Fragmentos de una enseñanza desconocida (2 page)

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Authors: P. D. Ouspensky

Tags: #Autoayuda, #Esoterismo, #Psicología

BOOK: Fragmentos de una enseñanza desconocida
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Paralelamente, llegué a la conclusión de que una escuela —no importa como se llame: escuela de ocultismo, de esoterismo o de yoga— debe existir sobre el plano terrestre ordinario como cualquier otro tipo de escuela: escuela de pintura, de danza o de mediana. Me di cuenta de que la idea de escuelas "en otro plano" era simplemente un signo de debilidad: esto significaba que los sueños habían reemplazado la búsqueda real. Así comprendí que los sueños son uno de los obstáculos más grandes en nuestro camino eventual hacia lo milagroso.

En camino hacia la India, hacía planes para próximos viajes. Esta vez deseaba comenzar por el Oriente musulmán. Sobre todo estaba atraído por el Asia Central rusa y Persia. Pero nada de todo esto estaba destinado a realizarse.

De Londres, a través de Noruega, Suecia y Finlandia, llegué a San Petersburgo, que había sido ya rebautizada "Petrogrado", y donde el patriotismo y la especulación estaban en todo su apogeo. Poco después, partí para Moscú retomando mi trabajo en el periódico del cual había sido corresponsal en la India. Llevaba ahí ya cerca de seis semanas, cuando ocurrió un pequeño episodio que iba a ser el punto de partida de numerosos acontecimientos.

Un día que me encontraba en la redacción del periódico, preparando la próxima edición, descubrí, creo que en
La Voz de Moscú,
un aviso con referencia a la puesta en escena de un ballet titulado "La Lucha de los Magos", que se decía era la obra de un "Hindú". La acción del ballet debía tener lugar en la India, y ofrecer un cuadro completo de la magia del Oriente con milagros de faquires, danzas sagradas, etcétera. No me gustó el tono parlanchín del párrafo, pero como los autores de ballets hindúes eran más bien raros en Moscú, recorté el aviso, insertándolo en mi artículo y añadiendo brevemente que en el ballet se encontraría seguramente todo aquello que los turistas van a buscar y que es imposible de hallar en la India verdadera.

Poco después, por varias razones, dejé el periódico y fui a San Petersburgo.

Allí, en febrero y marzo de 1915, ofrecí conferencias públicas sobre mis viajes por la India. Los títulos de éstas eran: "En Busca de lo Milagroso" y "El Problema de la Muerte". En estas conferencias, que debían servir de introducción a un libro sobre mis viajes, que tenía intención de escribir, dije que en la India lo "milagroso" no se buscaba donde debía buscarse, que todos los caminos habituales eran inútiles y que la India guardaba sus secretos mucho mejor de lo que se suponía: sin embargo, de hecho lo "milagroso" sí existía y estaba indicado por muchas cosas que la gente pasaba de largo sin captar su contenido verdadero y su significado oculto, y sin saber cómo acercarse a ellas. Nuevamente tenía en la mente "las escuelas".

A pesar de la guerra, mis conferencias despertaron considerable interés. Cada una de ellas atrajo más de mil personas al Hall Alexandrowski del Domo municipal de San Petersburgo. Recibí muchas cartas; la gente vino a verme; y sentí que sobre la base de una "búsqueda de lo milagroso" sería posible reunir a un número grande de personas que ya no podían tragar las formas usuales de mentira y de la vida en medio de la mentira.

Después de Pascua, salí de nuevo hacia Moscú para ofrecer las mismas conferencias. Entre las personas que encontré con motivo de estas conferencias había dos, un músico y un escultor, que muy pronto comenzaron a hablarme de un grupo de Moscú, dedicado a varias investigaciones y experimentos "ocultos" bajo la dirección de un cierto G., un griego del Cáucaso; era precisamente, como yo lo comprendí, el "Hindú", autor del argumento del ballet mencionado en el periódico que había llegado a mis manos tres o cuatro meses atrás. Debo confesar que lo que estas dos personas me contaron acerca de este grupo y de lo que en él ocurría —toda clase de prodigios de autosugestión— me interesó muy poco. Había oído demasiadas veces historias de este género y me había formado una opinión muy clara sobre ellas.

...Damas que súbitamente ven flotar en sus cuartos ojos que las fascinan y que ellas siguen de calle en calle, hasta la casa de un cierto oriental al cual pertenecen estos ojos. O bien, personas que en la presencia del mismo oriental, sienten bruscamente que éste las está traspasando con la mirada, viendo todos sus sentimientos, pensamientos y deseos; sienten una extraña sensación en sus piernas y no pueden moverse, cayendo en su poder hasta el punto que él puede hacer de ellas lo que quiere, aun a distancia...

Tales historias me han parecido siempre como sacadas de una mala novela. La gente inventa milagros e inventa exactamente lo único que puede esperarse de ellos. Es una mezcla de superstición, autosugestión y debilidad intelectual; pero estas historias, según lo que he podido observar, nunca aparecen sin cierta colaboración de parte de los hombres a los cuales están referidas.

Prevenido así por mis experiencias anteriores, fue sólo ante los persistentes esfuerzos de M., uno de mis nuevos conocidos, que acepté conocer a G. y tener una conversación con él.

Mi primera entrevista modificó enteramente la idea que tenia de él y de lo que me podía aportar.

Lo recuerdo muy bien. Habíamos llegado a un pequeño café alejado del centro de la ciudad en una calle bulliciosa. Vi a un hombre que ya no era joven, de tipo oriental, con bigotes negros y ojos penetrantes. En primer término me asombró porque parecía estar completamente fuera de sitio en tal lugar y dentro de tal atmósfera. Estaba todavía lleno de mis impresiones del Oriente, y hubiera podido ver a este hombre con cara de raja hindú o de jeque árabe, bajo una túnica blanca o un turbante dorado, pero sentado en este pequeño café de tenderos y de comisionistas, con su abrigo negro de cuello de terciopelo y su bombín negro, producía la impresión inesperada, extraña y casi alarmante, de un hombre mal disfrazado. Era un espectáculo embarazoso, como cuando se encuentra uno delante de un hombre que no es lo que pretende ser, y con el cual sin embargo se debe hablar y conducirse como si no se diera cuenta de ello. G. hablaba un ruso incorrecto con fuerte acento caucasiano, y este acento, que estamos habituados a asociar con cualquier cosa menos con ideas filosóficas, reforzaba aún más la extrañeza y el carácter sorprendente de esta impresión.

No me acuerdo del comienzo de nuestra conversación; creo que hablamos de la India, del esoterismo y de las escuelas de yoga. Entendí que G. había viajado mucho, que había estado en muchos lugares de los cuales yo sólo había oído hablar y que había deseado vivamente conocer. No solamente no le molestaban mis preguntas, sino que me parecía que ponía en cada una de sus respuestas mucho más de lo que yo había preguntado. Me gustó su manera de hablar, que era a la vez prudente y precisa. M. nos dejó. G. me contó lo que hacía en Moscú. Yo no le comprendía bien. De lo que hablaba se traslucía que en su trabajo, que era sobre todo de un carácter psicológico, la
química
desempeñaba un gran papel. Como le escuchaba por primera vez, naturalmente tomé sus palabras al pie de la letra.

—Lo que usted dice me hace recordar un hecho que me contaron sobre una escuela del sur de la India. Sucedió en Travancore. Un brahmán, hombre excepcional en más de un sentido, le hablaba a un joven inglés de una escuela que estudiaba la química del cuerpo humano y que había probado, decía él, que al introducir o eliminar diversas substancias, se podría cambiar la naturaleza moral y psicológica del hombre. Esto se parece mucho a lo que usted dice.

—Sí, dijo G., es posible. Pero al mismo tiempo puede ser que sea una cosa totalmente diferente. Ciertas escuelas aparentemente emplean los mismos métodos; pero los comprenden de una manera completamente distinta. La similitud de métodos o aun de ideas no prueba nada.

—Hay otra cuestión que me interesa mucho. Los yoguis se sirven de diversas substancias para provocar ciertos estados. ¿No se tratará en algunos casos de narcóticos? Yo mismo he hecho numerosos experimentos de esta índole, y todo lo que he leído sobre la magia me prueba claramente que las escuelas de todos los tiempos y de todos los países, han hecho un amplio uso de narcóticos para la creación de estos estados que hacen posible «la magia».

—Sí, contestó G., en muchos casos, estas substancias son lo que usted llama «narcóticos». Pero éstos pueden ser empleados lo repito, para fines muy diferentes. Ciertas escuelas se sirven de narcóticos en forma debida. Sus alumnos los toman para estudiarse a sí mismos, para conocerse mejor, para explorar sus posibilidades y discernir por adelantado lo que podrán efectivamente lograr al final de un trabajo prolongado. Cuando un hombre ha podido tocar de esta manera la realidad de lo que ha, aprendido teóricamente, trabaja desde ese momento conscientemente, y sabe adonde va. Es a veces el camino más fácil para convencerse de la existencia real de las posibilidades que el hombre a menudo sospecha en sí mismo. Para este fin existe una química especial. Hay substancias especiales para cada función. Cada función puede ser reforzada o debilitada, despertada o adormecida. Pero es indispensable un conocimiento muy profundo de la máquina humana y de esta química especial. En todas las escuelas que siguen este método no se hacen los experimentos sino cuando son realmente necesarios y sólo bajo el control experimentado y competente de hombres que pueden prever todos los resultados y tomar todas las medidas necesarias para prevenir consecuencias indeseables. Las substancias empleadas en estas escuelas no son solamente «narcóticos», como usted los llama, a pesar de que un gran número de ellas son preparadas tomando como base drogas tales como el opio, el hashish, etc.

"Otras escuelas emplean substancias idénticas o análogas, no con fines de experimento o de estudio, sino para alcanzar los resultados deseados, aunque sea por corto tiempo. El hábil uso de tales drogas puede volver a un hombre momentáneamente muy inteligente o muy fuerte. Por supuesto que después muere o enloquece, pero esto no se toma en consideración. Tales escuelas existen. Usted ve entonces, que debemos hablar con prudencia de las escuelas. Pueden hacer prácticamente las mismas cosas, pero los resultados serán totalmente diferentes."

Todo lo que G. decía me había interesado profundamente. Sentía que había allí puntos de vista nuevos, que no se parecían a nada a lo que yo había encontrado hasta entonces.

Me invitó a que lo acompañara a una casa donde se iban a reunir algunos de sus alumnos.

Tomamos un coche para ir a Sokolniki. En el camino, G. me contó hasta qué punto había interferido la guerra en sus planes: un gran número de sus alumnos había partido desde la primera movilización, y se habían perdido aparatos e instrumentos muy costosos encargados al extranjero. Después me habló de los fuertes gastos necesarios para su obra, del costoso apartamiento que había alquilado, y hacia el cual creí comprender que nos dirigíamos.

Luego me dijo que su obra le interesaba a numerosas personalidades de Moscú, "profesores" y "artistas", como él lo expresó. Pero cuando yo le pregunté de
quiénes
se trataba precisamente, no me dio ningún nombre.

—Le hago esta pregunta, porque he nacido en Moscú. Además, he trabajado aquí durante diez años como periodista, de manera que conozco más o menos a todo el mundo."

G. no contestó nada.

Llegamos a un gran apartamiento vacío sobre una escuela municipal; evidentemente pertenecía a los profesores de esta escuela. Creo que estaba sobre la plaza del antiguo Estanque Rojo.

Varios alumnos de G. estaban reunidos: tres o cuatro jóvenes y dos damas que parecían ser maestras de escuela. Ya había estado yo en locales como éste. La ausencia misma de mobiliario reafirmó mi idea, ya que a las maestras de las escuelas municipales no se les proporcionaban muebles. Al pensar esto experimenté un sentimiento extraño con respecto a G. ¿Por qué me había contado el cuento del apartamiento tan caro? En primer lugar, éste no era suyo; luego no había que pagar alquiler y finalmente, de ser alquilado no costaría más de diez rublos al mes. Había allí un "bluff" demasiado evidente. Me dije que esto debía significar algo.

Me es difícil reconstruir el comienzo de la conversación con los alumnos de G. Algunas de las cosas que escuché me sorprendieron; traté de descubrir en qué consistía su trabajo; pero no me dieron respuestas directas, empleando con insistencia, en ciertos casos, una terminología rara e ininteligible para mi.

Sugirieron leer el comienzo de un cuento que según ellos había sido escrito por uno de los alumnos de G., que en ese momento no se encontraba en Moscú.

Naturalmente acepté, y uno de ellos comenzó en voz alta la lectura de un manuscrito. El autor narraba cómo había conocido a G. Mi atención fue atraída por el hecho de que al comienzo de la historia el autor leía la misma noticia que yo había leído en
La Voz de Moscú
el invierno anterior, sobre el ballet "La Lucha de los Magos". Luego —y esto me agradó muchísimo, porque lo esperaba— el autor contaba cómo en su primer encuentro había sentido que G. lo ponía en cierta forma en la palma de su mano, lo sopesaba y lo volvía a dejar caer. La historia se llamaba "Vislumbres de la Verdad" y había sido escrita por un hombre evidentemente desprovisto de toda experiencia literaria. Pero a pesar de todo, la historia impresionaba, porque dejaba entrever un sistema del mundo en el cual yo sentía algo muy interesante, que además hubiera sido incapaz de formulármelo a mi mismo. Ciertas ideas extrañas y del todo inesperadas sobre el arte, encontraron también en mí una fuerte resonancia.

Más tarde me enteré de que el autor era un personaje imaginario y que el relato había sido escrito por dos de los alumnos de G., presentes en la lectura, con la intención de exponer sus ideas bajo una forma literaria. Aún más tarde me enteré de que la idea misma de este relato provenía de G.

La lectura se detuvo al final del primer capítulo. Todo el tiempo G. había escuchado con atención. Estaba sentado en un sofá, con una pierna replegada bajo su cuerpo; bebía café negro en un vaso grande, fumaba y de vez en cuando me lanzaba una mirada. Me gustaron sus movimientos, impresos de una especie de seguridad y gracia felina; aun su silencio tenía algo que lo distinguía de los demás. Sentí que hubiera preferido encontrarlo, no en Moscú, no en este apartamiento, sino en uno de esos lugares que acababa de dejar, en el patio de entrada de una de las mezquitas de El Cairo, en medio de las ruinas de una ciudad de Ceilán, o en uno de los templos del sur de la India — Tanjore, Trichinópolis, o Madura.

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