Read España invertebrada Online
Authors: José Ortega y Gasset
Consecuencia de esto era que los conspiradores no solían preocuparse de preparar a tiempo grandes núcleos auxiliares, ni siquiera numerosas fuerzas de combate. ¿Para qué? Los
pronunciados
no creían nunca que fuese preciso luchar de firme para obtener el triunfo. Seguros de casi todo el mundo, en secreto, opinaba como ellos, tenían fe ciega en el efecto mágico de
pronunciar
una frase.
No iban, pues, a luchar, sino a tomar posesión del Poder público.
Yo creo que casi todos los movimientos políticos de los últimos años reproducen esos dos caracteres de los
pronunciamientos.
Quedaría incompleto y aun tegiversado el análisis del estado presente de España que estas páginas ensayan, si se entendiera que la inquietud particularista descrita en ellas ha engendrado un ambiente de feroz lucha entre unas clases y otras. ¡Ojalá que hubiese en España alguien con ansia de luchar! Por desgracia acontece lo contrario. Hay disociación; pero lo que podía hacerla fecunda, una impetuosa voluntad de combatir que pudiera llevar a una recomposición, falta por completo.
Es suficientemente notorio que para encender una vela hace falta a lo menos que la vela esté apagada. Del mismo modo, para sentir afán de combatir hace falta a lo menos no estar convencido de que se ha ganado ya la batalla. No hay estados de espíritu más divergentes que el del combatiente y el del triunfante. El que, en efecto, quiere luchar, empieza por creer que el enemigo existe, que es poderoso; por tanto, peligroso; por tanto, respetable. Procurará, en vista de ello, aunar todas las colaboraciones posibles; empleará todos los resortes de la gracia persuasiva, de la dialéctica, de la cordialidad y aun de la astucia para enrolar bajo su bandera cuantas fuerzas pueda. El que se cree victorioso procederá inversamente: tiene ya a su espalda e inerte al enemigo. No necesita andar ya con contemplaciones, ni halagar a nadie para que le ayude, ni fingir actitudes amplias, generosas, que arrastren en pos de sí los corazones. Por el contrario, tenderá a reducir sus filas para repartir entre menos el botín de la victoria y, marchando en vía recta, tomará posesión de lo conquistado. La acción directa, en suma, es la táctica del victorioso, no la del luchador.
Vuélvase la vista a cualquiera de los movimientos políticos que se han disparado en estos años, y se verá como la táctica seguida en ellos revelará que surgieron no para pelear, sino, al contrario, por creer que tenían de antemano ganada la partida.
En 1917 intentan obreros y republicanos una revolucioncita. El desmandamiento militar de julio les había hecho creer que era el momento. ¿El momento de qué? ¿DE batallar? No, al revés: el momento de tomar posesión del Poder público, que pareciera yacer en medio del arroyo, como cosa nula (res nullius). Por esto, aquellos socialistas y republicanos no quisieron contar con nadie, no llamaron con palabras fervorosas y de elevada liberalidad al resto de la nación. Supusieron que casi todo el mundo deseaba lo mismo que ellos, y procedieron a dar el “grito” en tres o cuatro barrios de otras tantas poblaciones.
Pocos años antes había surgido el
maurismo.
Don Antonio Maura, en medio de no pocos aciertos, cometió el error de
pronunciarse.
Fue un
pronunciado
de levita. Creyó que existía una masa de españoles, la más importante en número y calidad, apartada de la vida pública por asco hacia los usos políticos. Presumió que esta
masa neutra,
ardiendo en convicciones idénticas a las suyas, gustaba del rígido gesto autoritario, profesaba el más fervoroso y tradicional catolicismo y se deleitaba con la prosa churrigueresca de nuestro siglo XVII. Bastaba con dar el “grito” para que aquel torso de España despertase a la vida pública. A lo sumo, convendría hostigar un poco su inveterada inercia haciendo obligatorio el sufragio. ¿Y los demás, los que no coincidían de antemano con él? ¡Ah! Esos no existían, y si existían, eran unos precitos. En vez de atraerlos, persuadirlos o corregirlos, lo urgente era excluirlos, eliminarlos, distanciarlos, trazando una mágica línea entre los buenos y los malos. De aquí el famoso
nosotros somos nosotros.
. En su época culminante, don Antonio Maura no ha hecho el menor ademán para convencer al que no estuviese ya convencido.
Años de soledad han enseñado al egregio espíritu del señor Maura que para hacer grandes cosas es la peor una táctica de exclusiones. Precisamente para que sean fecundas ciertas eliminaciones ejemplares es necesario compensarlas con magnánimos apelativos de colaboración, con llamamientos generosos hacia los cuatro puntos cardinales que permitan a todos los ciudadanos sentirse aludidos. Las revoluciones y cambios victoriosos han solído hacerse con ideas de amplísimo seno, al paso que la revolución obrera va en derrota, por su absurda pretensión de triunfar a fuerza de exclusiones.
Es penoso observar que desde hace muchos años, en el periódico, en el sermón y en el mitín, se renuncia desde luego a convencer al infiel y se habla solo al parroquiano ya convicto. A esto se debe el progresivo encanijamiento de los grupos de opinión. Ninguno crece; todos se contraen y disminuyen. Los
drusos
del Líbano son enemigos del proselitismo por creer que el que es un
drusita
ha de serlo desde toda la eternidad. En tal sentido, somos bastante drusos todos los españoles.
Nos falta la cordial efusión del combatiente y nos sobra la arisca soberbia del triunfante. No queremos luchar: queremos simplemente vencer. Como esto no es posible, preferimos vivir de ilusiones y nos contentamos con proclamarnos ilusamente vencedores en el parvo recinto de nuestra tertulia de café, de nuestro casino, de nuestro cuarto de banderas o simplemente de nuestra imaginación.
Quien desee que España entre en un período de consolidación, quien en serio ambicione la victoria deberá contar con los demás, aunar fuerzas y, como Renán decía,
excluir toda exclusión
La insolidaridad actual produce un fenómeno muy característico de nuestra vida pública —que debieran todos meditar—:
cualquiera tiene fuerza para deshacer —
el militar, el obrero, éste o el otro político, éste o el otro grupo de periódicos—;
pero nadie tiene fuerzas para hacer, ni siquiera para asegurar sus propios derechos.
Hay muchas escasas energías en España: si no las atamos unas con otras, no juntaremos lo bastante para mandar cantar a un ciego. Alguna vez he dicho que la mejor política va sugerida en el humilde apotegma de Sancho:
En trayéndote la vaquilla, corre con la soguilla.
Pero, en lugar de correr con la soguilla, parecemos resueltos a ir trucidando todas las vaquillas.
Me interesa que las curvas impuestas por el desarrollo de toda idea un poco compleja no despojen de claridad a la trayectoria seguida en este ensayo. He intentado en él sugerir que la actualidad pública de España se caracteriza por un imperio casi exclusivo del particularismo y la táctica de acción directa que le es aneja. A este fin convenía partir, como del hecho más notorio, del separatismo catalán y vasco. Pero la opinión vulgar ve en él no más que una especie de tumor inesperado y casual sobrevenido a la carne española, y cree descubrir su más grave malignidad en lo que, a mi juicio es solamente adjetivo y mero pretexto que una desazón más profunda busca para airearse. Catalanismo y bizcaitarrismo no son síntomas alarmantes por lo que en ellos hay de positivo y peculiar —la afirmación
nacionalista—,
sino por lo que en ellos hay de negativo y común al gran movimiento de desintegración que empuja la vida toda de España. Por esta razón, era interesante mostrar primero que estos separatismos de ahora no hacen sino continuar el progresivo desprendimiento territorial sufrido por España durante tres siglos. Luego convenía hacer patente la identidad que, bajo muecas diversas, existe entre el particularismo regional y el de las clases, grupos y gremios. Si se advierte que un mismo rodaje de últimas tendencias y emociones mueve el catalanismo y la actuación del ejército —dos cosas a primera vista antagónicas—, se evitará el error de localizar el mal donde no está. La realidad histórica es a menudo como la urraca de la pampa,
Que en un lao pega los gritos
y en otro pone los huevos.
De esta manera puede contribuir este estudio a dirigir la atención hacia estratos más hondos y extensos de la existencia española, donde en verdad anidan los dolores que luego dan sus gritos en Barcelona o en Bilbao.
Se trata de una extremada atrofia en que han caído aquellas funciones espirituales cuya misión consiste precisamente en superar el aislamiento, la limitación del individuo, del grupo o de la región. Me refiero a la múltiple actividad que en los pueblos sanos suele emplear el alma individual en la creación o recepción de grandes proyectos, ideas y valores colectivos.
Como ejemplo curioso de esta atrofia puede servir el tópico, en apariencia inocente, de que
hoy no hay hombres en España.
Yo creo que si un Cuvier de la historia encontrase el hueso de esta sencilla frase, tan repetida hoy entre nosotros, podría reconstruir el esqueleto entero del espíritu público español durante los años corrientes.
Cuando se dice que
hoy no hay hombres,
se sobredice que ayer sí los había. Aquella frase no pretende significar nada absoluto, sino meramente una evaluación comparativa entre el hoy y el ayer. Ayer es, para estos efectos, la época feliz de la Restauración y la Regencia, en que aún había
hombres.
Si fuésemos herederos de una edad tan favorable que durante ella hubiesen florecido en España un Bismarck o un Cavour, un Victor Hugo o un Dostoievsky, un Faraday o un Pasteur, el reconocimiento de que hoy no había tales hombres sería la cosa más natural del mundo. Pero Restauración y Regencia no sólo transcurrieron exentas de tamañas figuras, sino que representan la hora de mayor declinación en los destinos étnicos de España. Nadie puede dudar de que el contenido vital de nuestro pueblo es hoy muy superior al de aquel tiempo. En ciencia como en riqueza, ha crecido de entonces acá España en proporciones considerables.
Sin embargo, ayer había
hombres
y hoy no. Esto debe escamarnos un poco. ¿Qué género de
hombres
gozaban aquellos que eran
hombres
y hoy falta a los pseudo-hombres vivientes? ¿Eran más inteligentes, más capaces en sus personas? ¿Había mejores médicos o ingenieros que ahora? ¿Conocía Echegaray la matemática mejor que Rey Pastor? ¿Era más enérgico y perspicaz Ruiz Zorrita que Lerroux? ¿Se encerraba más agudeza en Sagasta que en el conde de Romanones? ¿Había más ciencia en la obra de Menéndez Pelayo que en la de Menéndez Pidal? ¿Valían más los estremecimientos poéticos de Núñez de Arce que los de Rubén Darío? ¿Escribía mejor castellano Valera que Pérez de Ayala? Para todo el que juzgue con imopacialidad y alguna competencia, no es dudoso que en casi todas las disciplinas y ejercicios hay hoy españoles tan buenos, si no mejores, que los de ayer, aunque tan pocos hoy como ayer.
Sin embargo, tiene razón el tópico: ayer había
hombres
y hoy no. La
hombría
que, sin darse cuanta de ello, echa hoy la gente de menos, no consiste en las dotes que la persona tiene, sino precisamente en las que el público, la muchedumbre, la masa pone sobre ciertas personas elegidas. En estos años han ido muriendo los últimos responsables de aquella edad de
hombres.
Los hemos concido y tratado. ¿Quién podría en serio atribuirles calidades de inteligencia y eficacia que no fueran superlativamente modestas? No obstante, a nosotros mismos nos parecían
hombres.
La
hombría
estaba, no en sus personas, sino en torno a ellas: era una mística aureola, un nimbo patético que los circundaba proveniente de su representación colectiva. Las masas habían creído en ellos, los habían exaltado, y esta fe, este respeto multitudinarios aparecían condensados en el dintorno de su mediocre personalidad.
Tal vez no haya cosa que califique más certeramente a un pueblo y a cada época de su historia como el estado de las relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción pública —política, intelectual y educativa— es, según su nombre indica, de tal carácter que el individuo por sí solo, cualquiera que sea el grado de su genialidad, no puede ejercerla eficazmente. La influencia pública o, si se prefiere llamarla así, la influencia social, emana de energías muy diferentes de las que actúan en la influencia privada que cada persona puede ejercer sobre la vecina. Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que la masa ha depositado en él. Sus talentos personales fueron sólo el motivo, ocasión o pretexto para que se condensase en él ese dinamismo social.
Así, un político irradiará tanto de influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que su partido haya concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir que un individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad. La razón es clara: cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.
Lo propio acontece con el público. Si la masa no abre,
ex abundantia cordis,
por fervorosa impulsión, un largo margen de fe entusiasta a un hombre público, antes bien, creyéndose tan lista como él, pone en crisis cada uno de sus actos y gestos, cuanto más fino sea el político, más irremediables serán las malas inteligencias, menos sólida su postura, más escaso estará de verdadera representación colectiva. ¿Y cómo podrá vencer al enemigo un político que se ve obligado cada día a conquistar humildemente su propio partido?
Venimos pues, a la conclusión de que los
hombres
cuya ausencia deplora el susodicho tópico son propiamente creación efusiva de las masas entusiastas y, en el mejor sentido del vocablo, mitos colectivos.