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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

Gay Flower, detective muy privado (17 page)

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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—Ven conmigo —me tomó Azalea del brazo.

Berenice hizo pucheros.

—No me dejes sola, nena mía...

Volvió a tirar mirando a su joven ama.

—Tardaré muy poco, señorita.

Me llevó a su habitación en el tercer piso, me indicó una banqueta sin respaldo y encendió uno de los puros finos. Llevaba un uniforme negro, de falda amplia en esta ocasión.

—Cuéntame qué ha pasado... —pidió exhalando el humo por la nariz.

—Como si no lo supieras tan bien como yo —contesté, adusto.

—¿Qué sabes tú?

En el camino de vuelta las piezas del rompecabezas se habían ajustado en mi cerebro.

—Como es natural, lo sé todo, que para eso soy detective. Voy a contarlo al sargento Coxe.

—No hay prisa... Te dije que me buscaras. Te dije que nos daríamos una sorpresa agradable. Ahora estamos juntos. Olvidémonos de problemas. Pensemos tan sólo en nosotros.

Se arremangó la falda hasta las caderas de guitarra, abrió las piernas y se me puso en el regazo, dándome la cara. La insólita turbación volvió a mí como una vieja conocida. Me pasó un brazo por el cuello, me introdujo un dedito en la nariz y me ordenó que le cogiera el culo con las manos.

—¡Azalea!

—Relájate querido —dijo muy bajito, con mucha dulzura—. Nada de tensiones, nada de problemas. Mantén la mente en blanco.

Era casi hipnótica. Un bienestar de una clase que jamás imaginé existiera, me invadía. En mi fosa nasal siniestra pilló un moquito que me obturaba el conducto y no me dejaba respirar desde hacía tres días, y empezó a tirar de él con suavidad, con delicadeza maternal, como si llevara a cabo una operación de riesgo infinito. Había una parte sólida en el extremo, unida a otra más acuosa, y si ustedes se han limpiado la nariz a mano sabrán a qué me refiero. Fue amasando el extremo sólido añadiendo porciones húmedas poco a poco para no pringarse los dedos, sin romper el frágil hilo, y noté una sensación como si el moco dichoso me llegase hasta el cerebro y con su intervención me estuviese liberando de un tumor maligno. Las nalgas increíbles me palpitaban en las manos. La turbación se había transformado en una erotización completa. Se las apreté con toda mi alma.

—¡Adelante, muñeca! ¡Vamos a hacer el animal!

Su reacción fue cruel. Se alejó, bajándose la falda.

—Ahora no, amor mío, que sería peligroso. Debo cuidar de Berenice, que me necesita. Si no voy a su lado, no dormirá.

—¿Y yo no cuento, coño?

—Mañana, precioso. —Se ajustó el delantal y me miró con los enormes ojos ambarinos muy significativamente. —Resuelve el caso como
a mí
me gustaría e iré a tu apartamento de Yucca Avenue. Pero, recuerda: resuélvelo a mi complacencia.

Me tenía atrapado. Era una mujer y me había atrapado. Jamás me lo pude imaginar, y así sucedía. Para morirse.

Bajamos al piso inferior y me dejó, entrando en las habitaciones de su señorita. Berenice sollozaba entre las sábanas. La vi acostarse a su lado acariciándole los senos.

Le di las buenas noches a Haste sin más, y antes de marchar definitivamente pasé por el garaje de la residencia. Había tres coches, como sospechaba. Una Limousine oscura, un "Packard" limonada y un deportivo cerveza. Toqué los capós de cada uno. Los tres estaban calientes.

Con el misterio resuelto y la visión clara de lo que debía hacer al día siguiente, partí en busca del merecido descanso.

19

La primera hora de la mañana trajo la noticia del brutal asesinato de Eddie Fatty Morningstar en todos los periódicos. La mejor información era la de Witicky La Cotilla, que adobaba el suceso con las superiores esencias de su talento de resentido.

La primera hora de la tarde llevó al sargento Keenan Coxe, de la Brigada de Homicidios de Los Ángeles Oeste a la finca del coronel Huston Orrin Stradivarius, en Dresden Avenue, barrio Oak Knoll, Pasadena, porque había seguido el rastro del cortauñas con una celeridad digna de encomio.

Cuando llegué allá con mi atuendo en tonos cabello de ángel histérico y sombrero a tono, que es el que utilizo para los momentos estelares, se encontraba en la biblioteca fúnebre en compañía del propietario en su silla de ruedas tan macilento como si esperase a que acabase la jornada para terminar de morirse, y con la joven Berenice, seria y circunspecta, en pantalones largos estrechos y negros y con una blusa del mismo color y un vaso en la mano, tan superescotada que sacaba los colores a quienes la contemplaban. Parecía que se hubiera puesto de luto por Morny. Parecía una viuda recatada pero libidinosa.

El sargento sostenía el cortauñas chino con la punta del lápiz pasada por el taladro de la base para no borrar las impresiones digitales, y disparaba según su costumbre preguntas a velocidad de ametralladora Thompson para intimidar a la niña. Lo cierto era que le intimidaba aquel busto fuera de las dimensiones standard y disimulaba tratando de intimidar antes, por el aquel de que quien ataca primero lleva ventaja.

—¿Se veía frecuentemente con Morningstar, señorita Stradivarius? —preguntaba cuando me reuní con ellos—. ¿Estuvo ayer tarde jugando en "The Red Cock"? ¿Se marcharon juntos? ¿Dónde fueron después? ¿Qué pasó entre ustedes? ¿Le pertenece este cortauñas? ¿De quién es la sangre?

Me acerqué, hice como si mirara el mecanismo y atajé:

—¿De quién es el moco?

El sargento se atragantó, y yo aproveché para añadir:

—Será repetirme, señores pero... ¡lo sé todo!

La mirada de Coxe me atravesó como un bisturí.

—Si lo sabe todo, ¿por qué no me lo ha comunicado?

Aguanté impertérrito el bisturí.

—Cuando he llamado a su oficina me han dicho que había salido a tomar café, como pasa siempre que buscas a alguien que cobra de los contribuyentes, Keenan.

El coronel ladró con rencor:

—Si lo sabe todo, ¿por qué no me ha informado?

Me pasé su rencor por donde me paso yo los rencores de los millonarios, diciendo:

—Porque cuando he querido hacerlo estaba usted sobando a la enfermera, señor.

Los dominaba a todos. Así de sencillo. En plan mandón dije:

—He citado aquí, para ya, al señor Clyde Stradivarius y a la señorita Louisa Wise, su secretaria. He pedido que acudan asimismo la señorita Kleinman, enfermera, la señorita Virgopotens, doncella, y el señor Haste, chófer. A todos les interesa el caso. Con ellos delante, además de los presentes, me comprometo a entregar al criminal al sargento, cediéndole los laureles del triunfo para que se luzca ante la prensa. De lo contrario le dejo acusar a Miss Stradivarius y meter la pata, me lavo las manos y allá películas. ¿Qué deciden?

El policía y el paralítico se miraron. Los tenía en mi poder. Si lo sabría yo. Me dieron carta blanca.

Muy chulo agité la campanilla de plata con faunos horteras y cuando compareció el mayordomo jubilable ordené que pasaran mis invitados.

Abría la marcha Azalea, con un uniforme oscuro más ceñido que el de la víspera, cofia y delantal almidonados, su cintura de avispa y sus lindas piernas airosas como consecuencia de los andares a que le obligaban los tacones que se gastaba. La seguían Kristine Kleinman impoluta, Arthur, disoluto, Clyde Stradivarius absoluto y la señorita Wise, obsoleta.

—¡Bienvenidos, sospechosos! —les recibí en plan campechano.

Mi jovialidad cayó como un chiste en un velatorio. Art y Berenice estaban angustiados. Azalea frunció sus cejas algo oblicuas, la piel más tirante de lo habitual sobre los elevados pómulos. El sargento miraba arrobado la sólida silueta de Kristine y me susurró que por lo menos las sospechosas estaban como para hacerles un favor.

Cuando se hubieron acomodado en las sillas de alto respaldo apartando las carcomas, me dirigí al abogado:

—Señor Stradivarius: ¿de qué marca es su automóvil?

—Un "Cadillac" del 39, color coca-cola.

Me volví a su secretaria.

—Señorita Wise: ¿tiene usted coche?

—Sí, señor. Un coupé gaseosa, de segunda mano.

—En esta casa hay por lo menos tres automóviles: una Limousine oscura, un deportivo cerveza y un "Packard" limonada.

Haste tragó saliva.

—Bien —volví al discurso clásico del detective con los sospechosos en la biblioteca—; hace cuatro días el señor Stradivarius Jr. fue tiroteado a la puerta de su bufete en mi presencia por alguien que manejaba no un coupé gaseosa, ni un "Cadillac" coca-cola, ni un deportivo cerveza, ni un "Packard" limonada, sino una Limousine oscura. Ayer Fatty Morningstar fue degollado con premeditación, alevosía y cortauñas en su chalet de Bel-Air. Los dos acontecimientos tienen un nexo de unión. La unión se llama Berenice Stradivarius.

Todos aplaudieron. Berenice se levantó e hizo una graciosa reverencia. Esperé a que finalizase tan espontánea muestra de simpatía, tras lo cual dije:

—Les he reunido aquí porque están relacionados con el caso y les interesa lo que he de decir.

La atención de la concurrencia estaba fija en mi persona. Nadie se atrevía a respirar. Estaba alcanzando un éxito bestial. Podría oírse el zumbido de una mosca. Y se oyó.

—¡Esa mosca! —jadeó el coronel.

Azalea Virgopotens la roció con el líquido de un pulverizador de émbolo con habilidad que hablaba de una larga práctica al servicio de los poderosos liberándoles de las molestias más nimias, y yo seguí.

—La clase de muerte sufrida por Morny el
Gordo
revela un crimen pasional. El "gángster" había puesto cerco al inocente corazón de aquí, Berenice, y alguien le destrozó el gaznate con el cortauñas en el colmo del recochineo vengativo. Por tanto, se trata de una persona con acceso a la casa para coger el arma, y enamorado de la señorita.

—¡El chófer! —saltó Coxe.

—¡Eso quisiera usted! —salté a mi vez en defensa del guapo mozo— Fue... ¡Kristine Kleinman!

Clyde y su secretaria respiraron con alivio, tomándose de las manos. Arthur me hizo un guiño de gratitud. Berenice se preparó un
martini
y brindó mudamente en mi dirección. Azalea, con disimulo, me envió un beso aéreo. La enfermera palideció. Coxe y el coronel juraron por lo bajo.

—La señorita Kleinman amaba a Berenice. Trató de matar a Clyde porque tenía demasiadas atenciones con ella, utilizando uno de los coches de la casa, y anoche liquidó a
Gordo
cuando intentaba forzarla, tras seguirlos en la misma Limousine. Sus huellas aparecerán en el coche.

Esperaban más explicaciones. No podía defraudarles. Se las di.

—La mañana en que el coronel me contrató para cuidar de su hija pasé a saludarla a sus habitaciones. Me di cuenta de que están puestas con un gusto espantoso y me di cuenta también de que la doncella se encontraba escondida tras la cortina y el chófer instalado en el baño. Me apercibí de que sobre un escabel se hallaba una combinación perteneciente a Miss Kleinman, que antes no había acudido a requerimiento de su paciente que le prestara auxilios. Si no acudió fue porque estaba ocupada haciendo el amor con Miss Stradivarius, que sé que la enfermera es sáfica. No me dio una explicación convincente sobre la presencia de su prenda interior en el cuarto citado, y además sorprendí a Berenice desnuda, con la peluquería estropeada y el "rouge" por toda la cara. Para mí que se habían acostado juntas, y perdonen la manera de señalar.

—Sí; que yo las vi desde las cortinas, porque estaba limpiando los cristales —afirmó Azalea.

—Y yo desde el baño, donde estaba arreglando la ducha —corroboró el chófer.

—No lo niego —reconoció, orgullosa y achispada Berenice.

—Así fue —declaró Kristine Kleinman—. La amaba, pero es que hasta hace poco no había conocido un hombre de verdad.

Y rozó con un pie el zapato del sargento. A Coxe los ojos se le hicieron chiribitas.

—La señorita Kleinman —terminé la exposición— me escuchó por otro teléfono citarme con Clyde, se fue a la calle Ventura y disparó contra él por las razones expuestas con anterioridad. Ayer, probablemente al tanto de la cita de su amada con el jugador, los siguió desde el club hasta Bel-Air y lo liquidó con el cortauñas, por celos y venganza.

—Eso no explica la bomba en el coche de mi hijo Stephen... —intervino el coronel.

—¡Por cincuenta cochinos dólares diarios no querrá que le explique hasta los pronósticos de las carreras! —repliqué con veneno.

Era consciente de que la teoría tenía sus puntos débiles, pero lo que me interesaba era una admisión de culpabilidad de la enfermera. El sargento, aunque superado por el ritmo de los acontecimientos también venteaba la endeblez del razonamiento. Apuntó:

—Nada de lo que dice prueba que fuera Kristine...

Jugué mi última carta, aunque a mí el juego no me chifla.

—¿No? —hablé con autoridad— ¿Y el moco? Nuestra amiga sabía la existencia del hurgadero de Li Fong, y también sé que le gusta meterse el dedo en las narices, que lo he visto con estos ojitos que se ha de comer la tierra. Una cosa lleva a la otra. En el cortauñas hay un moco pegado. Analícelo y saldremos de dudas.

La Kleinman se levantó descansando la sólida pierna contra el pantalón del hombre de Homicidios con deliberado abandono.

—No se cansen —se rindió—. Flower tiene razón. Yo acabé a Fatty. Se lo merecía.

No había más que añadir. Coxe pidió a la rubia que le acompañara. En lugar de ponerle las esposas la agarró por la cintura y salió con ella muy apretada, a lo mejor para que no se fuese a escapar. Clyde y la señorita Wise, siempre haciendo manitas se despidieron del coronel y les siguieron no sin que antes la señorita Wise me dirigiese un gesto de profunda gratitud. Berenice y Arthur salieron detrás, él muy tieso y la joven haciendo eses.

Huston Orrin Stradivarius boqueaba como un pez fuera del agua, con los párpados caídos. Azalea tomó un plumero, se me acercó como quien va a otro lugar y me pinchó con la punta en la retaguardia.

—Esta noche... —musitó; y en su voz había mil promesas excitantes.

Se subió a una silla, y presumiendo como siempre de culo oloroso se puso a quitar el polvo de los libros.

El coronel maniobró hasta la mesilla de urgencias, se tomó unas píldoras al whisky, y más reanimado me felicitó:

—Un trabajo brillante el suyo, Flower. A partir de ahora, sin Morningstar por medio y sabiendo lo que sé, me resultará más fácil el control de la chica—. Realizó una pausa, llamando a sus escasas fuerzas—. Pero me ha hecho usted cisco. Sin Kristine en casa, veremos quien me atiende. No me será fácil encontrar otra joven de sus características.

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