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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (16 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Ante aquella imagen, Charles Smith se sintió de pronto salir de la sombra. ¿Quién hubiera podido censurarle que, por un instante, soñara que él era el virrey de la India?

Al ponerse su guerrera cargada de estrellas y condecoraciones, el joven almirante no podía por menos que pensar en las mágicas semanas que había vivido veinticinco años antes junto a su primo el príncipe de Gales con ocasión de su descubrimiento de la India. Ambos se habían sentido deslumbrados por la pompa que rodeaba al legendario personaje del virrey. Acompañaban tanta solemnidad, lujo y respeto hasta al más mínimo de sus gestos, que el príncipe de Gales había anotado: «Nunca comprendí cómo debían vivir los reyes hasta que vi al virrey de la India».

Mountbatten recordaba ahora su asombro ante todos los signos del poder imperial; concretaban en la persona de un solo inglés el vasallaje de las muchedumbres más densas del Globo. Rememoraba su admiración al ver la vieja y suntuosa etiqueta de las Cortes de Europa mezclarse sutilmente con los fastos de Oriente. Mientras se vestía, evocaba todos los mitos de la India imperial que tan ardientemente había amado.

Y, sin haberlo deseado, el trono de aquel imperio, todo su esplendor y su ceremonial estaban ahora a punto de pertenecerle. Pero su reinado no se parecería a la alegre cascada de fiestas y de partidas de caza que habían inflamado sus sueños de adolescente. Sus ambiciones juveniles iban a verse colmadas, pero el cuento de hadas había muerto.

Unos golpecitos dados en la puerta sorprendieron al virrey en su meditación. Se volvió y sonrió a la resplandeciente silueta que entraba. Su mujer llevaba un largo vestido de lamé plateado y ceñía la banda de la gran cruz de los caballeros de San Juan de Jerusalén. Lucía una diadema de diamantes en sus finos cabellos castaños. Era tan esbelta y parecía tan joven como el día en que, de su brazo, había salido de St. Margaret de Westminster.

Retrato de una aristócrata, bella, rica y valerosa

Como su marido, Edwina Mountbatten parecía haber sido agraciada con todos los dones de la Providencia. Era bella. Era inteligente. De su abuelo materno, Sir Ernest Cassel, había heredado una fortuna considerable, y los antepasados de su padre, entre los que, en el siglo XIX, habían figurado el gran ministro Lord Palmerston y el conde de Shaftesbury, célebre político y filántropo, le habían legado una envidiable posición social. Sin embargo, oscuras nubes habían ensombrecido el comienzo de su vida. Con la muerte precoz de su madre, una infancia desgraciada le había dejado un carácter retraído. Contrariamente a su efervescente esposo, que no vacilaba jamás en ejercer la crítica y en aceptar la ajena con el mismo orgulloso aplomo, la cosa más nimia podía herir a Edwina. «A Lord Louis puede uno decirle lo que quiera y como quiera —observaba un íntimo del matrimonio—. Con Lady Louis, hay que andar de puntillas». Pero su encanto irresistible y su gran sentido del humor prevalecían siempre.

Edwina ocultó su timidez y su naturaleza introvertida tras la máscara de una vitalidad exuberante. Se creó el personaje de una mujer desbordante de entusiasmo, de energía, de equilibrio. Bajo esta imagen se escondía una salud frágil puesta a prueba por la trepidante actividad a que se obligaba. Sufría casi diariamente violentas jaquecas de las que nadie, fuera de sus íntimos, tenía conocimiento: había renunciado a compadecerse de sí misma.

Al contrario que su marido, tan seguro de sí mismo que se solía jactar de «no atormentarse nunca», Edwina era una presa siempre de alguna inquietud. Aunque se adormecía nada más posar la cabeza sobre la almohada, no podía conciliar el sueño si no era con la ayuda de un somnífero.

Durante los catorce primeros años de su matrimonio, mientras Louis Mountbatten ascendía pacientemente los peldaños de su carrera de marino, ambos habían tenido especial cuidado en que ni su posición social ni la fortuna de ella intervinieran en su vida cotidiana en el seno de la Royal Navy. En compensación, tan pronto como abandonaban las bases navales, en Londres, en París, en la Costa Azul, Edwina se convertía, cuenta su hija, en «la más perfecta de las mariposas mundanas», en una anfitriona consumada, en una noctámbula empedernida que atravesaba los años locos con la gracia y el frenesí de una heroína de Fitzgerald. Cuando no giraba vertiginosamente sobre una pista de baile, se lanzaba a alguna insólita aventura. Capeaba un temporal en el sur del Pacífico a bordo de una goleta cargada de copra; inauguraba la línea aérea entre Londres y Sidney; atravesaba los Andes a caballo; era la primera mujer europea que seguía la nueva ruta de Birmania.

Este período alegre y despreocupado tocó a su fin en 1936 con la invasión de Etiopía por Mussolini. Edwina se negó a evacuar Malta con las familias de los colegas británicos de su marido y por las antenas de la radio local se convirtió en la voz de la isla. La crisis de Munich culminó la mutación: la turbulenta heredera se lanzó súbitamente en cuerpo y alma a la acción política y social. Durante la guerra, con una energía y una dedicación que jamás desfallecieron, ejerció el mando de las sesenta mil enfermeras de la
St. John Ambulance Brigade
, la más importante organización británica de asistencia a los heridos y enfermos de guerra. Tras la capitulación de Japón, su marido le encargó una peligrosa misión en los campos de prisioneros aliados; organizó en ellos los socorros y la evacuación de los casos más desesperados. Antes, incluso, de que los primeros soldados de Mountbatten hubieran puesto el pie en la península malasia, Edwina —teniendo por toda protección una carta de su marido y por toda escolta una secretaria, un oficial y un ayudante de campo indio— se adentró en una parte del país completamente controlada todavía por los japoneses. Continuó hasta Balikpapan, Manila y Hong Kong, obligando en todas partes a los japoneses a suministrar los alimentos y medicinas necesarios para la supervivencia de sus prisioneros hasta la llegada de los aliados. Millares de hombres extenuados por el hambre, la enfermedad y, sobre todo, los malos tratos, le deben la vida. Numerosas condecoraciones vinieron a recompensar el sentido del deber y la absoluta abnegación de que dio pruebas durante toda la guerra.

Ahora, en Nueva Delhi, era llamada a desempeñar un papel fundamental junto a su marido, convirtiéndose a la vez en su confidente, su emisaria en los momentos críticos y su embajadora ante las mujeres de los dirigentes indios con los que iba a tener que negociar.

A semejanza de Lord Mountbatten, ella dejaría en la India la huella de su estilo y carácter. Su sorprendente capacidad de adaptación le permitía recibir, resplandeciente bajo la tiara de diamantes, a cien comensales en torno a una mesa cubierta de plata y patear pocas horas después por el barro de un campo de refugiados, vestida con un sencillo uniforme caqui y acariciando la cabeza de un niño que agonizaba a consecuencia del cólera. En estos momentos, daba invariablemente pruebas de una verdadera compasión que no siempre manifestaba el virrey. Conmovidos por su sinceridad, los indios demostrarían un día su afecto a Edwina Mountbatten como no lo habían hecho jamás por ninguna otra inglesa.

«¡Qué extraña consagración de nuestros destinos en este día!», pensaba Mountbatten, admirando a su esposa, que avanzaba hacia él. Menos de un kilómetro les separaba, en efecto, del lugar en que, veinticinco años antes, había pedido a Edwina Ashley que se casara con él. Era el 14 de febrero de 1922, en el transcurso de un baile ofrecido por el virrey de la India en honor del príncipe de Gales y cuando comenzaba el quinto vals. Su anfitriona, la virreina, marquesa de Reading, no había parecido alegrarse al conocer la noticia. «Esperaba —escribió a la tía de la joven prometida— que Edwina hubiera elegido alguien con un porvenir más brillante».

Ahora Mountbatten se acordaba de estas palabras. Sin poder contener una sonrisa, tomó el brazo de su esposa y la condujo hacia el trono de púrpura y oro que había sido el de la marquesa de Reading.

La India había sido siempre una tierra de extraordinaria suntuosidad. En este 24 de marzo de 1947, la pompa victoriana, aliada con la magnificencia mogol, conservaba todo su esplendor. Desplegados al pie de la escalinata que ascendía hacia la
Durbar Hall
, la sala del trono situada en el corazón del palacio, destacamentos del Ejército de la India, de la Marina y la Aviación, rendían honores. Con sus lanzas centelleando al sol de la mañana, los caballeros de la guardia del virrey, vestidos con guerreras rojas y doradas, calzones blancos y botas negras, formaban un pasillo de honor hasta la entrada.

En el interior, bajo la cúpula de mármol blanco, esperaba toda la crema de la India: los jueces del Tribunal Supremo con togas negras y pelucas rizadas, tan británicos como las leyes de que eran custodios; los altos funcionarios del
Indian Civil Service
, procónsules del Imperio, cuya palidez anglosajona contrastaba con los oscuros perfiles de sus jóvenes colegas indios; una delegación de maharajás resplandecientes de rasos y joyas y, sobre todo, Jawaharlal Nehru con sus compañeros del partido del Congreso, tocados todos con el famoso gorro blanco, signo de unión de los combatientes de la independencia.

Cuando el cortejo penetró en la sala, cuatro trompetas disimuladas en otros tantos nichos bajo la cúpula iniciaron suavemente una marcha. Cuando el nuevo virrey y su esposa franquearon la gran puerta, trompetas y luces estallaron triunfalmente bajo las bóvedas.

Louis y Edwina Mountbatten se dirigieron lentamente hacia sus tronos. A medida que se acercaban a ellos, Mountbatten sentía crecer en su interior la mismo tensión que había conocido hacía poco en la pasarela del
Kelly
y en los instantes que precedían al combate. Imprimiendo a sus gestos toda la majestuosidad que requería la solemnidad del momento, el virrey y la virreina se detuvieron ante los tronos, coronados por un dosel de terciopelo carmesí.

El presidente del Tribunal Supremo se adelantó y, con la mano derecha levantada, Mountbatten pronunció el juramento que hacía de él el nuevo virrey de la India. Al terminar de recitar las palabras rituales, retumbó a través de la sala el fragor de los cañones de la
Royal Horse Artillery
instalados en el patio. En el mismo instante, de uno a otro confín de la India, otros cañones se asociaron a las treinta y una salvas de la triunfal investidura. Bajo las murallas del fuerte de Landi Kotal, puerta del paso de Khyber, y las del fuerte William de Calcuta, desde donde Inglaterra había partido sin quererlo a la conquista de la península; bajo los muros de la residencia de Lucknow, donde desde hacía casi un siglo la bandera británica no había descendido jamás de su asta en recuerdo del sacrificio de los ingleses caídos durante el sangriento levantamiento de 1857; en el cabo Comorin, cuyos arrecifes habían visto pasar los galeones de Isabel I; ante el fuerte San Jorge de Madrás, donde una placa de oro conmemoraba el acto de la compra de la primera concesión territorial de la Compañía de la India; en Poona, en Peshawar y en Simla, en todos los lugares de la India en que existía una guarnición, las tropas alineadas en formación de desfile presentaron armas. Tiradores de las fuerzas de la frontera, lanceros de los regimientos de caballería, cipayos, sikhs y dogras, jats y pathans, madrassis y mercenarios gurkhas, todos contuvieron el aliento mientras los cañones hacían tronar las últimas salvas del Imperio y las bandas interpretaban el
God Save The King
.

Mountbatten avanzó entonces hacia la asamblea de notables reunidos ante él. «No me hago ilusiones sobre la dificultad de mi tarea —declaró—. Necesitaré de la buena voluntad de todos y pido a la India que me testimonie desde hoy esa buena voluntad. Evitad toda palabra o todo acto que pudieran aumentar el número de víctimas inocentes».

Unos guardias abrieron entonces las hojas de la maciza puerta de teca de Assam, y Mountbatten descubrió ante sí la real perspectiva de los estanques y los céspedes que se perdían a lo lejos hacia el corazón de Nueva Delhi. Resonaron de nuevo las trompetas. El joven almirante sintióse invadido por una oleada de confianza. Sabía que esta breve ceremonia hacía de él uno de los hombres más poderosos de la Tierra. Ostentaba ahora un poder casi absoluto de vida y muerte sobre más de cuatrocientos millones de hombres, la quinta parte de la Humanidad.

Menos de una hora después, el nuevo virrey de la India se instalaba ante su mesa de trabajo, sobre la que un ordenanza depositó inmediatamente un cofrecito de cuero verde. Mountbatten lo abrió y sacó de él un documento. Era la brutal confirmación de sus pensamientos: la petición de indulto de un condenado a muerte. Mountbatten leyó atentamente la última súplica de un hombre que había matado salvajemente a su mujer ante un grupo de testigos. Su caso había sido pasado tan bien por el cedazo de todas las apelaciones previstas por la ley, que no podía invocarse ya ninguna circunstancia atenuante. El virrey vaciló unos momentos, tomó su pluma y realizó el primer acto oficial de su reinado. «No existe ningún motivo para el ejercicio real del derecho de gracia», escribió sobre la portada del documento.

Antes de imponer su voluntad a los jefes políticos de la India, Louis Mountbatten consideró que debía empezar por imponerse él mismo a la India. El último virrey volvería tal vez a Inglaterra «con el cuerpo acribillado a balazos», pero, mientras tanto, no se parecería a ninguno de sus predecesores. Creía firmemente «que era imposible ocupar el trono de la India sin ofrecer un gran espectáculo». Había sido enviado a Nueva Delhi para poner fin al reinado de Inglaterra, pero estaba decidido a hacer de ese crepúsculo una magnificente ostentación de oro y púrpura, a resucitar en un último fuego de artificio todos los fastos del Imperio.

Ordenó restablecer todo el protocolo imperial abandonado durante la guerra, los espléndidos relevos de la guardia a caballo ante las puertas de su palacio, los recargados uniformes de los ayudantes de campo, los desfiles militares, todo aquel ceremonial cuyo despliegue le procuraba un vivo placer. Perseguía con ello un objetivo más ambicioso que la satisfacción de sus gustos. El construir en torno a su persona un resplandeciente decorado de poderío y de gloria facilitaría la ejecución de sus designios políticos. Iba a sustituir la operación «Casa de Locos» por la operación «Seducción», destinada a impresionar a las masas indias, tanto como a sus jefes. Su programa era una hábil mezcla de pompa patricia y de gestos populares, de viejos espectáculos de ayer y de nuevas iniciativas prefiguradoras de la India del mañana.

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