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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (46 page)

BOOK: Gente Independiente
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—Búscame un par de polainas limpias —dijo finalmente a Asta Sóllilja—. Creo que daré un paseo hasta la casa consistorial.

—¿La casa consistorial?

—Sí —repuso él—. Pienso que es posible que haya ratas en los establos.

Esto último lo agregó a modo de explicación, como disculpándose, como un canceroso que afirma que no es más que un ataque de cólico.

—¿Ratas? —preguntó el concejo, asombrado—. ¿De dónde podrán venir esas ratas? ¿No serán ratones?

Encontró a sus vecinos Ólafur de Ystadalur y Einar de Undirhlíó profetizando y tomando rapé en la semioscuridad del ocaso, como es corriente en adviento, de modo que Bjartur también tomó rapé y profetizó. Dijeron que no podía tratarse de ratas. Bjartur replicó que, en su opinión, existía una insignificante diferencia entre una rata y un ratón. Einar dijo que su punto de vista era, naturalmente, de poca importancia, pero que siempre había creído que una rata era una rata, y un ratón un ratón y, ahora que me acuerdo, será mejor que te entregue estos pocos versos que escribí en el otoño, cuando terminó el principal trajín de la recolección del heno.

Escribí un panegírico de tu primera esposa, agregó, de modo que creía que también podía escribir otro para tu segunda esposa. Eran excelentes mujeres, inestimables, ambas. Sí, inescrutables son los caminos del Señor. Pero Ólafur afirmó que, si se trataba de un ratón, y si el ratón atacaba a las ovejas, el remedio de un viejo, confirmado fuera de toda duda por la experiencia práctica, aunque quizá no había conseguido aún ser alabado por los periódicos, era que, si se había abierto paso hasta la cruz -por ejemplo- a mordiscos, y uno podía atraparlo y frotarlo en la herida de modo que las entrañas le saltaran afuera y se mezclaran con la herida de la oveja, entonces ésta se curaba.

—Puedes guardarte tus panegíricos —dijo Bjartur a Einar—. No tengo tiempo para himnos, ni los dedicados a los vivos ni los que cantan a los muertos, y nunca lo he tenido, como creía que sabías desde hace varios años. Ningún himno fue escrito para los vikingos dejóm, y sin embargo ellos gozaron de gran fama. Y, si la memoria no me traiciona, Grettir fue vengado en el sur, en Miklagaró, sin necesidad de himnos, y eso que se le consideraba el más grande hombre de Islandia. De modo que no veo motivo para que, sólo porque un par de mujeres la haya espichado, la gente se ponga a escribir cosas religiosas acerca de ellas. Nunca me ha agradado especialmente la religión, ni, en general, nada que fuese espiritual. Pero si alguno de vosotros quiere venderme un gato, lo consideraré un favor especial; y puede ser tan salvaje como queráis.

Llegó a la casa por la noche, con un gato en un saco, que vació en el suelo y, qué es eso, preguntaron los chicos y, es un gato, dijo él, y por la noche hubo alegría, mientras la historia se difundía por toda la región como un cambio de tiempo y todos decían: la rata de la Casa Estival. Allí, junto al escotillón, está el gato, rayado de gris, suspicaz y mirando cautelosamente en torno, con enormes pupilas dilatadas y una pata en alto, maullando, intensamente desdichado, pero sin dar señales de haber perdido el valor. Los gatos pueden producir los sonidos más quejumbrosos de toda Islandia, pero nadie ha sabido de un gato que se rindiese; los gatos no se rinden.

—Cuiden de que la perra y él no se encuentren —ordenó Bjartur. Afuera, junto a la pared, comenzó a preguntarse si no habría estado loco cuando trajo un gato consigo.

Si, había un gato en la casa. A veces, durante el día, se sentaba en el borde de la trampilla, escuchando con tensa atención los ladridos de la perra, que le llegaban desde abajo. El pelo del lomo se le erizaba a la perra cuando sabía que él estaba cerca, e inmediatamente se lanzaba a ladrar. Si subía el gato saltaba al hueco de la ventana que había sobre la cabecera de la cama de la abuela, donde conseguía acurrucarse en el alféizar. Desde allí observaba atentamente a la perra durante un rato; luego las pupilas se le contraían y los ojos se le cerraban filosóficamente. Cuando la perra se iba, el gato saltaba a la cama de la anciana y, después de lavarse con minucioso cuidado, se acostaba a dormir, con la cabeza entre las patas traseras. La anciana no le llamaba jamás otra cosa que «esa escoria de gato», o «esa bestia de gato», y sin embargo el animal la prefería a todos porque no asignaba tanto valor al vocabulario como al talante. La anciana nunca había lastimado a animal alguno. Es extraña la afición que los gatos tienen por la gente de edad. Aprecian su falta de inventiva, rica en seguridad, que es la principal virtud de la vejez. ¿O es que entendían lo gris que había en ambos, lo que está detrás de la cristiandad y detrás del alma?

42. La mejilla izquierda

Y bien, ¿qué resultados obtuvo esa escoria de gato en cuanto a impedir nuevas desdichas en el solitario pegujal del valle?

Poco antes de la hora de acostarse, Bjartur lo tomó bajo el brazo y partió con él hacia el corral de las ovejas madres. Su confianza en el gato, empero, no era completa. Y en lugar de acostarse de inmediato, se quedó despierto hasta más tarde que de costumbre, empeñado en alguna pequeña tarea hasta mucho después de que la anciana y los chicos estuvieron dormidos. La última en acostarse fue Asta Sóllilja. Estuvo dando vueltas junto al fogón hasta una hora avanzada, primeramente enjuagando algunas de sus cosas y remendándolas, lavándose luego ella misma; había llegado a la edad del peinado del cabello. A veces calentaba agua y se lavaba los pies y las piernas hasta un poco más arriba de las rodillas, y el cuello y, por atrás, un poco de la espalda. Y el pecho. Y él no podía prohibírselo. Este furor higiénico se manifiesta en el sexo femenino a una cierta edad y dura unos años. Es la juventud, es la flor… ¿Acaso las hierbas no absorben el rocío mientras crecen? Luego, al cabo de algunos años, dejan de lavarse: cuando los hijos comienzan a llegar. Él apagó la luz de su rincón del desván y se acostó en la cama, bostezando, con la cabeza apoyada en las manos pero sin pensar en dormir. Ella continuaba lavándose y peinándose al resplandor de la mecha, envuelta en la bata y con un viejo trozo de espejo ante sí. Se quitó los breteles y se lavó los hombros y las axilas, pobrecita, está haciéndose grande, no puede evitarlo. Asta, sin embargo, sabía perfectamente que él la miraba, y se habría lavado mucho mejor si no hubiese estado contemplándola… Si se lavaba más escrupulosamente y él la veía, era feo. Era extraña la pasión que Asta ponía en convencerle de que nunca pensaba siquiera en nada malo, en nada que no estuviese bien. ¿Y por qué? Porque se había acurrucado junto a él, en el mundo, cuando era pequeña, y porque jamás lograría olvidarlo. Antes de la muerte de su madrastra solía ruborizarse a menudo cuando pensaba en eso, pero, desde entonces, un temor la atenaceaba cada vez que el recuerdo volvía a ella… Es extraño que los errores pasados, de los días inocentes de la niñez, puedan seguir torturando la mente aunque en verdad no haya sucedido nada importante. Ella tuvo miedo en el mundo porque era demasiado pequeña… y él la apartó de su lado y se alejó. Y entonces el miedo le ardía en el cuerpo, en una llamarada, en torno al corazón, el miedo de algo que no entendía. Ese temor de lo incomprensible ardía eternamente, en rescoldo, en su cuerpo y, cuando comenzaba a pensar en ello, surgían las llamaradas, aunque nunca tan candentes como cuando decidía no pensar en el suceso para nada. A veces la seguía hasta en sus sueños, cobrando la forma de monstruosos animales y de los fantasmas de hombres malvados, o de un precipicio del que no encontraba ya el modo de salir y al que no podía seguir descendiendo; o, lo peor de todo, montones de desperdicios, completamente incomprensibles, que ella tenía que transportar pero que se hacían más y más grandes cuando más rápidamente los llevaba. ¿Por qué había sido eso malo; por qué no fue correcto? No quiso hacer nada malo; es que, simplemente, no pudo evitarlo porque se sentía tan desdichada… Y así una vez y otra. Y luego: no, nunca se quitaría la bata cuando hubiese alguien delante, y menos ante su padre.

Y él le contempla la mejilla iluminada por la luz de la mecha y, por cierto, no tiene atisbo alguno de las emociones que le atormentaban el alma, pero ve que es su mejilla izquierda, su alma izquierda, esa alma vieja, desgraciada, acongojada, mil años más vieja que la muchacha misma, un alma de otro siglo, con maliciosas visiones oblicuas, con frágiles deseos y rasgos distintivos que hacen recordar juramentos y odios mortales, y el pleno labio inferior, cuya curva es tan deliciosa cuando se la contempla desde la derecha, parece, vista desde este lado, contorsionado en una mueca, es imposible que sea una niña de quince años de edad, es como si su perfil, mirado desde la izquierda, resulte la demostración de una pérdida completa, incluso de una ceguera, de una ceguera que, no obstante vive en odiosa armonía con su propio mundo, sin mostrar pretensiones a uno mejor, de una ceguera que está dotada de ese desprecio a la muerte que preside todas las desdichas y las soporta…

—Escucha, corderita —dijo él, y piensa para sí: ¿no estaré perdiendo la cabeza, o algo por el estilo? Pero la joven se sobresalta de miedo ante el sonido de su voz y apresuradamente vuelve a ponerse los breteles sobre los hombros, le mira, aterrorizada, con palpitaciones en los ojos, con respiración jadeante, ¿qué había hecho ahora? Pero, aparentemente él no quería más que se volviera en la silla; prefería el lado derecho de la gente, había dicho lo mismo a su madre cuando iba tras ella, el lado derecho —chiquilla, te pareces tanto, en cierto modo, a esas niñas que los elfos cambian por otras, cuando se te mira desde el lado izquierdo, y la sensación se torna más y más pronunciada, sí, eso es. Y cuida de no resfriarte con tanto lavado. No es saludable chapotear mucho en el agua, a menos que resulte absolutamente necesario, chiquilla. Yo nunca he jugado mucho con el agua. Y prepara todo para que tu abuela pueda encender el fuego por la mañana; le cuesta tanto trabajo en estos días… Está hecha una vieja decrépita…

Un poco más tarde Bjartur se levantó y salió.

Inspeccionó los establos para ver si todo estaba como debía estar. Todo estaba como debía estar. Los ojos verdes del gato relucían, ora en el extremo más lejano del corral, ora arriba, entre las vigas. En general se odiaban gato y hombre, porque Bjartur era un hombre que tenía predilección por los perros. Cuando volvió a entrar, Asta se había acostado. Oh, bueno, pobrecita, mientras consiga estar abrigada… A pesar del gato sintió que las ovejas eran vulnerables, lo bastante como para levantarse dos veces todas las noches, en ocasiones tres. Se dirigía al corral de las ovejas madres y escupía en todas direcciones. El cielo estaba luminoso de estrellas. La perra ladraba al aire. Por lo demás parecía que la gente dormía igual que de costumbre y que soñaba lo mismo que siempre, a veces con dos coronas de plata, otras con menos de cincuenta céntimos; ya con el propio océano, ya con una visión distante del pequeño lago.

43. Conversación con las potencias superiores

El tiempo cambió después de mediados de adviento, una nieve espesa caía silenciosa, dulcemente, pero persistente, día tras día, pero aparte de eso, nada, ni siquiera se veía una sola huella, una nevada con tiempo calmo es la más poco comunicativa de todas las cosas que caen del cielo, uno mira ciegamente su caída y es como si estuviese separado de todo, como si ya no existiera. Muy bien, siempre que nada suceda, decía Bjartur. Algunos se quejan de la monotonía… esas quejas son los signos de la inmadurez. A la gente sensata no le agrada que sucedan cosas. De entre los animales, por supuesto, pocos tienen, como el gato, la misma capacidad para la monotonía. En tanto que la nieve se acumula en la ventana, velando el vidrio como una azulenca borra de lana, el gato no hace más que cerrar los ojos con burlona dignidad y suave malicia. Finalmente deja de nevar. El cielo se torna luminoso, pero la nieve se ha endurecido y fríos vientos arrachados la hacen caer formando gruesas capas. Pero este invierno no falta el heno. Este invierno no había por qué temer los ataques de la naturaleza. Pero, ¿y lo sobrenatural? ¿Se lo veía claramente? Por el momento, no. La sensación de inseguridad que hizo que el agricultor fuese en busca de un gato parecía haber desaparecido. Acarició al animal de la cabeza a la cola, aunque sólo una vez, y con gran prisa dijo:

—Tened cuidado de que la perra y el gato no riñan.

Pero, cuando meditaba acerca de la cuestión a la luz de la razón fría, no podía comprender cómo se le había ocurrido que un gato produciría efecto alguno en lo sobrenatural. Sea como fuere, ya no se levantaba por la noche para inspeccionar el corral de las ovejas.

Pero las fuerzas intangibles de la existencia no estaban aún derrotadas, a despecho de los gatos. Solamente habían estado esperando una helada, está claro, porque no les agrada dejar rastros en la nieve. Una mañana, temprano, Bjartur hace su viaje acostumbrado al establo, abre la puerta y, después de encender la mecha, mira en su derredor y se encuentra frente a una de las más horribles escenas que le hubiera sido dado contemplar: diez de sus ovejas yacían muertas o presas de los estertores de la muerte, algunas en el suelo, otras en los comederos. Les han arrancado la vida en la forma más monstruosa; unas tienen el cuello seccionado a medias; otras, clavos mohosos incrustados en el cráneo; otras, en fin, la cabeza destrozada como con un garrote. Es una escena de carnicería que desafía toda descripción, pero Guóbjartur Jónsson nunca había gustado de contar cosas como ésta a nadie, ni antes ni ahora. Jamás había recibido tal golpe en su vida. Se arrancó la gorra y se rascó la cabeza con ambas manos, con tanta fuerza como le fue posible. Luego tomó uno tras otro los cadáveres, examinó las heridas y ultimó a los animales que todavía respiraban. Pero ya no pudo contenerse. Girando sobre sus talones, se golpeó un puño con otro y maldijo y escupió en todas direcciones. Desafió al diablo Kólumkilli y a su ramera de Gunnvór a que se presentasen y lucharan. En un lenguaje pagano y cristiano a la vez les conjuró a que trabaran batalla contra él, los dos juntos, y eligió el talud de frente al pegujal como el terreno que defendería… ¿qué podía decir el hombre, qué podía hacer? Exigió que las potencias secretas de la existencia mostrasen algún rasgo de humanidad y apareciesen al descubierto. En verdad que ya no podía seguir ocultándose tras las faldas de la existencia, esto es, si querían conservar al menos algún jirón de reputación.

—¡Es muy fácil matar y destrozar cuando todos duermen! —gritó, sacudiendo el puño ante el rostro helado de la naturaleza y hacia el cielo. Al fin no pudo encontrar palabras lo suficientemente fuertes y chilló. La perra chilló a su vez. Era blasfemia pura. Y no servía de nada. El débil resplandor azulado del este seguía siendo opaco y tardo. Luego comenzó a preguntarse si al maldecir a los monstruos no había adoptado una actitud equivocada, porque de pronto recordó una vieja leyenda de trasgos que medraban con esas cosas… Pero, ¿qué podía decir el hombre?

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