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Authors: Ian McEwan

Expiación (7 page)

BOOK: Expiación
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Desde la ventana de la habitación donde estaba ahora vio que Briony había cruzado el puente a la isla, caminaba por la orilla herbosa y comenzaba a perderse de vista entre los árboles a la orilla del lago que circundaban el templo de la isla. Más allá, divisó apenas las dos figuras con sombrero sentadas en el banco a la espalda de Hardman. Entonces vio a una tercera figura en la que no había reparado y que avanzaba por el sendero de entrada hacia el carruaje. Sin duda era Robbie Turner, de regreso a su casa. Se detuvo, y conforme los visitantes se acercaban, su silueta pareció fundirse con las de los recién llegados. Se imaginó la escena: los puñetazos viriles en el hombro, el jugueteo. Le disgustó que su hermano no supiese que Robbie había caído en desgracia; se apartó de la ventana con un sonido de exasperación y se dirigió a su cuarto en busca de un cigarrillo.

Sólo le quedaba un paquete, y lo encontró al cabo de unos minutos de un frenético rastreo entre el caos que reinaba en el bolsillo de su bata azul de seda, tirada en el suelo del cuarto de baño. Encendió el cigarrillo mientras bajaba por la escalera al vestíbulo, a sabiendas de que no se hubiera atrevido a prenderlo de haber estado su padre en casa. El padre tenía ideas concretas sobre dónde y cuándo podía verse a una mujer fumando: no en la calle, ni en ningún otro espacio público, ni tampoco al entrar en una habitación, ni estando de pie, y únicamente cuando le ofrecían tabaco, pues nunca debía tener el suyo propio: ideas tan evidentes para él como la justicia natural. Tres años entre los refinados de Girton no habían infundido a Cecilia el valor de enfrentarse con él. Las desenfadadas ironías que ella hubiese podido prodigar en compañía de sus amigos la abandonaban en presencia de su padre, y notaba que la voz se le apagaba a la hora de intentar contradecirle dócilmente. De hecho, le incomodaba discrepar con su padre respecto a cualquier cosa, aunque fuera un insignificante pormenor doméstico, y nada de lo que la gran literatura pudiese haber hecho por modificar la sensibilidad de Cecilia, ni enseñanza alguna de crítica práctica, lograba del todo eximirla de obediencia. Fumar en la escalera cuando su padre estaba en su despacho de Whitehall era toda la rebeldía que su educación le consentía, e incluso eso no sin cierto esfuerzo.

Cuando llegó al espacioso rellano que dominaba el vestíbulo, Leon estaba cediendo el paso a Paul Marshall en la puerta abierta de par en par. Danny Hardman estaba detrás de ellos, con el equipaje de ambos. Al viejo Hardman se le veía apenas en el exterior, mirando mudo el billete de cinco libras que tenía en la mano. La luz indirecta de la tarde, que se reflejaba en la grava y se filtraba por el tragaluz, bañaba el vestíbulo en los tonos naranja amarillentos de un grabado sepia. Los hombres se habían quitado el sombrero y la esperaban, sonrientes. Cecilia se preguntó, como hacía a veces cuando conocía a un hombre, si sería el hombre con quien se casaría, y si aquel momento en particular sería el que recordase durante el resto de su vida, con gratitud o con un profundo y especial remordimiento.

—¡Celia, hermanita! —la llamó Leon. Cuando se abrazaron ella notó contra su clavícula, a través de la tela de la chaqueta de Leon, una gruesa estilográfica, y olió a humo de pipa en los pliegues de su ropa, lo que despertó un instante de nostalgia por las visitas a la hora del té a habitaciones de hombres en las residencias universitarias, que en su mayor parte eran visitas corteses y anodinas, pero también alegres, sobre todo en invierno.

Paul Marshall le estrechó la mano e hizo una pequeña reverencia. Había en su cara algo cómicamente meditabundo. Sus primeras palabras fueron convencionales y sosas.

—He oído hablar muchísimo de ti.

—Y yo de ti.

De lo que ella se acordaba era de una conversación telefónica con su hermano algunos meses atrás, en la que habían hablado de si alguna vez habían comido, o llegarían a comer, una chocolatina Amo.

—Emily está descansando.

Apenas era necesario decirlo. Cuando eran niños, aseguraban que eran capaces de saber, desde el extremo más lejano del parque, gracias a un determinado grado de oscuridad en las ventanas, si su madre tenía una migraña.

—¿Y el viejo se queda a dormir en la ciudad?

—Quizás venga más tarde.

Cecilia era consciente de que Paul Marshall la estaba mirando, pero antes de mirarle ella tenía que preparar algo que decir.

—Los niños iban a organizar una función, pero parece que se ha ido al traste.

Marshall dijo:

—Puede que fuera tu hermana la niña que he visto en el lago. Estaba dando una buena tunda a las ortigas.

Leon se hizo a un lado para que el chico de Hardman pasara con las maletas.

—¿Dónde alojamos a Paul?

—En el segundo piso.

Cecilia había inclinado la cabeza para dirigir estas palabras al joven Hardman. Al llegar al pie de la escalera, el chico se detuvo y se volvió, con una maleta de cuero en cada mano, para colocarse frente al grupo situado en el centro del espacio ajedrezado de baldosas. Su cara expresaba una serena incomprensión. Cecilia le había visto últimamente merodeando alrededor de los niños. Tal vez le interesara Lola. Tenía dieciséis años y ya no era un chiquillo. Había desaparecido la redondez que Cecilia recordaba en sus mejillas, y el arco infantil de sus labios se había vuelto alargado e inocentemente cruel. La constelación de acné que perlaba su frente había adquirido un cariz nuevo, cuya profusión atenuaba la luz sepia. Cecilia comprendió que a lo largo de todo aquel día se había sentido extraña y veía las cosas de un modo extraño, como si todo se hallara ya en un pasado remoto, realzado por ironías postumas que no captaba del todo. Dijo al chico, pacientemente:

—La habitación grande después del cuarto de juegos.

—La habitación de la tía Venus —dijo Leon.

La tía Venus había sido durante casi medio siglo una crucial presencia sanitaria a lo largo de una franja de los Territorios del Norte de Canadá. No era la tía de nadie en particular o, mejor dicho, era la tía del difunto primo segundo del señor Tallis, pero nadie cuestionó su derecho, cuando ella se jubiló, a la habitación del segundo piso donde, durante la mayor parte de la infancia de los niños, había sido una inválida dulce y postrada en cama que se fue apagando hasta una muerte resignada cuando Cecilia tenía diez años. Una semana más tarde nació Briony.

Cecilia llevó a los visitantes al salón, cruzaron las puertaventanas y a través de los rosales se encaminaron hacia la piscina, que estaba detrás del edificio del establo, rodeada por sus cuatro lados por un espeso seto de bambú, y con una abertura en forma de túnel que servía de entrada. Lo cruzaron, agachando la cabeza por debajo de las cañas bajas, y salieron a una terraza de cegadora piedra blanca en la que el calor ascendía como un horno. En la densa sombra, bien apartada del borde del agua, había una mesa de cinc pintada de blanco, con una jarra de ponche helado debajo de un tapete de estopilla. Leon desplegó las sillas de lona y se sentaron con los vasos en la mano en un círculo llano frente a la piscina. Desde su posición, entre Leon y Cecilia, Marshall monopolizó la conversación con un monólogo de diez minutos. Les dijo lo maravilloso que era estar lejos de la ciudad, en la tranquilidad del aire campestre; a lo largo de nueve meses, durante cada minuto de vigilia de cada día, subyugado por una visión, había estado yendo de una sede a otra, de la sala del consejo a la planta de fabricación. Había comprado una casa grande en Clapham Common y apenas tenía tiempo de visitarla. El lanzamiento de Rainbow Amo había sido un éxito, pero sólo al cabo de varias catástrofes de distribución que ahora habían sido remediadas; como la campaña publicitaria había ofendido a varios obispos provectos, habían tenido que diseñar otra; luego surgieron los problemas derivados del éxito, las ventas increíbles, las nuevas cuotas de producción, las disputas acerca de las tarifas por las horas extraordinarias, y la búsqueda de un emplazamiento para una segunda fábrica, punto sobre el cual los cuatro sindicatos se habían mostrado hostiles y había habido que seducirlos y engatusarlos como a niños; y ahora, cuando todo había cuajado, se perfilaba el reto más serio todavía, el Amo Ejército: la chocolatina de color caqui con el lema de «¡Pasa el Amo!»; el proyecto se basaba en el supuesto de que el gasto consagrado a las fuerzas armadas aumentaría si Hitler no cerraba el pico; había incluso una posibilidad de que la chocolatina llegase a formar parte de la ración cotidiana del soldado; en tal caso, si había un alistamiento general, se necesitarían otras cinco fábricas; había miembros del consejo de administración que estaban convencidos de que tenía que haber y habría un arreglo con Alemania, y de que el chocolate para el ejército era un tema acabado; uno de ellos incluso acusó a Marshall de ser un belicista; pero, aun exhausto como estaba, y a pesar de haber sido calumniado, no se desviaría de su propósito, de su visión. Terminó repitiendo que era maravilloso encontrarse «aquí lejos», donde uno podía, por así decirlo, recuperar el aliento.

Al observarle durante los primeros minutos de su parlamento, Cecilia experimentó una grata sensación de que se le encogía el estómago mientras contemplaba lo deliciosamente autodestructivo, casi erótico, que sería estar casada con un hombre tan cercano a la belleza, tan sumamente rico, tan insondablemente estúpido. Le daría muchos hijos con la cara grande, todos ellos varones ruidosos y lerdos, apasionados por las pistolas, el fútbol y los aeroplanos. Le observó de perfil cuando él volvía la cabeza hacia Leon. Al hablar se le movía un músculo largo por encima de la línea de la mandíbula. De la ceja le salían unos cuantos pelos negros, espesos y rizados, y de los orificios de las orejas le brotaba idéntica vegetación negra, cómicamente ensortijada como vello púbico. Debería dar instrucciones a su barbero.

Al más leve desplazamiento de su mirada, Cecilia topaba con la cara de Leon, que miraba con cortesía a su amigo y parecía resuelto a no cruzar la vista con la de su hermana. De niños solían atormentarse mutuamente con «la mirada» en los almuerzos dominicales que sus padres daban a parientes ancianos. Eran ocasiones imponentes, dignas de la antigua cubertería de plata; los venerables tíos abuelos y tías y abuelos, por el lado materno de la familia, eran Victorianos, una gente desconcertada y severa, una tribu perdida que llegaba a la casa ataviada con capas negras después de haber errado quisquillosamente durante dos decenios por un siglo ajeno y frivolo. Aterraban a Cecilia, que tenía diez años, y a su hermano mayor, de doce, que estaban siempre al borde de un acceso de risitas. El que recibía la mirada quedaba indefenso, y el que la lanzaba inmune. Casi siempre ganaba Leon, cuya mirada eua falsamente solemne y consistía en bajar las comisuras de la boca al tiempo que ponía los ojos en blanco. Por ejemplo, le pedía a Cecilia, con la voz más inocente del mundo, que le pasara la sal, y aunque ella apartase la vista al entregársela, aunque volviese la cabeza y respirase hondamente, el mero hecho de saber que él le estaba lanzando la mirada bastaba para condenarla a noventa minutos de temblorosa tortura. Leon, entretanto, estaba libre, y sólo necesitaba rematarla de vez en cuando si le parecía que ella empezaba a recobrarse. Muy rara vez ella le había derrotado con un mohín altanero. Puesto que los niños estaban en ocasiones sentados entre adultos, lanzar la mirada tenía sus riesgos, ya que hacer muecas en la mesa podía deparar oprobio y una hora temprana de acostarse. La maña consistía en hacer el intento en el lapso entre, pongamos, lamerse los labios y sonreír ampliamente, y al mismo tiempo captar el ojo del otro. En una ocasión los dos habían levantado la vista y lanzado sendas miradas simultáneas, lo que provocó que Leon vertiera sopa por las ventanillas de la nariz sobre la muñeca de una tía abuela. Los dos niños fueron confinados en sus cuartos durante el resto del día.

Cecilia se moría de ganas de hablar con su hermano a solas y decirle que a Marshall le salía vello púbico por las orejas. Marshall estaba describiendo su disputa en el consejo con el hombre que le había llamado belicista. Ella levantó a medias el brazo como si fuera a alisarse el pelo. Automáticamente, aquel movimiento atrajo la atención de Leon, y en aquel instante ella le lanzó la mirada, que él no había visto desde hacía más de diez años. Frunció los labios y miró a otro lado, y encontró algo interesante que contemplar cerca de su propio zapato. Cuando Marshall se volvió hacia Cecilia, Leon alzó la mano ahuecada para taparse la cara, pero no pudo ocultar a su hermana el temblor que le recorría los hombros. Por suerte para él, Marshall estaba llegando a la conclusión.

—… donde uno puede, por así decirlo, recuperar el aliento.

Leon se levantó de inmediato. Caminó hasta el borde de la piscina y contempló una toalla roja, empapada y abandonada cerca del trampolín. Luego volvió donde estaban ellos, con las manos en los bolsillos, completamente repuesto. Dijo a Cecilia:

—Adivina a quién hemos visto al llegar.

—A Robbie.

—Le he dicho que venga a cenar esta noche.

—¡Leon! ¡No!

Él tenía ganas de chinchar. Su desquite, quizás. Dijo a su amigo:

—Así que el hijo de la asistenta consigue una beca para ir al colegio, y otra para Cambridge, donde estudia al mismo tiempo que Cee… ¡y ella apenas le dirige la palabra en tres años! No le dejaba ni
acercarse
a sus amigos señoritos.

—Deberías haberme consultado antes.

Estaba muy enfadada y, al advertirlo, Marshall medió, conciliador:

—En Oxford conocí a chicos que venían de escuelas públicas y había algunos inteligentísimos. Pero podían ser rencorosos, lo que me parecía excesivo.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó ella.

Él le ofreció uno de una pitillera de plata, le arrojó otro a Leon y se sirvió él mismo. Ahora los tres estaban de pie, y mientras Cecilia se inclinaba hacia el encendedor de Marshall, Leon dijo:

—Tiene una mente de primer orden, conque no sé qué demonios hace enredando en los arriates.

Ella fue a sentarse en el trampolín y trató de aparentar que estaba relajada, pero su tono fue tenso.

—Está pensando en estudiar medicina. Leon, ojalá no le hubieras invitado.

—¿El viejo le ha dicho que si?

Ella se encogió de hombros.

—Escucha, creo que deberías acercarte al bungalow y pedirle que no venga.

Leon se había dirigido hasta el extremo menos profundo de la piscina y miraba de frente a su hermana desde el otro lado de la lámina ligeramente ondulada de agua azul aceitosa.

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