándose el pecho o sienes, llevándose las manos a los ojos y mirando atemorizados a través de los dedos mínimamente separados, como si se protegieran de una luz insoportable.

Podría objetarse que por lo menos algunos de los fieles deberían haber reconocido a la figura que estaba ante ellos como la del Mito gigante de Bwadres, pues, al fin y al cabo, tenía una altura similar. Pero consideremos las diferencias: el acólito tenía una barba poblaba y una abundante pelambrera, mientras que el aparecido era lampiño y calvo, y, curiosamente, incluso carecía de cejas. El acólito vestía siempre una túnica; el aparecido estaba casi desnudo. El acólito siempre había usado una voz dulce y aguda; el aparecido rugía ásperamente con una voz casi dos octavas más baja. Finalmente, el aparecido estaba atado —aun potro de tortura, sin duda— y gritaba con la voz de un ser torturado por su Jarra.

BOOK: Espadas entre la niebla
10.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

I Come as a Theif by Louis Auchincloss
She's Out of Control by Kristin Billerbeck
Like You Read About by Mela Remington
Flesh Guitar by Geoff Nicholson
A Perfect Death by Kate Ellis
Rockin' the Boss by Salisbury, Jamie
Primitive People by Francine Prose