Esta noche dime que me quieres (8 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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Fue Tancredi quien quiso que fuera así. Al principio Gregorio aceptó el encargo con algunas reticencias, pero en seguida entendió que era algo muy importante para Tancredi. Aquella red resolvía en poco tiempo todas sus necesidades, encontraba fácilmente una solución a cualquier problema o le allanaba el camino. Y desde aquel día miró al joven con otros ojos.

Gregorio mantenía una excelente relación con Tancredi. Su padre lo había llamado cuando él era muy pequeño para que fuera su tutor, su guardaespaldas, su chófer… pero también, en cierto modo, para que ocupara su lugar. Llegó a la villa con casi treinta años.

—¿Por qué llevas pistola?

El pequeño Tancredi estaba asomado a la ventana que daba al jardín. Hacía rato que Gregorio se había dado cuenta, pero había hecho como si nada. Tancredi, el más pequeño de los hermanos, también era el que más curiosidad sentía por él.

—¿Esto? —Sonrió levantando la mirada hacia el niño que estaba en la ventana—. Sirve para que las personas malas se porten bien.

Tancredi se dio la vuelta, salió por la puerta y se apoyó en la silla de mimbre que descansaba en el rincón.

—¿Y cuántas personas malas hay? ¿Más que buenas?

Se quedó contemplándolo con una mirada ingenua y una bonita sonrisa infantil, esperando, curioso, su respuesta.

Gregorio terminó de engrasar la pistola y se la metió en la funda que llevaba bajo el hombro derecho.

—Hay el mismo número de personas buenas que de malas. Pero los buenos a veces se olvidan de las cosas en las que creían.

A Tancredi le gustó la respuesta, pese a que quizá no la entendió del todo.

—Pues tienes que disparar a Gianfilippo. Me dijo que jugaríamos al tenis juntos, pero ahora está en la pista con su amigo. Antes era bueno, pero ahora se ha vuelto malo.

Gregorio le acarició la cabeza.

—No te vuelves malo por tan poca cosa.

—¡Pero me lo había prometido!

—Entonces ha sido sólo un poco malo. Vamos a ver los caballos, ¿te apetece?

—Sí, me gustan…

Llegaron a los establos y pasaron allí toda la tarde. Acariciaron a un joven caballo árabe que no sabían de dónde procedía. Gregorio se encontraba a gusto con Tancredi; siempre había deseado tener un hijo y tal vez la vida todavía le tuviera reservada aquella sorpresa. Pero, por cómo estaba acostumbrado a vivir, no iba a resultarle fácil.

Siempre había mantenido relaciones muy breves, el tiempo que duraba su permanencia en un lugar. Pero entonces ya hacía varios meses que vivía con aquella familia; le pagaban bien, el sitio le gustaba y quizá aquella vez se quedara más tiempo que de costumbre. A lo mejor conocía a una chica del lugar y pasaba el resto de su vida allí.

Tancredi le tiró de la chaqueta.

—Gregorio, ¿puedo montarlo?

—¿No te da miedo?

—¿Por qué tendría que dármelo? Este caballo es mío, me lo ha regalado mi padre.

«Claro, este niño razona así.»

—Pero no es una cosa, es un animal, y los animales son distintos de los hombres. Son instintivos. No los puedes comprar: si se encuentran a gusto contigo no tendrás problemas; en otro caso, podría ser que nunca fuera tuyo.

—¿Ni siquiera si lo he pagado yo…?

Gregorio sonrió.

—Ni siquiera en ese caso.

—¿Y cómo hay que hacerlo, pues?

—Con amor. Ven. —Lo cogió en brazos, lo acercó al caballo y, poco a poco, le condujo la mano hacia la crin—. Eso es, acarícialo, así. —Pero apenas Tancredi lo intentó, el caballo relinchó y levantó el hocico de repente, así que el niño retiró la mano en seguida, asustado. Gregorio Savini rompió a reír.

—¡Pero cómo! ¡Si has dicho que no te daba miedo!

—¡Tú has hecho que me asuste con todo lo que me has dicho!

Gregorio lo dejó en el suelo. Era listo.

—Toma, dale esto… —Le pasó un poco de azúcar. Aquella vez el caballo se mostró más tranquilo y Tancredi consiguió meterle los terrones en la boca antes de retirar la mano.

Apenas una semana después estaba sobre el caballo y paseaba por el recinto, frente a los establos. Gregorio lo controlaba con una cuerda larga y lo hacía girar en círculos, poco a poco. El propio Tancredi, espoleándolo dentro de sus posibilidades, puso al caballo al trote.

—Mira, Gregorio… Ya va, camina… ¡Funciona!

—Recuerda que es un animal y necesita tu amor.

Mientras avanzaba, Tancredi le acarició el cuello a su montura y le dijo algo al oído. Gregorio estaba contento de haberlo enseñado a montar a caballo. Aquélla fue una de las muchas cosas que le enseñó. Pero después Tancredi creció y, tras la muerte de Claudine, cambió. A los diecinueve años decidió abandonar para siempre la villa del Piamonte; empezó a viajar y quiso que Savini estuviera siempre con él. Quizá también por aquel motivo había abandonado Gregorio la idea de tener un hijo, porque, en cierto sentido, lo había encontrado en él y, además, sin las naturales complicaciones de tener cerca a una mujer. Su relación había ido fortaleciéndose a pesar de que siempre habían mantenido una cierta distancia.

—Bueno, hemos llegado.

Las hélices del motor empezaron a girar más despacio en el momento en que los patines tocaron el suelo cubierto de nieve. No habían bajado todavía del helicóptero, cuando un viejo indio fue a su encuentro.

—¡Bienvenidos! ¿Cómo ha ido el viaje?

—Muy bien, gracias.

—Me imagino que querrán descansar un poco… Hay dos tiendas a su disposición. Dentro encontrarán prendas nuevas para ir más abrigados, como me habían pedido. Les he hecho traer anoraks de micro-fibra con forro polar. Vayan, vayan; les esperaré aquí fuera.

Tancredi miró a Gregorio y le sonrió. Savini había pensado en todo, incluso en los más pequeños detalles, y en poquísimo tiempo. Un hombre así no tenía precio. «He tenido suerte», pensó, y desapareció en el interior de su tienda. Cuando salió más tarde, Gregorio y el indio ya estaban listos. Subieron los tres al todoterreno y ascendieron por la montaña utilizando caminos estrechos.

—Me llamo Peckin Puà. O al menos así me llaman por aquí. Mi verdadero nombre es muy largo y mucho más difícil, así que es inútil que se lo diga. Ya estoy tan acostumbrado a éste que, si me llamaran por el otro, quizá ni siquiera me volvería… Ah, ah. —Se rio él solo, con una carcajada un poco grotesca que al final se convirtió en un ataque de tos que dejó entrever su mal hábito de fumador. Sin embargo, aquello no tenía ninguna gracia.

Tancredi y Gregorio se miraron. Este último extendió los brazos; se sentía en cierto modo responsable de aquella inútil tentativa de comedia. Tancredi le sonrió; aquello también formaba parte de la belleza del escenario. El todoterreno subía por la estrecha y empinada pista forestal. El sol iba ascendiendo con rapidez y algunas paredes se iluminaron de repente. La nieve brillaba y reflejaba la luz rosada del alba, que iba descubriendo los recovecos más oscuros y escondidos.

—Nos detendremos aquí.

Bajaron los tres del todoterreno.

Peckin Puà cerró las puertas y abrió el gran maletero.

—Pónganse esto… —Les tendió unas raquetas de nieve enormes. Tancredi y Gregorio se las calzaron a toda prisa—. Y ahora cojan esto.

Les pasó el verdadero motivo por el que Tancredi había querido ir hasta allí arriba: las ballestas de fibra de carbono. Ligeras, precisas, mortales. Tenían diez flechas preparadas en el disparador e, hipotéticamente, un alcance y una precisión de hasta trescientos metros. Tancredi había descubierto aquella arma mortal leyendo un artículo, y la idea de que en Canadá existiera aquella nueva modalidad de caza lo había entusiasmado al instante.

—Vamos por aquí. Mantengan las puntas hacia abajo.

Peckin Puà había dejado de bromear. Caminaron con lentitud por el cañón y, con gran esfuerzo, subieron una colina de nieve fresca. Siguieron así durante más de una hora, hasta que llegaron a la entrada de un desfiladero más pequeño.

—Chisss… —El indio se acuclilló detrás de una roca—. Tienen que estar por aquí.

Poco a poco, sacó con cuidado la cabeza por detrás de una piedra. Sonrió. Sí. Tal como pensaba. Pacían tranquilos en un pequeño claro, arrancaban minúsculas bayas de algunos arbustos. El sol ya estaba alto y hacía más calor. Tancredi y Gregorio se acercaron a las rocas y miraron hacia donde indicaba Peckin Puà. Entonces los vieron. Se trataba de una magnífica pareja de ciervos blancos. Uno de ellos era grande, alto, solemne; tenía los cuernos tupidos y fuertes y, de vez en cuando, se le enredaban entre los matorrales y los sacudía. Casi arrancaba las plantas, tal era la fuerza de su cuello. Al hacerlo, también ayudaba a su compañera a comer, pues ésta recogía las bayas que caían sobre la nieve. Peckin Puà cogió los prismáticos que llevaba al cuello y los enfocó. Luego miró la numeración que aparecía en las lentes.

—Hay más de trescientos metros. Es un disparo imposible.

—Difícil, pero no imposible —repuso Tancredi mientras liberaba el seguro de la ballesta.

El indio esbozó una sonrisa.

—Sí, casi imposible y muy afortunado.

Tancredi se agachó, armó la ballesta y la apoyó contra las rocas. Luego acercó el ojo a la mirilla. De repente, aquel ciervo macho apareció en la lente. Precioso, distraído, inocente. Bajo el sol, continuaba su lucha con las ramas de los arbustos, casi se los sacudía de encima; bailaba con los cuernos arqueando la espalda, mostrando la fuerza de sus músculos, de aquellas patas salvajes acostumbradas desde siempre a trepar entre las rocas. Entonces fue como si hubiera oído algo. Se detuvo de pronto en el silencio. Alzó la cabeza y fijó la mirada en un punto. Se mantuvo quieto, inmóvil, acechante. Había percibido algo: un peligro, otro animal o, peor aún, el hombre. El ciervo se volvió con brusquedad una, dos veces. Los reflejos del sol deslumbraron su mirada y no vio nada. Entonces, incauto, volvió a ocuparse del arbusto.

Tancredi llevó el índice al gatillo.

—Quieto. —La mano del indio se posó de repente sobre su ballesta.

Tancredi se volvió hacia él. Lo observó. El indio no se separaba de sus potentes prismáticos.

—Mira.

Señaló con la mano en la misma dirección. Tancredi volvió a poner el ojo en la mirilla y la desplazó unos milímetros. Entre los dos ciervos, apareció de súbito un jovencísimo cervatillo blanco. Inseguro, intentaba caminar sobre sus delgadas patas; resbalaba, de vez en cuando se caía de bruces sobre la nieve. Entonces la madre lo volvía a poner en pie ayudándolo como podía, empujándolo por debajo. Bajo el sol, entre las montañas cubiertas de nieve, reinaba el silencio.

Los altos pinos cubiertos de nieve iban descargando las ramas. También se oía el sonido de una cascada, amortiguado por aquel último manto de nieve que lo cubría todo bajo los árboles; el eco flotaba ligero por todo el valle. La familia de ciervos blancos era libre, feliz, completa en su perfecto ciclo natural: vivir, alimentarse, reproducirse.

Peckin Puà sonreía mientras los miraba.

—Ya encontraremos otros ejemplares más hacia allá, movámonos. Tancredi se limitó a sacudir la cabeza. Gregorio comprendió lo que quería decir. Detuvo al indio.

—Hemos venido a cazar, no a hacernos los sentimentales.

—Pero…

—El dinero que ha pedido, y es mucho, no incluye dejarse llevar por las emociones.

La discusión habría continuado de no haber sido por aquel inesperado silbido. La ballesta vibró mínimamente. La flecha había salido. Peckin Puà cogió los prismáticos con ambas manos, los apretó con fuerza y se los llevó en seguida a los ojos intentando ver, seguir aquella flecha con la esperanza de que fallara. Desde trescientos metros de distancia, aquel inexperto cazador podría haber errado la diana. En cambio… ¡Zas! Pareció que aquella imagen inmaculada —los dos jóvenes ciervos, el pequeño en medio de ellos, la montaña blanca a sus espaldas, el manto de nieve sobre los árboles— de golpe se hiciera añicos. La nieve que había a los pies de aquel cuadro empezó a teñirse de rojo. El indio soltó los prismáticos.

—Ha fallado su objetivo.

Tancredi volvió a poner la ballesta en su sitio.

—No. Era el más difícil. Había apuntado hacia él.

El pequeño cervatillo dobló las patas y cayó al suelo de bruces sobre la nieve. Una flecha le atravesaba el cráneo y a su lado se formó lentamente un pequeño charco de sangre. Los dos ciervos adultos permanecían inmóviles; observaban a su criatura sin comprender. La cacería había terminado.

—Volvamos a la ciudad.

11

Roma. Aventino. Por las callejuelas de los alrededores de las viejas arcadas, al principio de la via Appia, entre las villas romanas y las grandes piedras del pasado, corría Tancredi.

Pinceladas de verde, calor. Se mantenía en forma cada mañana, allí donde estuviera: Nueva York, San Francisco, Londres, Roma, Buenos Aires, Sidney. Para él correr era una distracción; le servía para ordenar sus pensamientos, para organizar jornadas, programas y deseos. Las mejores ideas se le habían ocurrido siempre mientras corría. Era como si ellas solas fueran saliendo a la luz poco a poco, como si de aquel modo se definiera el siguiente paso que tenía que dar.

Apretó el ritmo. En su minúsculo iPod último modelo se almacenaban éxitos de todo el mundo: Shakira, Michael Bublé, Coldplay… una lista de temas que le había preparado Ludovica Biamonti. Ella había ocupado el puesto de Arianna y, desde hacía más de tres años, todo marchaba de la mejor manera posible. Era una estilista personal perfecta, de un gusto impecable. Había creado un entramado de profesionales que se ocupaban del más mínimo detalle de la vida de Tancredi: el agua que le gustaba beber, la Ty Nant, estaba en todas sus casas —tanto en Sicilia como en el Piamonte, tanto en París como en Londres, tanto en Nueva York como en su minúscula isla en las Fiji—. Aquélla sería el agua que encontraría allí donde estuviera. Y lo mismo ocurría con la selección de los vinos, del café y de cualquier otro producto, puesto que todo se examinaba, probaba y evaluaba antes de ocupar su lugar en las distintas casas de su propiedad. El proceso no se detenía ahí: cada fin de mes, se hacía en cada casa un inventario completo de lo que había y lo que faltaba; así Tancredi podía aparecer en cualquier momento y tener la sensación de haber estado viviendo allí desde el día anterior. No faltaba ni pan fresco ni leche; tampoco el periódico ni información acerca de los últimos acontecimientos importantes del lugar donde se encontraba y de los sucesos internacionales.

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