Espartaco (27 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
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De modo que debe de haber sido muy atractiva...

—¡Y usted también destruyó ese monumento! —exclamó Helena.

Craso asintió. No era hombre de dejarse alterar fácilmente.

—Querida —le dijo a Helena—, yo era un soldado y no hice más que cumplir las órdenes del Senado. Oirá decir que la rebelión de los esclavos fue un asunto de poca importancia. Es bastante comprensible que se difundiera tal apreciación, ya que poco sale ganando Roma si el mundo se entera del esfuerzo que significó hacer frente a unos cuantos esclavos. Pero aquí, en esta agradable terraza en casa de mi querido y buen amigo Antonio Cayo, con la compañía que tenemos, podemos prescindir de las leyendas. Nadie estuvo nunca tan cerca de destruir a Roma como Espartaco. Nadie llegó nunca a herirla tan terriblemente. No trato de magnificar mi actuación. Dejad que el héroe sea Pompeyo, pues hay escaso mérito en someter esclavos. Pero la verdad se impone, y si los símbolos de castigo resultan desagradables, piensen en cómo me sentí yo al ver el terreno cubierto con los cadáveres de los mejores soldados de Roma. De modo que no tuve empacho en destruir algunas piedras talladas que habían hecho los esclavos. Por el contrario, me proporcionó cierta satisfacción el hacerlo. Destruimos completamente las imágenes y de ellas no quedaron más que polvo, de modo que no hay rastro alguno de ellas. Así también destruimos a Espartaco y a su ejército. Y así también, con el tiempo, destruiremos hasta su recuerdo y el recuerdo de lo que hizo y por qué lo hizo. Soy un hombre bastante sencillo y no demasiado inteligente, pero eso lo sé. El orden de las cosas es el de que unos tienen que mandar y otros tienen que servir. Así lo ordenaron los dioses. Y así será.

Una de las cualidades de Craso era la de evocar la pasión sin apasionarse él mismo en lo más mínimo. Sus agradables y recios rasgos militares enfatizaban las palabras que decía. ¡Era la imagen perfecta del halcón de bronce de la República!

Graco lo observaba por debajo de sus párpados caídos. Se hallaba sentado allí, observando a cada uno de ellos, al rapaz rostro afilado de Cicerón, al joven petimetre Cayo, a Helena, a la silenciosa, sufriente y, en cierto modo, ridícula Julia, a Claudia, pulcra y satisfecha; a Antonio Cayo y a Craso, a todos los observaba y escuchaba, y nuevamente volvió a pensar en la forma en que la comisión senatorial había ido a buscarlo cuando se retiró del recinto senatorial. Aquello fue el comienzo, por supuesto, cuando se mandaron las seis cohortes. Y el comienzo se olvidaría como se olvidaría también el final, tal como había dicho Craso.

Salvo —como bien podría ser— que el final estuviera aún por llegar.

IV

Al comienzo, el Senado había tomado la decisión de enviar a Capua inmediatamente seis de las cohortes de la ciudad para sofocar la rebelión de los esclavos. Ésa era la decisión a la que se había opuesto Graco y que, en cierta medida, había sido aprobada más que nada para enseñarle a él cierta elemental humildad. A la luz de lo que ocurrió luego, la cuestión de la humildad fue recordada por Graco con algo de amarga satisfacción.

Cada cohorte ciudadana estaba integrada por quinientos sesenta soldados, armados tal como lo estaba el término medio de los legionarios, sólo que algo mejor y a precio más elevado. La ciudad era un buen lugar para vivir. Los legionarios eran enviados a los más apartados confines de la tierra y muy a menudo nunca regresaban, pues hallaban la muerte en suelo extranjero, o volvían cinco, diez o hasta quince años después. Los legionarios marchaban todo el día y, subsistiendo apenas con un puñado de alimentos, sudaban y trabajaban, construían caminos y edificaban ciudades en agrestes lugares y a veces la gran urbe pasaba a constituir para ellos tan sólo un recuerdo. Las cohortes de la ciudad vivían en la abundancia y para ellas nunca escaseaban las muchachas, el vino y los juegos. Hasta un soldado corriente de las cohortes de la urbe podía ejercer cierta influencia política, por lo cual solía percibir algún estímulo monetario. Muchos de ellos poseían hermosas residencias, de las que disfrutaban cuando no estaban de servicio, y los había que disponían de hasta seis esclavas. En la ciudad se comentaba el caso de un soldado que mantenía a catorce concubinas en una gran residencia romana, y que hacía muy buen negocio criando niños hasta la edad de seis años, para venderlos luego en el mercado público. Se contaban muchas historias como ésa. Vestían elegantes uniformes. Todas las cohortes eran comandadas por jóvenes de buena familia que utilizaban el ejército para hacer carrera, pero que, al mismo tiempo, deseaban que sus deberes militares no les impidieran estar cerca de los teatros, el circo y los mejores restaurantes. La mitad de ellos eran amigos de Cayo y una o dos veces éste había llegado hasta a acariciar la idea de pedir para él uno de esos cargos, pero la había desechado por no corresponder a sus condiciones personales. Este tipo de cargo y también el hecho de que las cohortes eran las llamadas a realizar desfiles ceremoniales casi en cada función pública que se realizaba, condujo a una natural rivalidad entre aquellos jóvenes caballeros para dirigir los contingentes mejor uniformados. En la ciudad, los pantalones de cuero de los legionarios, sucios y empapados de sudor, fueron reemplazados por pantalones de gamuza suavemente curtida y finamente coloreada. Cada regimiento adoptaba un color distinto y con frecuencia se permitía el privilegio de llevar plumas en el casco. La
humeralia
, flejes de hierro que colgaban de los hombros sobre el pecho y la espalda, estaba a menudo enchapada en oro y plata. Una cohorte llevaba armadura completa de bronce, y cada regimiento tenía una bota distintiva, a menudo alta hasta la rodilla y adornada con pequeñas campanillas de plata. Las canilleras de bronce, descartadas desde hacía mucho por las legiones de las fronteras, para quienes resultaba imposible marchar días enteros con las piernas encerradas en cajas de metal, eran usadas aún por más de la mitad de los regimientos de la ciudad, y cada regimiento tenía un diseño distinto para la superficie de los escudos. La calidad de sus armas y armaduras no tenía paralelo en toda Italia.

Las cohortes no estaban, en absoluto, mal entrenadas: cumplían a conciencia su diario programa de actividades en esa época. Se ejercitaban habitualmente a primeras horas de la mañana en el
Circus Maximus
, que por aquel entonces era una pista de carreras abierta en la depresión del
Vallis Murcia
, y era un placer verlos realizar sus movimientos a la cadencia musical que ejecutaban cien pífanos. Todas las mañanas las colinas de los alrededores del circo eran invadidas por los niños de Roma, que observaban el espectáculo militar con deleite y envidia.

Pero lo cierto del caso es que las cohortes no eran legiones y era muy diferente reprimir a una multitud de desocupados hambrientos y desesperados o intervenir en una trifulca política en las estrechas calles de la ciudad que enfrentarse a hispánicos o galos, germanos o tracios, judíos o africanos. Y bien, ahora se trataba del levantamiento de un puñado de esclavos y, con todos sus fallos, utilizar seis cohortes de la ciudad significaba contar con más de tres mil quinientos soldados romanos. Hasta Graco consintió en parte. Por razones de principios se oponía a que las cohortes salieran a más de un día de marcha de las murallas de la ciudad. Pero en total había veintisiete cohortes en la ciudad y hasta Graco convino en que podían hacer lo que tenían que hacer. Su oposición radicaba más que nada en su íntimo temor hacia esos regimientos políticos que no estaban formados por campesinos, sino por soldados nacidos y criados en la ciudad, desocupados, inconscientes, parásitos corruptos de Roma, descastados y faltos de esperanza que vivían sus vidas en el limbo que separaba la masa de esclavos en que reposaba la sociedad y el puñado de amos de las esferas superiores. Eran más numerosos que los trabajadores de Roma, el menguante núcleo de los artesanos y los tenderos. Pasaban sus días en las calles o en el circo; vivían de los sobornos que recibían y jugaban y apostaban en las carreras y vendían sus votos en cada elección y estrangulaban a sus hijos recién nacidos para eludir la responsabilidad de criarlos, y pasaban gran parte de su tiempo en los baños y vivían en los sucios y diminutos apartamentos de las altas casas de vecindad. Y entre ellos se reclutaba a los soldados de las cohortes de la ciudad.

Al día siguiente de la decisión tomada por el Senado, partieron al amanecer seis cohortes. El mando fue encomendado a un joven senador, Varinio Glabro, a quien se entregó el símbolo de legado y se le envió como representante directo del Senado. En Roma no faltaban hombres de más edad y con más años de experiencia militar, pero durante años Roma se había visto corroída por una lucha intestina por el poder, y el Senado era celoso en extremo de darle poderes militares a manos ajenas al cuerpo. Varinio Glabro era vanidoso, más bien estúpido, pero, desde el punto de vista político, era fiable.

Por aquel entonces tenía treinta y nueve años y, a través de su madre, tenía excelentes conexiones familiares. No era excesivamente ambicioso y tanto él como su familia recibieron la designación como una oportunidad de conquistar considerable gloria sin incertidumbre alguna. Al elegirlo, la mayoría del Senado afirmaba su posición con toda una sección de la población patricia. Los oficiales bajo sus órdenes habrían de hacer todo cuanto debiera ser hecho en el sentido militar, y en cuanto a las escasas decisiones que él tuviera que adoptar, le fueron dadas instrucciones explícitas y cuidadosamente redactadas. Debía conducir a sus hombres a Capua a paso de campaña, lo que equivalía a unos treinta y dos kilómetros al día. Esa distancia iba a ser recorrida en su totalidad por la vía Apia, lo que significaba que habría convoyes que se encargarían del transporte de alimentos y agua y que los legionarios comunes deberían llevarlos en sus propias espaldas. Sus tropas deberían pasar la noche al raso en las afueras de las murallas de Capua y no permanecer más de un día en la ciudad, para recibir información sobre los progresos realizados por los esclavos en su revuelta y preparar los planes para ponerle fin. Después de eso, debía dar cuenta al Senado de sus planes, pero proceder a cumplirlos sin esperar confirmación. Debía enfrentarse a los esclavos en la forma que le pareciera más conveniente, pero debía realizar todos los esfuerzos posibles para capturar a los cabecillas de la rebelión y enviarlos a Roma, junto con el mayor número posible de prisioneros, para que se los juzgara y castigara públicamente. Si el consejo de Capua solicitara símbolos de castigo, tenía derecho a hacer crucificar diez esclavos en las afueras de dicha ciudad, pero solamente si ese número representara menos de la mitad de los capturados. Por órdenes explícitas del Senado, todo derecho de propiedad sobre los esclavos pasaba a manos del Senado y se instruía a Varinio en el sentido de que no admitiera reclamación alguna sobre dicha propiedad, aunque podía aceptar apelaciones, que podrían presentarse posteriormente ante la Comisión de Reclamaciones.

Todo esto sucedía antes de que en Roma hubiera indicio alguno de quién era el cabecilla de la rebelión. El nombre de Espartaco aún no era conocido, ni se entendía muy bien de qué modo se había producido el levantamiento en la escuela de gladiadores de Baciato. Las cohortes de la ciudad formaron para desfilar al romper el alba, pero hubo algunas demoras debido a las disputas que se produjeron entre los oficiales en relación con la ubicación de las cohortes. El sol estaba muy alto en el cielo cuando comenzaron la marcha. La emocionante música militar de los tambores y los pífanos se oyó en toda la ciudad y cuando llegaron a las puertas ya se había reunido allí una enorme multitud para verlos partir.

Graco lo recordaba muy bien, extraordinariamente bien. Él y otros dos senadores se sumaron a la multitud de las puertas, y recordaba qué hermoso espectáculo ofrecían las cohortes en su marcha, la banda ejecutando música marcial, las banderas al viento, los estandartes tan orgullosamente enarbolados, los cascos de los soldados con sus plumas inclinándose al marchar, y Varinio a la cabeza de la columna, llevando una pechera de bronce barnizada, montado sobre un hermoso caballo blanco y saludando con la mano a la multitud que lo aclamaba. No hay nada más emocionante en el mundo que el desfile de soldados bien disciplinados. Graco lo recordaba muy bien, por cierto.

V

Así fue cómo llegó el Senado a conocer el nombre de Espartaco y Graco recordó la vez primera que oyó pronunciarlo. Posiblemente fue ésa la primera vez que se lo nombró en voz alta en Roma. En el primer informe de Varinio enviado por correo rápido al Senado de Roma desde Capua se lo mencionaba discretamente, sin darle mayor importancia. El informe de Varinio no era un documento inspirado precisamente. Comenzaba con la fórmula de rutina: «Sea ésta la voluntad del noble Senado», y a continuación pasaba a describir detalladamente los escasos incidentes ocurridos durante la marcha a lo largo de la vía Apia y las informaciones recogidas en Capua. El acontecimiento principal de la marcha había sido el de que las tres cohortes que llevaban canilleras de bronce sufrían de dolorosas llagas en el empeine. Varinio había decidido que dichas canilleras fueran abandonadas y remitidas de vuelta a Roma. Los oficiales de las cohortes afectadas consideraban que tal decisión había sido tomada con mengua del honor de sus regimientos, que sus hombres habían sido ofendidos y que todo el asunto se habría resuelto con sólo engrasar un poco los pies de los afectados. Varinio cedió ante sus reclamaciones y como resultado de ello hubo que dejar en Capua a más de cien hombres, que no se encontraban en condiciones de prestar servicios. Otros varios cientos más de soldados cojeaban, pero se pensó que aun así podrían participar perfectamente bien en la campaña contra los esclavos.

(Graco dio un respingo cuando oyó usar la palabra «campaña».)

En cuanto a la rebelión, Varinio evidentemente osaba entre el deseo de informar sobre los hechos —respecto a lo que hizo muy poco— y el de aprovechar la oportunidad para sacar provecho en prestigio personal, lo que significa que se ocupó mucho de eso. Incluía una declaración de Baciato relativa a los antecedentes de la revuelta, y señalaba que «parecía estar dirigida por un tal Espartaco, un tracio, y por otro, Crixo, un galo». Ambos eran gladiadores, pero por el informe no era posible establecer de cuántos gladiadores se trataba. Varinio informó sobre tres casas de campo que habían sido incendiadas. Los esclavos de dichas casas de campo eran incuestionablemente fieles a sus amos; pero bajo amenaza de muerte habían sido obligados a plegarse a los esclavos rebeldes. Los que se negaron habían sido muertos en el acto.

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