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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (95 page)

BOOK: Festín de cuervos
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«No tenía más remedio —se dijo—. No podíamos quedarnos en Braavos, y aparte de robar o mendigar, no había otra manera de pagar el pasaje.»

Habría pagado el triple y le habría parecido barato si hubieran conseguido llevar al maestre Aemon a Antigua.

Pero la travesía hacia el sur fue turbulenta, y cada tormenta se cobraba su precio en las fuerzas y el ánimo del anciano. En Pentos pidió que lo subieran a cubierta para que Sam le pintara con palabras una imagen de la ciudad. Fue la última vez que salió del lecho del capitán. Poco después se le volvió a ir la cabeza. Cuando la
Viento Canela
pasó ante la Torre Sangrante para entrar en el puerto de Tyrosh, Aemon ya no hablaba de buscar un barco que lo llevara al este. Volvía a farfullar sobre Antigua y los archimaestres de la Ciudadela.

—Tienes que contárselo, Sam —le dijo—. A los archimaestres. Tienes que hacérselo entender. Los hombres que vivían en la Ciudadela cuando yo estaba allí llevan muertos cincuenta años. Estos de ahora no me conocieron. Mis cartas... En Antigua deben de considerarlas los delirios de un viejo al que se le han reblandecido los sesos. Tienes que convencerlos, ya que yo no podré. Háblales, Sam... Háblales del Muro... De los espectros, de los caminantes blancos, del frío que repta...

—Lo haré —le prometió Sam—. Sumaré mi voz a la vuestra, maestre. Se lo diremos todo los dos juntos.

—No —replicó el anciano—. Tendrás que ser tú. Háblales de ello. De la profecía... Del sueño de mi hermano... Lady Melisandre ha malinterpretado las señales. Stannis... Stannis tiene algo de sangre de dragón, sí. Igual que sus hermanos. Rhaelle, la hijita de Egg, así les llegó. El padre de su madre... Cuando era pequeña me llamaba «tío maestre». Lo recordaba, así que me atreví a albergar la esperanza... Tal vez quisiera... Todos nos engañamos cuando queremos creer algo. Melisandre es la que más se engaña. Esa espada no es la espada; tiene que saberlo... Luz sin calor... Un hechizo vacío... No es la espada, y la falsa luz sólo nos lleva a adentrarnos más en la oscuridad, Sam. Nuestra esperanza es Daenerys. Díselo a todos en la Ciudadela. Hazte escuchar. Tienen que enviarle un maestre. Daenerys necesita consejo, enseñanza, protección. Siempre me he quedado atrás, observando, aguardando, y ahora que ha llegado el momento soy demasiado viejo. Me muero, Sam. —Cuando lo reconoció, las lágrimas manaron de sus ojos ciegos—. La muerte no debería asustarme a mis años, pero tengo miedo. Qué tontería, ¿verdad? Esté donde esté, siempre hay oscuridad. Entonces, ¿por qué temo a la oscuridad? Pero no puedo dejar de preguntarme qué pasará cuando mi cuerpo pierda el último resto de calor. ¿Celebraré un banquete eterno en las estancias doradas del Padre, como dicen los septones? ¿Volveré a hablar con Egg? ¿Me encontraré con un Dareon ileso y feliz? ¿Oiré cómo mis hermanas cantan a sus hijos? ¿Qué pasa si es verdad lo que dicen los señores de los caballos? ¿Cabalgaremos eternamente por el cielo nocturno a lomos de un corcel de fuego? ¿O tendré que regresar a este valle de lágrimas? ¿Quién lo puede decir con certeza? ¿Quién ha vuelto de detrás de la muralla de la muerte? Sólo los espectros, y ya sabemos cómo son. Ya lo sabemos.

Sam no tenía respuesta para aquello, pero le proporcionó al anciano el poco consuelo que pudo. Después entró Elí y le cantó una canción, una tonadilla sin sentido que le habían enseñado las otras esposas de Craster. Consiguió que Aemon sonriera; luego se quedó dormido.

Fue uno de sus últimos días buenos. Después se pasó más tiempo dormitando que despierto, acurrucado bajo un montón de pieles en el camarote del capitán. A veces murmuraba incoherencias en sueños. Cuando se despertaba llamaba a Sam; insistía en que tenía que decirle algo, pero casi siempre se olvidaba de qué era antes de que llegara, y si lo recordaba, sus frases eran un caos. Hablaba de sueños, pero no decía quién soñaba, de una vela de cristal que no se podía encender, de huevos que no se podían incubar. Decía que la esfinge era el acertijo, no la que planteaba el acertijo, significara lo que significara. Le pidió a Sam que le leyera un libro del septón Barth, cuyas obras habían sido quemadas durante el reinado de Baelor el Santo. En cierta ocasión se despertó llorando.

—El dragón debe tener tres cabezas —sollozó—, pero soy demasiado viejo y frágil para ser una. Yo debería estar con ella para mostrarle el camino, pero el cuerpo me ha traicionado.

Cuando la
Viento Canela
cruzó los Peldaños de Piedra, el maestre Aemon ya se olvidaba del nombre de Sam. En ocasiones lo confundía con uno de sus hermanos muertos.

—Estaba demasiado débil para hacer un viaje tan largo —le dijo Sam a Elí en el castillo de proa tras beber otro trago de ron—. Jon tendría que haberse dado cuenta. Aemon tenía ciento dos años; no debió embarcarse. Si se hubiera quedado en el Castillo Negro, tal vez habría vivido diez años más.

—O ella lo habría quemado vivo. La mujer roja. —Pese al millar de leguas que los separaban del Muro, Elí seguía sin atreverse a pronunciar el nombre de Lady Melisandre—. Quería sangre de rey para sus hogueras. Val lo sabía, y Lord Nieve también. Por eso me hicieron llevarme al bebé de Dalla y dejar al mío en su lugar. El maestre Aemon se ha dormido y ya no despertará, pero si se hubiera quedado, ella lo habría quemado.

«Va a arder de todos modos —pensó Sam con tristeza—, sólo que ahora tendré que quemarlo yo.»

Los Targaryen siempre habían entregado a sus caídos a las llamas. Quhuru Mo no permitió que encendieran una pira a bordo de la Viento Canela, de manera que tuvieron que meter el cadáver de Aemon en un barril de ron tostado para conservarlo hasta que el barco llegara a Antigua.

—La noche anterior a su muerte me pidió que le dejara tener al bebé en brazos —continuó Elí—. Me daba miedo que se le cayera, pero lo cogió muy bien. Acunó al hijo de Dalla y le tarareó una canción, y el niño levantó la manita y le tocó la cara. Le tiró del labio; pensé que le iba a hacer daño, pero el anciano se rió. —Le dio una palmadita a Sam en la mano—. Si quieres podemos llamarlo Maestre. Cuando sea mayor, claro, todavía no. ¿Te parece bien?

—Maestre no es un nombre. Pero lo puedes llamar Aemon.

Elí se lo pensó un momento.

—Dalla lo parió durante la batalla, mientras las espadas cantaban a su alrededor. Así se tendría que llamar. Aemon
de la Batalla
. Aemon
Canciondeacero
.

«Ese nombre le gustaría a mi señor padre. Es un nombre de guerrero.»

Al fin y al cabo, el niño era hijo de Mance Rayder y nieto de Craster. Por sus venas no corría la sangre cobarde de Sam.

—Sí. Ponle ese nombre.

—Cuando tenga dos años —prometió la chica—. No antes.

—¿Dónde está el bebé? —se le ocurrió de repente a Sam.

Entre el ron y la tristeza no se había dado cuenta hasta entonces de que Elí no llevaba al pequeño en brazos.

—Lo tiene Kojja. Le he pedido que lo cuidara un rato.

—Ah.

Kojja Mo era la hija del capitán, más alta que Sam y esbelta como un junco, con la piel negra y lisa como el azabache pulido. Estaba al mando de los arqueros rojos del barco; tensaba un arco de doble curva que podía lanzar una flecha a cuatrocientos pasos de distancia. Cuando los piratas los atacaron en los Peldaños de Piedra, las flechas de Kojja mataron a una docena, mientras que todas las de Sam fueron a parar al agua. Y lo único que le gustaba más que su arco era sentarse al bebé de Dalla en las rodillas para darle saltitos y cantarle en la lengua del verano. El príncipe salvaje se había convertido en objeto de adoración para todas las mujeres de la tripulación, y Elí se lo confiaba como jamás se lo habría confiado a ningún hombre.

—Qué amable por parte de Kojja —comentó Sam.

—Al principio tenía miedo de ella —dijo Elí—. Es tan negra, tiene los dientes tan grandes y tan blancos... Temía que fuera una bestia, o un monstruo, pero no. Es buena. Me cae bien.

—Ya lo veo.

Durante casi toda su vida, el único hombre al que había conocido Elí era el aterrador Craster. El resto de su mundo lo componían sólo mujeres.

«Tiene miedo de los hombres, pero no de las mujeres», pensó Sam.

Era comprensible. Cuando vivía en Colina Cuerno, él también prefería la compañía femenina. Sus hermanas se habían portado bien con él y, aunque las otras niñas le hacían burla a veces, era más fácil olvidarse de las palabras crueles que de los golpes y bofetadas que le propinaban los niños del castillo. Incluso entonces, a bordo de la Viento Canela, Sam se sentía más a gusto con Kojja Mo que con su padre, aunque tal vez fuera porque ella hablaba la lengua común y él no.

—Tú también me caes bien, Sam —susurró Elí—. Y me gusta esta bebida. Sabe a fuego.

«Sí —pensó Sam—, es una bebida para dragones.»

Tenían vacías las copas, así que se dirigió al barril y las volvió a llenar. El sol estaba muy bajo e imponente en el cielo del oeste. Su luz rojiza hacía que Elí pareciera sonrojada. Bebieron una copa a la salud de Kojja Mo, otra a la del hijo de Dalla, y otra a la del bebé de Elí, que estaría allá en el Muro. Después, les pareció casi obligatorio beber dos copas por Aemon de la Casa Targaryen.

—Que el Padre lo juzgue con justicia —dijo Sam sorbiendo por la nariz.

Casi se había puesto el sol; sólo quedaba una larga línea brillante en el horizonte, como un desgarrón que hendiera el cielo. Elí dijo que la bebida hacía que el barco diera vueltas, de modo que Sam la ayudó a bajar por la escalerilla hasta los camarotes de las mujeres, en la popa del barco.

Ante la puerta había un farol, y al entrar, Sam se dio un golpe en la cabeza. Dejó escapar una exclamación de dolor.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Elí—. Déjame ver.

Se acercó a él...

... y le dio un beso en la boca.

Sam advirtió que se lo estaba devolviendo.

«Pronuncié el juramento», pensó, pero las manos de la chica le estaban quitando las prendas negras y le desataban los cordones de los calzones.

Interrumpió el beso el tiempo justo para protestar.

—No podemos.

—Sí que podemos —replicó Elí, y volvió a cubrirle la boca con la suya.

La
Viento Canela
daba vueltas a su alrededor; notaba el sabor del ron en la boca de Elí, y luego notó sus pechos desnudos, y se los estaba tocando.

«Pronuncié el juramento», pensó otra vez, pero tenía uno de sus pezones entre los labios. Era rosado y duro, y cuando lo chupó se le llenó la boca de leche, que se mezcló con el sabor del ron, y nunca había probado nada tan delicioso, tan dulce, tan placentero.

«Si sigo, no seré mejor que Dareon.» Pero aquello era demasiado grato para detenerse.

Y de repente tenía la polla fuera; le sobresalía de los calzones como un grueso mástil rosado. Tenía un aspecto tan estúpido, allí, de pie, que poco le faltó para echarse a reír, pero Elí lo empujó para que se tendiera en su catre, se subió las faldas hasta los muslos y se sentó encima de él con un gemido. Aquello era incluso mejor que sus pezones.

«Qué húmeda está —pensó, jadeante—. No sabía que las mujeres estuvieran tan húmedas por ahí abajo.»

—Ahora soy tu esposa —susurró mientras se movía arriba y abajo encima de él.

Y Sam gimió, y pensó «No, no puede ser, pronuncié el juramento». Pero sólo le salió una palabra.

—Sí.

Más tarde, ella se quedó dormida, abrazada a él, con la cara contra su pecho. Sam también necesitaba dormir, pero estaba ebrio de ron, de leche materna y de Elí. Sabía que tenía que irse a su hamaca, en el camarote de los hombres, pero se sentía tan bien allí, abrazado a ella, que no podía moverse.

Entraron otros, hombres y mujeres, oyó como se besaban, como reían y copulaban.

«Isleños del verano. Es su manera de llorar. Reaccionan a la muerte con vida.»

Sam había leído sobre aquello mucho tiempo atrás. Se preguntó si Elí lo sabría, si Kojja Mo se lo habría contado.

Aspiró la fragancia de su cabello, y se quedó mirando el farol que se mecía en el techo.

«Ni la Vieja podría guiarme para que salga con bien de esta. —Lo mejor que podía hacer era marcharse y tirarse al mar—. Si me ahogo, nadie sabrá que me he deshonrado y he roto mis juramentos, y Elí podrá buscarse un hombre mejor, que no sea un gordo cobarde.»

Se despertó a la mañana siguiente en su hamaca, en el camarote de los hombres, con el sonido de los gritos de Xhondo.

—¡Viento! —rugía el contramaestre—. Despierta y trabaja, Sam Negro. ¡Viento!

Xhondo compensaba con volumen lo que le faltaba en vocabulario. Sam se levantó de golpe de la hamaca, y al momento se arrepintió. Se sentía como si le fuera a estallar la cabeza; durante la noche se le había reventado una ampolla de la mano, y tenía unas ganas locas de vomitar.

Pero Xhondo no mostró clemencia, de modo que buscó su ropa negra. La encontró amontonada y húmeda bajo su hamaca, en la cubierta. Olisqueó las prendas para comprobar su estado, e inhaló el olor de la sal, el mar, la brea, la lona húmeda, el moho, la fruta, el pescado, el ron tostado, especias extrañas y maderas exóticas, y el de su propio sudor seco. Pero también olían a Elí; tenían el aroma limpio de su pelo, el olor dulce de su leche, y se alegró de volver a ponérselas. Pese a todo, habría dado cualquier cosa por unos calcetines secos. Le había salido una especie de hongo entre los dedos de los pies.

El arcón de libros no había bastado para pagar cuatro pasajes de Braavos a Antigua. Por suerte faltaban hombres en la Viento Canela, de modo que Quhuru Mo accedió a transportarlos a cambio de que trabajaran durante la travesía. Sam argumentó que el maestre Aemon estaba demasiado débil, el niño era un bebé y Elí sentía pánico en el mar, pero Xhondo se echó a reír.

—Sam Negro es grande y gordo. Sam Negro trabajará por cuatro.

En honor a la verdad, Sam era tan torpe que no creía que estuviera trabajando siquiera por uno, pero al menos se esforzaba. Fregaba las cubiertas y las frotaba con piedras; tiraba de la cadena del ancla; enroscaba sogas; cazaba ratas; remendaba velas desgarradas; sellaba fugas con brea caliente; quitaba las espinas del pescado y troceaba fruta para el cocinero. Elí también intentó colaborar. Los aparejos se le daban mejor que a Sam, aunque todavía, de cuando en cuando, la visión de tanta agua sin tierra cerca le hacía cerrar los ojos.

«Elí —pensó Sam—. ¿Qué voy a hacer con Elí?»

Fue un día largo, de calor pegajoso, y el dolor de cabeza hizo que le pareciera más largo todavía. Sam se mantuvo atareado con cabos, velas y otras tareas que le encomendó Xhondo, y trató de evitar que se le fueran los ojos al barril de ron que contenía el cadáver del maestre Aemon... y hacia Elí. Después de lo que había ocurrido la noche anterior, no podía mirar a la chica salvaje a la cara. Cuando ella subía a la cubierta, él bajaba. Cuando ella iba a la proa, él se marchaba a popa. Y cuando ella le sonreía, él se volvía y se sentía un miserable.

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