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Authors: Gabriel Tarde

Tags: #Ciencia ficción

Fragmento de historia futura

BOOK: Fragmento de historia futura
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¿El sol se apaga? ¿El porvenir de la humanidad se encuentra en los espacios subterráneos de un planeta helado? En una obra que se ubica entre
Viaje al centro de la Tierra,
de Julio Verne, y
La máquina del tiempo
, de H.G. Wells, Gabriel Tarde (1843-1904) propone, a su turno, una ficción de los siglos venideros. Filósofo e inventor de la microsociologia, profesor del Colegio de Francia, poeta, soñador, Tarde es un autor injustamente olvidado.

Privado del cielo que lo cubre y del sol que lo alumbra, el mundo del futuro no carece de luz, ni de felicidad. Nuestros descendientes trogloditas, al fin librados de las estaciones, los climas y las incetidumbres, de las guerras y de los conflictos, darán nacimiento a una utopía subterránea, humana y social, plena de arte y de amor, una utopía futura no exenta de humor de la que nos alejamos cada vez mas.

Gabriel Tarde

Fragmento de historia futura

ePUB v1.0

chungalitos
02.11.11

Título original: Fragment d'histoire future

© 2002 by Ediciones Abraxas

Traducción: Miguel Giménez Saurina

Diseño gráfico: Xurxo Campos

La presente edición es propiedad de
Ediciones Abraxas
Apdo. de Correos 24.224
08080 Barcelona, España

ISBN: 84-95536-52-8

Depósito legal: B-34.423-01

PREFACIO

Seamos exagerados
a riesgo de parecer extravagantes

GABRIEL TARDE

Poco se conoce de Gabriel Tarde, lo cual es una pena, pues en sus obras, como en este
Fragmento de historia futura,
se hallan ideas muy curiosas y profundas, combinadas con un buen tono poético y pinceladas de humor. Sus obras son sumamente útiles para sacar de su sopor a nuestra época desengañada de todo. Tarde opone a esta época cierto dogmatismo sociológico, que describe bajo un aspecto decididamente novedoso. Y todos podemos apreciar la justeza de sus puntos de vista cuando nos habla de «mentalidades», de «opiniones», de «fenómenos sociales», como si se tratara de seres poseedores de consistencia propia. Siempre, al principio, es posible intuir iniciativas de influencias y sugerencias.

La opinión pública, llamada soberana, depende en realidad de pequeñas operaciones, de inflexiones iniciales y localizables sólo individualmente, a las que el poder de los medios de comunicación conceden una propagación sin límites. De esta manera nacen y se transforman por «la fuerza de las cosas» los hechizos, los fanatismos, los consensos.

Leyendo la presente obra nos resulta magnífica la idea de una sociedad sonámbula. Esta idea nos sobrecoge y casi nos obliga a escapar, a pesar de las ilusiones mantenidas por las inseguras ciencias de la moral, el derecho y la economía política, hacia tal sociedad que vive en esa especie de sonambulismo. Aunque lo único que realmente nos queda sea continuar en el sueño, según la línea de nuestros más íntimos deseos.

Porque la vida es un sueño, como han dicho tantos escritores antiguos y modernos. Es, realmente, una serie de sueños encadenados entre sí. Nada, de acuerdo con las leyes de la necesidad, dicta que a un buen sueño suceda otro peor. Por eso la sociología de Tarde cuestiona la ley de un progreso automático y continuo, que fue el credo de los tecnócratas de siglos pasados, pero que todavía, al menos en gran parte, sigue vigente en nosotros.

Un sonámbulo, por el efecto de las leyes de imitación, y por su propia inercia, tiende a inmovilizarse en las zonas de estabilidad, de equilibrio o de semejanza, encerrándose en un sopor mortal.

Por esto es necesario seguir a Gabriel Tarde en sus especulaciones sobre un sociomorfismo generalizado, o sea en todo aquello concebido sobre el modelo de una sociedad; seguirle en sus extrapolaciones lógicas y filosóficas que le permitieron superar constantemente el plano del análisis jurídico, al que se dedicó profesionalmente por su condición de juez, cargo que ejerció en Sarlat. Sin abandonar nunca ese plano, supo insertarlo en la perspectiva de una nueva comprensión de los delitos y las penas, situarlo en el vasto contexto de la historia y el destino de las sociedades. Formularlo bajo el ángulo, no del derecho positivo, sino el de las reivindicaciones del deseo y la más convincente credulidad, de una esperanza futura, en suma, de una utopía.

En la presente obra, el autor se convierte en el pensador de la contingencia, o sea del acontecimiento que por sí solo hace historia, en el fondo de la cual nunca existe el dato riguroso sino más bien el imprevisible, el incoherente.

Las reflexiones de Tarde sobre la historia futura incluyen, de manera indiscutible, la utopía; sin importar en absoluto que esas reflexiones sean anticipadoras o retrospectivas.

Obra o ensayo sobre un futuro utópico de la humanidad, cuando tal vez después de muchos milenios, el sol deje de alumbrar y calentar a los planetas de su sistema, entre los cuales se contará la tierra o «planeta azul», Gabriel Tarde nos enfrenta con un porvenir prometedor de toda clase de felicidades, pero también de añoranzas y de recuerdos, de ensueños anhelados y de aborrecibles pesadillas, y también siempre con vistas a un futuro mejor que el pasado que ha vivido y que el presente, que aún está viviendo y padeciendo, la sociedad humana.

M. G. S.

FRAGMENTO DE HISTORIA FUTURA

Fue a finales del s iglo XXV de la era prehistórica, antaño llamada era cristiana, cuando tuvo lugar, como es sabido, la inesperada catástrofe de la que proceden los tiempos nuevos, el feliz desastre que obligó al río desbordado de la civilización a ser engullido para el bien del hombre. Deseo contar brevemente ese gran naufragio y su salvación inesperada y tan rápidamente efectuada en unos siglos de esfuerzos heroicos y triunfantes. Naturalmente, pasaré en silencio los hechos particulares de todos conocidos y sólo me referiré a las grandes líneas de esta historia. Pero antes conviene recordar en pocas palabras el grado de progreso relativo que la humanidad ya había alcanzado en su período exterior y superficial, en vísperas de ese grave acontecimiento.

I
LA PROSPERIDAD

El apogeo de la prosperidad humana, en el sentido superficial y frívolo del vocablo, parecía logrado. Desde hacía cincuenta años, el establecimiento definitivo de la gran federación asiático-americano-europea y su innegable dominación sobre el resto, en diversos lugares, como Oceanía o el África Central, de barbarie inasimilable, había acostumbrado a todos los pueblos, convertidos en provincias, a las delicia de una paz universal, y ya imperturbable. Habían sido necesarios al menos ciento cincuenta años de guerras para llegar a este maravilloso desenlace. Pero todos esos horrores estaban ya olvidados; y tantas batallas espantosas entre ejércitos de tres y cuatro millones de hombres, entre convoyes de tanques y carros de combate, lanzados a todo vapor y haciendo fuego desde todas partes unos contra otros, entre escuadras submarinas que se peleaban eléctricamente, entre flotas de globos blindados, arponeados, destruidos por torpedos aéreos, precipitados de las nubes con millares de paracaídas bruscamente abiertos que aún se ametrallaban al caer juntos; de todo este delirio bélico sólo quedaba un recuerdo confuso y poético. El olvido es el principio de la felicidad, como el temor es el principio de la sabiduría.

Por una excepción única, los pueblos, tras esta gigantesca hemorragia, gustaron, no el sopor del agotamiento, sino la calma de la acrecentada fuerza. Esto tiene su explicación. Desde hace casi un siglo, los consejos de revisión, rompiendo con la ciega rutina del pasado, elegían a los jóvenes más válidos y los más preparados para exonerarlos del servicio militar que estaba ya totalmente automatizado, y enviaban pelear por las banderas a todos los enfermos y enfermizos, suficientes para el papel, extraordinariamente reducido, del soldado y hasta del oficial de grado inferior. Fue una selección inteligente, y el historiador está obligado a alabar con gratitud esta innovación, gracias a la cual se ha formado a la larga la incomparable belleza del género humano actual. En efecto, cuando se contemplan hoy día, tras las vitrinas de nuestros museos de antigüedades, esas singulares colecciones de caricaturas que nuestros antepasados denominaban sus álbumes de fotografías, es posible comprobar la inmensidad del progreso conseguido, y si verdaderamente descendemos de esos tipos tan feos y de esos homúnculos, como lo afirma una tradición, por lo demás muy respetable.

De esa época data el descubrimiento de los últimos microbios, todavía no analizados por la escuela neopastoriana. Se conocía la causa de todas las enfermedades, y no tardó en ser conocido asimismo el remedio pertinente y, a partir de aquel momento, un tísico, un reumático, un enfermo cualquiera, llegó a ser un fenómeno tan raro como lo fuera antes un monstruo doble o un traficante de vino honrado; fue después de esa época que se perdió el uso ridículo de esas cuestiones sanitarias que conformaban casi todas las conversaciones de nuestros abuelos:

—¿Cómo estás? ¿Qué tal andas?

Sólo la miopía continuó su lamentable marcha, estimulada por la extraordinaria difusión de la prensa; ni una mujer, ni un niño tenían que utilizar gafas. Este inconveniente, por lo demás momentáneo, ha quedado ampliamente compensado por el progreso que ha logrado el arte de los ópticos. Con la unidad política que suprimió las hostilidades entre los pueblos, se logró la unidad lingüística que borró rápidamente las últimas diferencias. Ya desde el siglo XX, la necesidad de una lengua única y común, comparable al latín de la Edad Media, fue tan intensa entre los sabios del mundo entero como para impulsarlos a usar en todos sus escritos una lengua internacional. Después de una larga lucha de rivalidad con el inglés y el español, fue el griego el que, desde la desmembración del Imperio Inglés y la toma de Constantinopla por el Imperio heleno-ruso, se impuso definitivamente. Poco a poco, o más bien con la velocidad propia de todos los progresos modernos, llegó a ser empleado, de capa en capa, hasta por los más humildes grados de la sociedad, y a partir de mediados del siglo XXII, no hubo ni un niño, desde el Loira al río Amor, que no se expresase volublemente en la lengua de Demóstenes. En algunas poblaciones perdidas en las montañas, sus habitantes se obstinaban aún, a pesar de la prohibición expresa de sus maestros, en utilizar la antigua jerga llamada antaño francés, alemán e italiano, si bien todos nos habríamos reído al escuchar tal algarabía en las grandes urbes.

Todos los documentos contemporáneos están de acuerdo en confirmar la velocidad, la hondura, la universalidad del cambio que se operó en las costumbres, en las ideas, en las necesidades, en todas las formas de la vida social niveladas de un polo al otro, tras esta unificación del lenguaje. Era como si hasta entonces el ímpetu de la civilización hubiera estado refrenado y, por primera vez, rotos los diques, se hubiese propagado esta unificación por todo el globo. Ya no eran millones, eran billones, lo que el menor perfeccionamiento industrial nuevamente descubierto le valían a su inventor; puesto que nada detenía, en su expansión radiante, la propagación de una idea cualquiera, nacida no importa dónde. Por el mismo motivo, no era ya por centenares sino por millares, que se contaban las ediciones de un libro, aunque no obtuviese una gran acogida pública, y asimismo las representaciones de una obra teatral, aunque fuese poco aplaudida. La rivalidad de los autores, por tanto, estaba montada sobre un diapasón sobreagudo. A su verborrea se le podía dar rienda suelta, pues el primer efecto de este diluvio de neohelenismo universal había sido sumergir para siempre todas las pretendidas literaturas de nuestros torpes abuelos, convertidas ya en ininteligibles, y hasta el mismo título de lo que ellos llamaban sus obras maestras clásicas, incluidos esos nombres bárbaros de Shakespeare, Cervantes, Goethe, Víctor Hugo, ya olvidados, de quienes nuestros actuales eruditos descifran los versos ásperos con tanta dificultad. Entrar a saco en la obra de esos seudoautores literarios, que hoy casi nadie podría leer, era prestarles un buen servicio y honrarles excesivamente. No hay que dejarse engañar: fue prodigioso el éxito de esos plagios que pasaban por creaciones. Esta clase de material a explotar era abundante, inagotable.

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