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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (10 page)

BOOK: Gente Independiente
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—Creo que puedo imaginármelos pisoteando de ese modo el pasto abonado del alcalde —gruñó— y estoy ansiando el momento de verles bailar igual la próxima primavera, cuando ya no me quede ni una paja y vaya a pedirles una carga de heno.

Las hijas del sacerdote y las muchachas que trabajaban en Myri no querían que nadie se mostrase con mal humor, y trataron de arrancarle a él. Le arrastraron, quieras que no, al círculo donde estaban jugando a las prendas y le impusieron una. Él les deseó que se fuesen al infierno, pero finalmente se lanzó en su persecución y dijo que muchas veces había perseguido a ovejitas escurridizas, y se escupió en las manos antes de perseguirlas. Incluso le llevaron aparte y le pidieron que recitase las Rimas. Y entonces él se encontró en su elemento y no se interrumpió antes de haberles ofrecido todos los versos obscenos de Góngu-Hrólfur: desde los del viejo Ólver acusando a Hrólfur de sentir una pasión extraviada por Vilhjálmur -las muchachas se abrazaron y trataron de ahogar las carcajadas- hasta Ingibjórg vertiendo el contenido de su orinal sobre Móndull -las jóvenes ya no pudieron contener los aullidos. Terminaron pidiéndole que improvisara algo acerca de ellas. El pegujalero respondió que, en efecto, se le habían ocurrido varios versos, en distintos metros, mientras estaban ocupadas recogiendo arándanos en las laderas, pero que en realidad no había tenido tiempo de pulirlos hasta entonces, aunque el primer cuarteto tenía doble rima y doble aliteración.

Cantando correteaban Gala y Gunna, lejanos los sabáticos sermones; tostadas y traviesas, garbosas y galanas, ruidosas religiosas, cantaban sus canciones.

Vuelan sus manos a saquear las ramas, las bocas, a la burla acostumbradas, sorberán dulces zumos de las bayas y el robo alabarán con risas claras.

Delicadas, doradas ninfas morenas, coger más bayas no vale la pena. Ah, mis bellos galanes, esbeltos, jocosos, Aguardáis, confesadlo, goces más amorosos.

Los juegos estaban en su apogeo cuando el hijo del alcalde, Ingólfur Arnarsonjónsson, apareció en la escena. Una sonrisa fría jugueteaba en sus labios, la sonrisa altanera, orgullosa, de su madre, la sonrisa que hacía que los esfuerzos literarios de la Señora de Myri fuesen menos apreciados de lo que de otro modo habrían sido. Llevaba sus presas al hombro, colgando de dos bramantes: en uno, patos y gansos; en el otro, truchas, truchas morenas y negras, entre una y tres libras de peso. Después de ordenar al pastor que lo atase todo al arzón de su silla, saludó a Bjartur con la sonrisa fría y el irritante aire paternalista que caracterizaba a toda la familia.

—El viejo debe de haber estado soñando cuando, puede decirse, te regaló Casa Invernal y te hizo el señor de estas tierras de abundancia, ¿Cuánto te debo por el alquiler de cazadero?

—Oh, sería ir demasiado lejos esperar que me pagaras algo por este regalo que me han hecho —replicó Bjartur—. Además, como tú mismo dices, este pegujal, que dicho sea de paso, tengo la osadía de llamar Casa Estival, por si no lo has oído antes… Casa Estival es una tierra de tal abundancia que no tengo necesidad de mezquinarte la carroña que puedas llevarte en las expediciones que hagas a ella, Ingi, hijo mío. Mis ovejas tienen más confianza en el heno corto de las orillas del Lambey. De modo que puedes llevarte en buena hora todos los patos y truchas que logres atrapar, Ingi, hijo mío. Constituirán un saludable cambio de dieta para vosotros, los de Myri, porque si conseguís poner este invierno sobre la mesa un poco de pescado y de ave, será la primera vez de que yo tenga noticia.

—¡Caray, de qué humor está el hombre! —exclamó Ingólfur Arnarson con su sonrisa helada, sacando un par de patos con ojos dorados y una o dos truchas negras y arrojándolas a los pies de Bjartur.

—Te ruego que saques esto de mi propiedad —dijo Bjartur—. Prefiero que tú mismo cargues con la responsabilidad de las criaturas que mates durante el domingo.

Pero en este momento las muchachas intervinieron y le pidieron, por el cielo, que no rechazase tan magníficos bocados, por Rosa, ya que no por él mismo, y añadieron:

—Estas aves serán un plato suculento.

—En mis tiempos —respondió Bjartur— era costumbre en Myri que la Señora dejase de lado las gallinas, para no tener que entendérselas con la carne de caballo, pero si ahora las aves figuran allí en la lista de comidas, entonces lo menor que puede hacer con esta carroña es llevársela al alcalde, con quien estará más a sus anchas.

—Estoy segura de que serían una comida agradable para Rosa. No parece que haya comido nada fresco este verano.

—Para nosotros, los trabajadores solitarios —repuso Bjartur—, lo primero que es preciso tener en cuenta es el alimento para el ganado. La comida del hombre en verano tiene menos importancia que la salud de las ovejas en invierno.

Todos rieron de esta respuesta, más divertidos que impresionados por el sonsonete de aquel trabajador solitario. Pero muchos de ellos eran miembros de la rama local de la Asociación Juvenil, e Ingólfur Arnarson Jónsson era su presidente. Y tenían fe en su país. «Todo por Islandia, Islandia para los islandeses» era su lema. Y ahora se encontraban cara a cara con un hombre que había roturado una tierra nueva, un hombre que también tenía fe en su patria y, lo que es más, que lo demostraba con los hechos. A primera vista su forma de pensar podría parecer no desprovista de cierto elemento de ridículo, pero no dejaba de conmoverles, tal como estaba allí, de pie en su propia tierra, en la calma de un anochecer de domingo, con su pequeña granja a sus espaldas, preparado, ansioso por librar su guerra de independencia contra las potencias hostiles, naturales y sobrenaturales, a desafiar al mundo entero. Permanecieron allí un rato más, mientras sus pastores les traían los caballos, y nadie se ofendió con Bjartur porque hubiese demostrado que estaba en su casa. Ingólfur Arnarson pidió que se cantase una canción.

—Bjartur y yo somos viejos amigos y casi como hermanos de leche —dijo—. Juntos hemos hecho algunas cosas en nuestra época que mejor será olvidarlas, y sé que en realidad nos entendemos a la perfección; al menos yo conozco la madera de que está hecho él, y la de Rosa también. Han demostrado que el espíritu heroico de los primeros colonos no se extinguió aún en los islandeses de hoy, ¡y ojalá que ese espíritu perdure por muchos años!

Pidió a los otros que cantasen, y cantaron:

Dura la brega, mas como hermanos gritemos el lema, siempre impávidos: «¡Todo por Islandia! ¡Por Islandia vivamos! ¡Nunca cejemos, en la lucha unidos!»

Todos fueron de la opinión que aquella canción podía aplicarse al mismo Bjartur de Casa Estival, quizá fue compuesta precisamente en su honor, ¡viva el colono en su valle de los marjales! ¡Viva este indomable hijo de Islandia! ¡Vivan Bjartur de Casa Estival y su esposa! Y entonces cantaron una canción patriótica tras otra:

Reina de los montes, madre mía, tan cara a mí, y tan amada, a tu lado soy feliz cada día, bendita sea mi tierra heredada. Mi tierra, para nuestra alma sería Bendición, por el cielo otorgada.

¡Viva la joven Islandia! ¡Viva!, ¡Hurra! retumbaba la montaña en el silencio de las primeras horas de la noche otoñal, hasta que el colimbo dejó de gritar en el lago, profundamente intrigado. Finalmente los mozos trajeron todos los caballos. Bjartur recibió una cordial despedida y algunas de las muchachas entraron a la casa para saludar a Rosa, encontrándose con que ésta había desaparecido. Ingólfur Arnarson pidió a los cantores que continuasen, cuando ya todos estaban a caballo, y la última canción, en alabanza de la vida campestre, resonó desde los pantanos como una despedida a los moradores de la Casa Estival:

En el valle entre brezos está mi hogar 

y aquí viví felices horas

y en sitio alguno puede el sol brillar

como en estos montes donde moras.

Y la gente es noble y buena,

fiel en la amistad, fuerte en la faena;

por vivir aquí siento un gran gozo,

no existe mejor vida para un mozo.

Las alegres voces se escucharon unos instantes todavía. Luego se mezclaron a los golpeteos de los cascos de los caballos, cuando los visitantes apresuraron la marcha en el terreno más firme de las orillas del río, y finalmente dejaron de oírse. El ocaso de principios del otoño había caído sobre el valle y el brezal. Y el habitante del valle estaba solo en su campo. Pronto entró en la casa, para acostarse. Rosa había reaparecido; no dijo una palabra.

—Hay un regalo para ti junto al arroyo —dijo Bjartur.

—¿Para mí?

—Sí, aves y pescado.

—¿De quién? —preguntó ella.

—Ve y fíjate, a ver si reconoces su marca.

Rosa se escurrió fuera de la casa mientras Bjartur se desnudaba, se dirigió hacia el arroyo y, en efecto, allí estaban los peces que él había pescado y los patos que cazó. Sintió que en el valle vibraban todavía las voces de los que cantaran en torno de él; las canciones entonadas aún estaban frescas en su mente, detenidas en el aire, sobre los marjales.

Una bandaba de patos de ojos dorados voló sobre el campo con un siseo de alas, todavía asustados.

—Ya no necesitáis asustaros —susurró la joven—. Ya se ha ido.

Largo tiempo estuvo junto al arroyo, en la penumbra, escuchando las canciones que se habían callado en el valle, los disparos hechos hacía mucho tiempo, y pensando en las inofensivas aves que él había matado. Pronto llegaría el otoño.

10. Reunión de pastores

La víspera del rodeo, Bjartur decidió afeitarse la barba que le creciera durante el verano. Era evidente que despreciaba esa formalidad, y mientras duró la operación maldijo espantosamente, pero era imposible esquivarlo: el festival de las ovejas estaba cerca. Y además, había otra tarea, también desagradable, que le esperaba ese día. Se trataba aparentemente, de uno de esos síntomas de los nervios de su mujer si Bjartur se iba. Ahora había ante él tres días de búsqueda por los pastizales de las montañas y luego, inmediatamente después de la distribución de los animales en corrales, la marcha a la ciudad en compañía de otros granjeros. Rosa declaró que no quería siquiera oír hablar de quedarse sola en la casa durante la ausencia de su esposo. Primero le pidió que le dejase la perra pero, cuando él demostró que sería tan eficaz en un rodeo sin su perra como sin su pierna derecha, ella se negó a escuchar más razones y dijo:

—Muy bien, entonces no me queda más remedio que ir a Utirauósmyn, en lugar de quedarme en este agujero infestado de fantasmas.

Nada había más desagradable para Bjartur que el pensamiento de tener que pedir algún favor a la gente de Útiraudsmyri y, en consecuencia, se ofreció a tratar de encontrar una corderita de un año, que era de su propiedad, perteneciente a una pequeña majada que había visto, hacía unos días, pastando en las cercanías. De modo que partió con la perra cuando terminó de afeitarse, encontró la cordera, la atrapó con la ayuda de la perra y, al regresar, hacia el anochecer, la amarró en los límites de su campo. El cordero se llamaba Gullbrá. La mujer durmió mal esa noche, incapaz de comprender los caprichos de los seres humanos.

Los pastores llegaron al campo con sus perros, mucho antes de que aclarase. Bjartur, que estaba de pie en el empedrado, con sus calcetines por encima de los bajos de los pantalones, repartió apretones de manos, con los hombros moviéndose de placer, y se paseó ida y vuelta ante ellos, o describió círculos a su alrededor, mientras les invitaba a pasar para tomar café. La mayoría de los visitantes querían inspeccionar la casa; algunos de los jóvenes treparon la escalera, metiéndose en las oleadas de humo, para ver a Rosa, y los perros trataron de seguirles, pero la escalera era demasiado empinada para ellos y volvieron a bajar, gañendo.

—Éste, pues, es mi palacio —dijo Bjartur— y hasta ahora no estoy atrasado siquiera en una sola moneda.

—Muchos comenzaron con menos y terminaron en granjeros de importancia —declaró aprobadoramente el rey del rodeo—. Él mismo había comenzado con poco, pero ahora, con sus funciones de rey del rodeo, escribiente de la parroquia y veterinario de perros agregadas a su crédito, había alcanzado una posición de cierto prestigio y gozaba de la reputación de no ser contrario a ocupar un asiento en el concejo de la pedanía, si se presentaba la ocasión.

—Jón de Húsavík empezó con un trozo de turba del diablo —prorrumpió imprudentemente un joven que estaba acostumbrado a mejores ambientes.

—Vaya, muchachos, vayan saliendo —dijo el rey del rodeo, que quería que los jóvenes emprendieran el viaje inmediatamente, porque se habían divertido en la montaña cabalgando detrás de él, casi pisándole los talones, en un intento de hacer que se le encabritase el caballo, y más tarde, al cruzar las ciénagas, cabalgaron delante de él para poder salpicarle de lodo. Tampoco tenía deseos de sentarse a tomar café en la Casa Estival en compañía de cualquiera; prefería a algunos hombres bien escogidos que supieran animarse con una gota de aguardiente, especialmente algunos de los granjeros que, como no tenían mozos de labranza alquilados, debían concurrir en persona al rodeo. Uno de esos agricultores solitarios era Pórður de Nióurkot, suegro de Bjartur de la Casa Estival. Este veterano había perdido a la mayoría de sus hijos en forma en cierto modo poco digna de mención y sufrió un fracaso en la única empresa a la que dedicó un pensamiento serio, a saber, su molino de grano. Pero no se volvió pesimista ni insultó a su suerte, no; lo tomaba todo como venía, con una serenidad de espíritu que rayaba en lo filosófico y una resignación que bordeaba en la piedad. Ya en la escalera se le oyó expresar su admiración por ese extraño olor que tenía el humo de su adorada hija, y ésta le ayudó a pasar por la trampilla y ocultó su rostro contra la mejilla tiznada de su padre y los ralos pelos de su barba.

—Mamá envió sus cariños a su queridita y me pidió que te diera estas cosas —dijo él, entregándole un paquetito envuelto en un pañuelo. Contenía azúcar y café, media libra de cada cosa.

Rosa no podía apartarse del anciano. Se aferró a él y se secó los ojos con el delantal; sus modales se tornaron de pronto tan pueriles en su intimidad y candor que Bjartur sintió que nunca en su vida había visto anteriormente a esa mujer. En un instante parecía haberse despojado de toda la empecinada melancolía de la mujer de los páramos, para convertirse en una chiquilla capaz de demostrar sus sentimientos.

—¡Padre, padre! —lloraba—. ¡Cómo ansiaba verte!

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