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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Fantasmas (22 page)

BOOK: Fantasmas
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«Los otros habrán pensado lo mismo —se dijo—, y mira de qué les sirvió».

Recorrió de nuevo la habitación y se encontró una vez más de pie frente al teléfono, estudiándolo. Su mirada siguió un delgado cable negro grapado a la escayola. Ascendía unos tres metros por la pared y terminaba en un racimo de filamentos de cobre. Se sorprendió cogiendo el auricular otra vez, lo había hecho sin darse cuenta, y llevándoselo a la oreja; un acto inconsciente que delataba tal desesperanza, tal necesidad, que le hizo encogerse un poco. ¿Por qué instalaría nadie un teléfono en un sótano? Aunque también había un retrete. Tal vez, probablemente —qué pensamiento tan horrible— alguien había vivido una vez allí.

Después se encontró tumbado en el colchón, mirando al techo a través de la oscuridad color de jade, y por primera vez reparó en que no había llorado y en que tampoco tenía ganas de hacerlo. Estaba descansando a propósito, recobrando energías para la siguiente inspección de la habitación. La recorrería entera buscando algo que pudiera usar, hasta que Al volviera. Si encontraba algo, podría usarlo como arma contra él: un trozo de cristal, un muelle oxidado... ¿Tenía muelles el colchón? Cuando se sintiera con fuerzas para moverse otra vez, intentaría averiguarlo.

Para entonces, sus padres tendrían que saber que algo le había ocurrido y estarían histéricos. Pero cuando trató de imaginarse su búsqueda no veía a su madre llorando en la cocina, contestando a las preguntas de la policía, ni tampoco a su padre en la puerta del almacén de Poole apartando la vista de un agente que metía una botella de refresco de uva en una bolsa para analizarla en el laboratorio. En lugar de ello, se imaginó a Susannah de pie sobre los pedales de su bicicleta de diez marchas, recorriendo una calle tras otra de la zona residencial en que vivían, con el cuello de su cazadora vaquera subido y la cara contraída por el viento helado. Susannah era tres años mayor que Finney, pero ambos habían nacido el mismo día, un 21 de junio, un hecho que para ella revestía una importancia mística. A Susannah le encantaba el ocultismo, tenía una baraja de tarot y leía libros sobre la relación entre Stonehenge y los extraterrestres. Cuando eran más pequeños, tuvo un estetoscopio de juguete, que le gustaba colocar en la cabeza de su hermano y usarlo para escuchar sus pensamientos. En una ocasión, Finney sacó cinco cartas al azar de una baraja y Susannah las adivinó todas con sólo colocarle el estetoscopio en la frente —cinco de picas, seis de tréboles, diez y jota de diamantes y as de corazones—, pero nunca más consiguió repetir el truco.

Finney veía a su hermana mayor buscándolo por las calles que, en su imaginación, estaban libres de tráfico y de peatones. El viento soplaba en las copas de los árboles meciendo las ramas desnudas, de forma que parecían arañar fútilmente el cielo encapotado. A veces Susannah cerraba los ojos como para concentrarse mejor en un sonido que la llamaba desde la distancia. Lo escuchaba a él, aguardaba a oír su grito y que éste la guiara hasta él gracias a algún truco de telepatía.

Susannah giraba a la izquierda y después a la derecha, en dos movimientos automáticos, y descubría una calle que nunca antes había visto, un callejón sin salida, a ambos lados del cual había chalets con aspecto de estar abandonados, los jardines delanteros sin cuidar y juguetes esparcidos y olvidados en las rampas de entrada. Al ver esta calle el pulso se le aceleraba; tenía el fuerte presentimiento de que el secuestrador de Finney vivía en algún lugar de esa travesía. Seguía pedaleando más despacio y volviendo la cabeza a un lado y otro, inspeccionando con inquietud cada casa según pasaba por delante de ella. Toda la calle parecía sumida en un silencio improbable, como si todos sus habitantes hubieran sido evacuados semanas atrás junto con sus mascotas y tras haber cerrado todas las puertas y haber apagado cualquier luz. «Ésta no», decía para sí. «Ésa tampoco». Y así continuaba hasta el final de la calle y la última de las casas.

Bajaba un pie y se quedaba quieta apoyada en la bicicleta. Aún no había perdido la esperanza, pero mientras estaba allí parada, mordiéndose el labio, empezaba a pensar que no encontraría a su hermano, que nadie lo haría. Era una calle horrible y el viento soplaba frío. Podía sentir el frío en su interior, un hormigueo gélido detrás del esternón.

Entonces escuchaba un ruido, un tañido metálico que resonaba de forma extraña. Miraba a su alrededor, tratando de localizar su procedencia, y levantaba los ojos hacia el último poste de teléfono de la calle. Unos cuantos globos de color negro se habían quedado enganchados, enredados en los cables. El viento luchaba por liberarlos y se agitaban y chocaban entre sí, tratando de soltarse. Los cables telefónicos los mantenían inamovibles en su sitio. Susannah se estremecía al verlos. Eran aterradores —de alguna manera resultaban aterradores—, como una mancha negra en el cielo. El viento pulsaba las cuerdas que los ataban y las hacía vibrar.

Cuando sonó el teléfono Finney abrió los ojos. La pequeña historia que se había estado imaginando sobre Susannah se evaporó. Había sido una historia, ni siquiera una visión; una historia de fantasmas y el fantasma era él... o lo sería pronto. Se incorporó del colchón, sorprendido al comprobar que era casi de noche... y su vista se posó en el teléfono negro. Tenía la impresión de que el aire vibraba ligeramente como resultado del timbrazo que emitían las oxidadas campanillas al chocar contra la clavija.

Se puso en pie. Sabía que el teléfono no podía sonar realmente —lo que había oído era, seguro, producto de su adormecida imaginación— y sin embargo algo en su interior esperaba que sonara de nuevo. Había sido una tontería permanecer allí tumbado, soñando y malgastando así la luz del día. Necesitaba algo con que defenderse, un clavo torcido, una piedra. Dentro de poco se haría de noche y no podría registrar la habitación sin luz. Se quedó quieto sintiéndose embotado e incapaz de pensar. También tenía frío, hacía frío en aquel sótano. Caminó hacia el teléfono y una vez más se llevó el auricular a la oreja.

—¿Dígame? —preguntó.

Escuchó al viento silbar fuera de las ventanas. El teléfono estaba en silencio. Se disponía a colgar cuando le pareció que había oído un clic al otro lado de la línea.

—¿Dígame? —repitió.

6

Cuando la oscuridad llegó y lo envolvió se hizo un ovillo sobre el colchón con las rodillas pegadas al pecho. No durmió y apenas parpadeó mientras esperaba a que la puerta se abriera, el hombre gordo entrara y la cerrara detrás de él, y a que los dos estuvieran solos en la oscuridad. Pero Al no vino. Finney tenía la mente en blanco, concentrado sólo en el latido seco de su pulso y el murmullo distante del viento detrás de los ventanucos. No tenía miedo, lo que sentía era algo más grande que el miedo, un terror narcótico que lo inmovilizaba por completo, le volvía incapaz de pensar siquiera en moverse.

No durmió pero tampoco estaba despierto. Los minutos no transcurrían, no se convertían en horas. Ya no tenía sentido pensar en el tiempo a la manera tradicional. Había un instante y después otro, una sucesión de instantes que transcurrían en una procesión lenta y letal. Sólo salió de su parálisis cuando una de las ventanas comenzó a iluminarse, mostrando un rectángulo de gris acuoso que flotaba en la oscuridad, cerca del techo. Supo, sin ser al principio muy consciente de cómo tenía esa certeza, que no estaba en los planes de Al que él llegara a ver la luz del amanecer. Aquel pensamiento no le infundió esperanzas, pero al menos sí ganas de moverse, así que, con gran esfuerzo, se sentó.

Tenía los ojos mejor, y cuando miró por la ventana que brillaba vio estrellas y luces distorsionadas, pero también pudo ver la ventana con claridad. El estómago le dolía de hambre.

Se obligó a ponerse en pie y empezó de nuevo a recorrer la habitación, buscando algo que le diera ventaja. En uno de los rincones encontró un trozo del suelo de cemento que se había deshecho y convertido en fragmentos granulares del tamaño de palomitas de maíz, bajo los cuales asomaba una capa de arena. Estaba guardándose un puñado de estos granos de arena en el bolsillo cuando escuchó el ruido del cerrojo cuando lo descorrían.

El hombre gordo estaba en el umbral. Ambos se miraron desde una distancia de cuatro metros. Al llevaba calzoncillos de rayas y una camiseta interior blanca, manchada de sudor a la altura del pecho. La extrema palidez de sus gruesas piernas resultaba chocante.

—Quiero desayunar —dijo Finney—. Tengo hambre.

—¿Qué tal los ojos?

Finney no contestó.

—¿Qué haces ahí?

Finney le dirigió una mirada furiosa desde su rincón. Al dijo:—No puedo traerte nada de comer. Tendrás que esperar.

—¿Por qué? ¿Es que tienes invitados arriba y no quieres que te vean bajándome comida?

De nuevo, el rostro de Al se ensombreció y cerró los puños. Cuando contestó, sin embargo, su tono no delataba enfado, sino tristeza y derrota.

—Déjalo —dijo.

Lo que Finney interpretó como un sí.

—Y, si no era para traerme algo de comer, ¿por qué has bajado?—le preguntó.

Al movió la cabeza, mirando a Finney con aire de malhumorado reproche, como si éste le hubiera hecho otra pregunta injusta y a la que se suponía que debía responder. Pero después se encogió de hombros y dijo:

—Sólo quería mirarte.

El labio superior de Finney retrocedió en una ostensible mueca de desprecio, y Al pareció desanimarse.

—Me marcho —dijo.

Cuando abrió la puerta Finney se puso de pie de un salto y empezó a gritar pidiendo ayuda. Al tropezó en el marco de la puerta en su intento por salir deprisa y estuvo a punto de caer al suelo. Después cerró de un portazo.

Finney permaneció en el centro de la habitación, jadeando. No había esperado poder sobrepasar a Al y llegar antes que él a la puerta —estaba demasiado lejos—, sólo había querido medir su capacidad de reacción. Parecía que Gordito era más lento de lo que había pensado. Era lento y había alguien más en la casa, en el piso de arriba. Casi a su pesar, Finney experimentó una necesidad creciente de pasar al ataque, una excitación que se parecía mucho a la esperanza.

Durante el resto del día y de la noche siguiente estuvo solo.

7

Cuando volvieron los dolores de estómago, a última hora de su tercer día en el sótano, tuvo que sentarse en el colchón a rayas y esperar a que pasaran. Era como si alguien le hubiera ensartado un espetón por el costado y estuviera dándole vueltas lentamente. Apretó las muelas hasta que notó el sabor a sangre en la boca.

Más tarde bebió agua de la cisterna del retrete y permaneció un rato allí, de rodillas, investigando los tornillos y las tuberías. No entendía cómo no se le había ocurrido inspeccionar antes el retrete. Trabajó hasta que tuvo las manos rojas y arañadas, tratando de desenroscar un grueso tornillo de hierro de ocho centímetros de diámetro, pero estaba cubierto de óxido y no consiguió soltarlo.

La luz que entraba por el ventanuco en el extremo oeste de la habitación le espabiló, era un rayo de sol amarillo brillante en el que flotaban chispeantes motas de polvo, y se alarmó al darse cuenta de que no recordaba haber estado tumbado tanto tiempo en la colchoneta. Le resultaba difícil hilar pensamientos, razonar las cosas. Incluso después de llevar diez minutos despierto tenía la impresión de que se acababa de levantar. Se encontraba desorientado y con la sensación de tener la cabeza hueca.

Estuvo largo rato sin poder levantarse, sentado con los brazos alrededor del pecho, mientras desaparecía el último rayo de luz y las sombras crecían a su alrededor. En ocasiones se ponía a tiritar con tal violencia que le castañeteaban los dientes. Hacía frío y aún sería peor por la noche. Pensó que no sería capaz de aguantar otra noche como la anterior. Quizá ése era el plan de Al, dejarlo morir de hambre y frío. O tal vez no había ningún plan, tal vez el hombre gordo había muerto de un ataque al corazón y Finney lo seguiría, aunque su muerte sería lenta, minuto a minuto. El teléfono respiraba otra vez. Finney miró cómo sus costados parecían hincharse, desinflarse e inflarse de nuevo.

—Deja de hacer eso —le dijo.

Y el teléfono paró.

Caminó, necesitaba hacerlo para entrar en calor. Salió la luna y por espacio de un tiempo iluminó el teléfono negro con un haz de luz marfileña. La cara le quemaba y de su boca salía humo, como si fuera un demonio y no un niño.

No sentía los pies, de fríos que estaban. Golpeó el suelo en un intento de estimular la circulación, y trató de mover los dedos, pero los tenía demasiado fríos y rígidos, y le dolían. Escuchó a alguien cantar desafinando y se dio cuenta de que era él. La noción del tiempo y los pensamientos iban y venían. Tropezó con algo en el suelo y retrocedió palpando en la oscuridad con ambas manos, tratando de imaginar qué era y si le serviría de arma. No encontró nada y tuvo que admitir que había tropezado con su propio pie. Apoyó la cabeza en el cemento y cerró los ojos.

Le despertó el sonido del teléfono otra vez. Se sentó y lo miró. La ventana que daba al este se había teñido de color azul y plata. Intentaba decidir si el teléfono había sonado realmente cuando volvió a hacerlo, con un sonido penetrante y metálico.

Se levantó y esperó a que el suelo, bajo sus pies, dejara de moverse; era como estar en una cama de agua. El teléfono sonó por tercera vez, al chocar la clavija con las campanillas. La realidad abrasadora del timbrazo le despejó la cabeza por completo, devolviéndole a su ser.

Descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja.

—¿Dígame?

Oyó el gélido siseo de la electricidad estática.

—John. —Era la voz de un niño al otro lado de la línea. Se le oía tan lejos que parecía que llamaba desde el otro lado del mundo—. Escucha, John. Va a ser hoy.

—¿Quién es?

—No recuerdo mi nombre —dijo el niño—. Es lo primero que se te olvida.

—¿Lo primero que se te olvida, cuándo?

—Ya sabes cuándo.

Pero Finney pensó que había reconocido su voz aunque sólo habían hablado una vez.

—¿Bruce? ¿Bruce Yamada?

—Quién sabe —contestó el niño—. Como comprenderás, a estas alturas no importa.

Finney levantó la vista hacia el cable negro que subía por la pared y se quedó mirando allí donde se terminaba, al bifurcarse en un racimo de hilos de cobre. Decidió que no importaba.

—¿Qué es lo que va a ser hoy? —preguntó.

—Llamo para decirte que tienes una manera de luchar contra él.

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