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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (111 page)

BOOK: Festín de cuervos
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«O por donde bajó Marillion; por donde bajó Lady Lysa.»

—¿Ha salido ya de la cama? —preguntó Ser Lothor.

—Están bañándolo. Estará preparado en una hora.

—Más vale. Mya no nos esperará más allá de mediodía. —La sala del montacargas no tenía chimenea, de modo que su aliento se condensaba con cada palabra.

—Claro que nos esperará —respondió Alayne—. Debe esperarnos.

—No estéis tan segura, mi señora. Esa chica es medio mula ella también. Nos dejaría morir de hambre antes de poner en peligro a sus animales. —Sonreía mientras lo decía.

«Siempre sonríe al hablar de Mya Piedra.»

Mya era mucho más joven que Ser Lothor, pero mientras negociaba el matrimonio entre Lord Corbray y la hija del mercader, su padre le había dicho que las muchachas jóvenes siempre eran más felices con hombres de cierta edad.

—La inocencia y la experiencia forman el matrimonio perfecto —le aseguró.

Alayne se preguntó qué vería Mya en Ser Lothor. Con la nariz aplastada, la mandíbula cuadrada y la mata de pelo lanudo y canoso, no se podía decir que Brune fuera atractivo, aunque tampoco era feo.

«Tiene un rostro vulgar, pero honrado.» Había sido armado caballero, pero era de origen muy humilde. Una noche le había dicho que era pariente de los Brune de Vallepardo, una antigua familia de caballeros de Punta Zarpa Rota.

—Cuando murió mi padre acudí a ellos —le confesó—, pero se cagaron en mí y me dijeron que no era de su sangre.

Nunca hablaba de lo que había sucedido después, excepto para decir que todo lo que sabía de armas lo había aprendido de la forma difícil. Cuando estaba sobrio era tranquilo, pero fuerte.

«Y Petyr dice que es leal. Confía en él tanto como en el que más. Brune es un buen partido para una muchacha bastarda como Mya Piedra. Sería diferente si su padre la hubiera reconocido, pero no fue así. Y además, Maddy dice que no es doncella.»

Mord cogió el látigo y lo hizo restallar, y la primera yunta de bueyes se puso en marcha para describir un círculo en torno al cabestrante. La cadena empezó a desenroscarse chirriando contra la piedra; el barril de roble se meció para emprender el largo descenso hacia Cielo.

«Pobres bueyes», pensó Alayne.

Cuando todos se marcharan, Mord los degollaría, los carnearía y se los dejaría a los halcones. Lo que quedara cuando volviera a abrirse el Nido de Águilas, si no se había estropeado, se asaría para el banquete de primavera. La vieja Gretchel aseguraba que un buen trozo de carne congelada auguraba un verano de abundancia.

—Más vale que lo sepáis, mi señora —dijo Lothor—. Mya no ha subido sola. La acompaña Lady Myranda.

—Ah.

«¿Para qué habrá subido? ¿Sólo para volver a bajar?»

Myranda Royce era hija de Lord Nestor. Cuando Sansa había estado en las Puertas de la Luna, antes de subir al Nido de Águilas con su tía Lysa y Lord Petyr, Myranda se encontraba fuera, pero desde entonces, Alayne había oído hablar mucho de ella a los soldados y criadas del castillo. Su madre había muerto hacía mucho, de modo que Lady Myranda se encargaba del castillo de su padre; según se rumoreaba, cuando ella estaba allí, la corte era mucho más animada.

—Más tarde o más temprano tendrás que conocer a Myranda Royce —le advirtió Petyr en cierta ocasión—. Cuando llegue el momento, ten cuidado. Le gusta hacerse pasar por una locuela, pero en realidad es más astuta que su padre. Vigila tus palabras cuando estés con ella.

«Tendré cuidado —pensó—, pero no sabía que iba a ser tan pronto.»

—Robert estará encantado. —Al niño le caía bien Myranda Royce—. Disculpadme ahora, ser. Tengo que terminar de recoger mis cosas.

Subió a su habitación por última vez. Las ventanas estaban selladas; los postigos, cerrados; los muebles, cubiertos. Ya se habían llevado parte de sus cosas, el resto estaba guardado. Todas las sedas y brocados de Lady Lysa se quedarían allí, junto con los linos más puros, los terciopelos más suaves, los intrincados bordados y el encaje de Myr. Todo lo dejaría en el Nido de Águilas. Abajo, Alayne debía vestir con modestia, como correspondía a una niña de su condición.

«No importa —se dijo—. Las mejores prendas no me atrevo a ponérmelas ni siquiera aquí.»

Gretchel había guardado la ropa de cama, y encima estaba el resto de su vestuario. Alayne ya llevaba medias de lana bajo las faldas, y dos mudas de ropa interior. Se puso una sobretúnica de lana de cordero y una capa de piel, que se cerró con un sinsonte esmaltado, regalo de Petyr. También tenía una bufanda y un par de guantes con forro de piel, a juego con las botas de montar. Cuando se lo puso todo, se sintió más gruesa y peluda que un cachorro de oso.

«Me alegraré de ir así cuando estemos en la montaña —tuvo que recordarse. Echó un último vistazo a la habitación antes de partir—. Aquí he estado a salvo, pero abajo...»

Cuando Alayne volvió a la sala del cabrestante se encontró a Mya Piedra, que aguardaba impaciente con Lothor Brune y con Mord.

«Ha debido de subir en el cubo, a ver por qué tardamos tanto.»

Delgada y nervuda, Mya parecía tan dura como las viejas prendas de montar que llevaba bajo la cota de malla plateada. Tenía el pelo negro como el ala de un cuervo, tan corto y encrespado que Alayne sospechaba que se lo cortaba con un puñal. Los ojos de Mya, grandes y azules, eran su rasgo más bello.

«Sería bonita si se vistiera como una chica.»

Alayne no sabía si a Ser Lothor le gustaba más con las prendas de cuero y la cota de malla o si soñaba con verla vestida con sedas y encajes. Mya decía que su padre era una cabra y su madre una lechuza, pero Maddy le había explicado la verdad a Alayne.

«Sí —pensó mientras la miraba—, tiene sus ojos, y también su pelo, el mismo pelo negro y espeso que compartía con Renly.»

—¿Dónde está? —preguntó la muchacha bastarda.

—Están bañando y vistiendo al señor.

—Pues más vale que se den prisa. Por si no lo notáis, cada vez hace más frío. Hemos de estar por debajo de Nieve antes de que se ponga el sol.

—¿Qué tal el viento? —preguntó Alayne.

—Podría ser peor. Y lo será cuando oscurezca. —Mya se apartó un mechón de pelo de los ojos—. Como siga bañándose mucho rato más, nos quedaremos atrapados aquí todo el invierno y nos tendremos que devorar entre nosotros.

Alayne no supo qué decir. Por suerte, la llegada de Robert Arryn la salvó. El pequeño señor vestía ropajes de terciopelo azul celeste, una cadena de oro y zafiros, y una capa de piel de oso blanco. Cada uno de sus escuderos la sostenía por una esquina para evitar que la arrastrara. El maestre Colemon los acompañaba con una capa gris raída con ribete de piel de ardilla. Gretchel y Maddy los seguían de cerca.

Cuando sintió el viento frío en la cara, Robert lanzó un aullido, pero Terrance y Gyles estaban detrás de él, así que no podía escapar.

—¿Queréis bajar conmigo, mi señor? —preguntó Mya.

«Demasiado brusca —pensó Alayne—. Tendría que haberlo recibido con una sonrisa, y haberle dicho lo fuerte y valiente que parece.»

—Iré con Alayne —replicó Lord Robert—. Sólo bajaré con ella.

—En el cubo cabemos los tres.

—Quiero ir sólo con Alayne. Tú hueles mal, como una mula.

—Como queráis. —El rostro de Mya no reflejaba emoción alguna.

Algunas cadenas del cabestrante tenían cestos de mimbre; otras, recios cubos de roble. El mayor era más alto que Alayne, con refuerzos de hierro en torno a las duelas oscuras. Aun así, tenía el corazón en un puño cuando le dio la mano a Robert para ayudarlo a entrar. Luego cerraron la escotilla a sus espaldas, y la madera los rodeó por todas partes. Lo único que quedaba al descubierto era la parte superior.

«Mejor —se dijo—, así no podemos mirar hacia abajo.»

Abajo sólo había Cielo y cielo. Doscientas varas de cielo. Durante un momento no pudo evitar preguntarse cuánto había tardado su tía en caer, cuál había sido su último pensamiento cuando llegó a la ladera de la montaña.

«No, no puedo pensar en eso. ¡No puedo pensar en eso!»

—¡VA! —oyeron gritar a Ser Lothor.

Empujaron el cubo con fuerza. Se meció, se balanceó, se arrastró por el suelo y, por último, quedó colgado. Alayne oyó el restallido del látigo de Mord y el traqueteo de la cadena. Empezaron a bajar, al principio a trompicones, luego con un movimiento más fluido. Robert estaba muy pálido y tenía los ojos hinchados, pero no le temblaban las manos.

El Nido de Águilas fue menguando por encima de ellos. Las celdas del cielo hacían que el castillo, visto desde abajo, pareciera una especie de colmena.

«Una colmena de hielo —pensó Alayne—. Un castillo de nieve.»

Se oía el sonido del viento que gemía en torno al cubo.

Treinta varas más abajo, una ráfaga repentina los sacudió. El cubo se balanceó, giró en el aire y chocó con fuerza contra la pared rocosa. Les cayeron encima trozos de hielo y nieve; el roble crujió. Robert dejó escapar un grito, se aferró a ella y enterró el rostro entre sus pechos.

—Qué valiente es mi señor —dijo Alayne cuando lo sintió temblar—. Tengo tanto miedo que casi no puedo hablar, pero tú no.

Lo notó asentir.

—El Caballero Alado era valeroso, así que yo también —alardeó contra su corpiño—. Soy un Arryn.

—¿Te importaría abrazarme con fuerza, Robalito? —preguntó, aunque ya la tenía aferrada de tal manera que casi no la dejaba respirar.

—Como quieras —le susurró.

Y así, agarrados, continuaron el descenso hacia Cielo.

«Decir que esto es un castillo es como decir que el charco del suelo del retrete es un lago», pensó Alayne cuando se abrió el cubo para que pudieran bajarse dentro de la edificación.

Cielo era apenas una muralla semicircular de piedras viejas sin argamasa, en torno a un saliente rocoso y la entrada de una cueva. Dentro había almacenes y establos, una sala alargada natural, y los asideros tallados en la roca que permitían subir al Nido de Águilas. Fuera, el suelo estaba cubierto de rocas y piedras rotas. Unas rampas de tierra daban acceso a la muralla. Arriba, a doscientas varas, el Nido de Águilas era tan pequeño que lo podía tapar con una mano, pero mucho más abajo, el Valle se extendía verde y dorado.

Dentro del castillo de paso los esperaban veinte mulas, junto con sus cuidadores y Lady Myranda Royce. La hija de Lord Nestor era bajita, carnosa, de la misma edad que Mya Piedra; pero mientras Mya era esbelta y nervuda, Myranda era de carnes tiernas y olor dulce, con las caderas anchas, la cintura gruesa y un busto generoso. Los espesos rizos castaños enmarcaban unas mejillas redondas y rojas, una boca pequeña y unos vivarachos ojos marrones. Cuando Robert se bajó del cubo, ella se arrodilló en la nieve para besarle la mano y las mejillas.

—¡Pero qué grande estáis, mi señor! —exclamó.

—¿Verdad? —respondió Robert, satisfecho.

—Pronto seréis más alto que yo —mintió la dama. Se puso en pie y se sacudió la nieve de las faldas—. Y vos debéis de ser la hija del Lord Protector —añadió mientras el cubo se mecía hacia el Nido de Águilas—. Me habían dicho que erais hermosa. Ya veo que es cierto.

Alayne hizo una reverencia.

—Mi señora es muy bondadosa.

—¿Bondadosa? —La joven se echó a reír—. Eso sería de lo más aburrido. Aspiro a ser malévola. Por el camino me tenéis que contar todos vuestros secretos. ¿Puedo llamaros Alayne?

—Como queráis, mi señora.

«Pero no me sacaréis ningún secreto.»

—Soy mi señora en las Puertas, pero aquí en la montaña me puedes llamar Randa. ¿Cuántos años tienes, Alayne?

—C-catorce, mi señora.

Había decidido que Alayne Piedra debía ser mayor que Sansa Stark.

—Randa. Me siento como si hubieran pasado cien años desde que yo tenía catorce. Qué inocente era. ¿Todavía eres inocente, Alayne?

Ella se sonrojó.

—No deberíais... Sí, claro.

—¿Te reservas para Lord Robert? —bromeó Lady Myranda—. ¿O hay algún ardoroso escudero que sueña con tus favores?

—No —respondió Alayne.

—Es mi amiga —intervino Robert—. No puede ir con Terrance ni con Gyles.

Ya había llegado un segundo cubo, que fue a detenerse encima de un montón de nieve helada. De él salieron el maestre Colemon y los escuderos Terrance y Gyles. En el siguiente llegaron Maddy y Gretchel, que iban con Mya Piedra. La joven bastarda se puso enseguida al mando.

—Será mejor que no nos amontonemos tan arriba en la montaña —les dijo a los otros muleros—. Yo me llevo a Lord Robert y a sus acompañantes. Ossy, tú baja con Ser Lothor y con los demás, pero dame una hora de ventaja. Zanahoria, tú te encargas de los arcones y las cajas. —Se volvió hacia Robert Arryn con el pelo negro agitado por el viento—. ¿Qué mula queréis montar, mi señor?

—Todas huelen mal. Me quedo con la gris, la de la oreja mordida. Quiero que Alayne vaya a mi lado. Y Myranda también.

—Sólo donde lo permita el ancho del camino. Vamos, mi señor, os ayudaré a montar. El aire huele a nieve.

Tardaron media hora más en prepararse para partir. Cuando todos estuvieron montados, Mya Piedra gritó una orden, y dos soldados de Cielo abrieron las puertas. Mya encabezaba la marcha, seguida por Lord Robert, envuelto en su capa de piel de oso. Detrás iban Alayne y Myranda Royce; luego, Gretchel y Maddy, y después, Terrance Lynderly y Gyles Grafton. El maestre Colemon cerraba la comitiva, tirando de una segunda mula cargada con sus arcones de hierbas y pócimas.

Al otro lado de la muralla, el viento soplaba con mucha más fuerza. Allí se encontraban por encima de la línea de los árboles, expuestos a los elementos. Alayne se alegró de haberse puesto prendas tan abrigadas. La capa aleteaba con estrépito a su espalda, y una ráfaga repentina le quitó la capucha. Se echó a reír, pero unos pasos más adelante, Lord Robert se estremeció.

—Hace demasiado frío —dijo—. Tenemos que volver y esperar a que haga más calor.

—En el valle hará más calor —le aseguró Mya—. Ya lo veréis cuando lleguemos.

—No quiero verlo —dijo Robert, pero Mya no le prestó atención.

El camino era una retorcida hilera de peldaños de piedra tallados en la ladera de la montaña, pero las mulas lo conocían al dedillo.

«Por suerte», pensó Alayne.

De cuando en cuando, la piedra estaba agrietada por la tensión de incontables estaciones, con todas sus heladas y deshielos. A los lados del sendero había montones de nieve, de un blanco cegador. El sol brillaba, el cielo estaba azul, y los halcones que remontaban los vientos volaban en círculos por encima de ellos.

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