Gente Letal (15 page)

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Authors: John Locke

BOOK: Gente Letal
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Allí plantada en el salón de una de las habitaciones de hotel más exclusivas del sur de California, mordiéndose el labio inferior, de repente me pareció muy pequeña y vulnerable.

Antes de su llegada había abierto las puertas de la terraza. Una suave brisa hacía bailar las finas cortinas y las formas que iban creando le llamaron la atención, por lo que apartó la vista de la reducida sala de estar, con muebles de hierro forjado. Desde aquella posición estratégica se veía el muelle de Santa Mónica, y ella sonrió con aire melancólico al mirarlo o al fijarse en alguna otra cosa que le llamó la atención.

En la playa, a nuestros pies, alguien tocaba una y otra vez la misma frase con un saxofón.

Aquella deslumbrante muchacha de veinte años, que debía de tener padres en algún lado, empezó a quitarse el top para alegrarme la vista y me pasó por la cabeza lo que yo le haría a un tío como yo si se tratara de Kimberly. Tras desprenderse de la prenda se tapó los pechos con los brazos y se quedó quieta.

Le pregunté si pasaba algo.

Solamente que nunca había hecho una cosa así, aseguró, y que iba a ser la única vez, para salir adelante hasta que llegara su gran oportunidad. Le ofrecí el gesto de comprensión que esperaba y se desabrochó los vaqueros, los dejó caer al suelo y dio un paso para librarse de ellos.

Descarté cualquier duda que pudiera haber albergado sobre su edad y aprecié con descaro aquel cuerpo esplendoroso mientras me oía a mí mismo decirle que lo que estaba haciendo no era nada del otro mundo, que muchas actrices famosas habían empezado así.

—Así demuestras que estás plenamente comprometida con el oficio —afirmé sin el menor atisbo de vergüenza.

La sonrisa de melancolía volvió a dibujarse en sus labios y se libró de las bragas.

—¿Qué te gusta? —preguntó con un tono que hacía pensar que, en realidad, tenía una dilatada experiencia.

Haciendo gala de una pericia considerable y con un grado de entusiasmo sorprendente, Jenine hizo todo lo posible para ganarse el contenido del sobre. Luego le pedí que se tumbara boca abajo para ver mejor el pequeño tatuaje que llevaba en la parte baja de la espalda.

Cuando lo enfoqué con la cámara del teléfono dijo:

—Nada de fotos.

—Sólo el tatuaje —pedí.

Accedió, pero con la condición de ver luego la pantalla para comprobar que no hubiera sacado ningún trozo del culo.

—Tengo intención de triunfar como actriz algún día —aseguró—, y no quiero que luego aparezcan por ahí fotos mías desnuda.

Le dije que no veía marcas de nacimiento en su cuerpo y le pregunté si tenía alguna. Me miró con recelo, pero me informó sobre la mancha rosácea del tamaño de una moneda de diez centavos que tenía en la nuca, justo por debajo de la oreja, y que habría sido imposible advertir sin apartar el pelo en ese punto preciso.

Cuando hube sacado un primer plano de esa zona empezó a recoger su ropa. Tenía el bolso encima de la mesa y se lo acerqué.

—¿Ya hemos terminado? —quiso saber.

—Sí.

Mientras se vestía, salí a la terraza para hacer un gesto al saxofonista, un hombre monstruoso con la cara grotescamente deformada que se llamaba Augustus Quinn. Comprobé que mi gigante guardaba el instrumento y se alejaba para rodear el hotel hasta el coche que lo esperaba. Quinn y Coop iban a seguir a Jenine un par de horas para descubrir dónde vivía y qué amistades tenía. Luego volverían a recogerme y nos iríamos al aeródromo para regresar a Virginia. El único inconveniente era la diferencia horaria. Cuando llegáramos estaría demasiado cansado para probar el ADS.

Entré en la habitación y me encontré a Jenine en el centro, completamente vestida, tratando de captar mi mirada. Las despedidas en ese tipo de situaciones son todo un arte, hay una especie de protocolo mudo. No se dan besos, pero se agradece un abrazo. Y empieza la danza verbal que surge cuando ninguno de los dos quiere que la chica se quede, pero prefiere no ser maleducado.

Para no ser demasiado brusco le dices que ha estado muy bien y que te encantaría volver a verla en tu próxima visita. Ella reitera que en realidad no se dedica a esas cosas, pero asegura que por ti está dispuesta a hacer una excepción.

Mi móvil también se emocionó, pues se puso a vibrar encima del escritorio.

—Tengo que contestar —señalé.

—Vale. Entonces... ¿adiós? —contestó con una sonrisa tímida y casi en tono de interrogación.

Arrugué un poco la frente para dar a entender que preferiría que no tuviera que marcharse. Ella se encogió de hombros e hizo un gracioso mohín para expresar el mismo sentimiento. A continuación me envió un beso por el aire, salió de la habitación y cerró la puerta.

En ese momento me pasó algo por la cabeza. Pensé en Kathleen Gray y sentí un arrebato de tristeza.

22
La llamada que había provocado la partida de Jenine estaba preparada. Era Quinn, para dar parte de que ya se encontraba en su puesto. Me puse los vaqueros, me metí el teléfono en el bolsillo y me serví un whisky doble en el equipado bar de la habitación. Me senté en el borde de la cama con el vaso y apoyé la mano libre en las sábanas que habíamos arrugado hacía muy poco.

El aroma de la juventud de Jenine impregnaba el aire y lo inhalé hasta el fondo de los pulmones para saborear su esencia. A mí no me hacían falta cuatrocientas noventa calorías para relajarme, como a Kathleen.

Sentí una vibración en el bolsillo y abrí el teléfono. Me lo llevé al oído.

—Soy yo —anunció Callie.

—Tienes que tatuarte una mariposa en el culo.

Se quedó callada un momento.

—Donovan, si ésta es tu forma habitual de empezar una conversación creo que he identificado tu problema con las mujeres. No me extraña que no encuentres una buena chica que quiera casarse contigo.

Si Callie Carpenter hubiera sido cuatro dedos más alta, no habría tenido que dedicarse a matar gente para ganarse la vida. Con su físico espectacular ya se habría convertido en modelo de primera línea. Apuré la copa y la dejé en la mesita auxiliar. Me levanté y crucé el salón para salir otra vez a la terraza, donde elegí la silla orientada hacia el muelle de Santa Mónica.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Pasa el brazo por encima de la puta desnuda para darle al mando y enciende la tele.

—Qué mal concepto tienes de mí —suspiré—. Estoy solito en la terraza de una habitación de hotel, disfrutando de una temperatura muy agradable para febrero. ¿Qué canal?

—El que más te guste.

Regresé al salón, encontré el mando y apreté el
on
. El rótulo «Última hora» parpadeaba bajo la imagen de un hombre que hacía declaraciones. El sujeto en cuestión aseguraba a los periodistas que los hechos no tenían precedentes. Por la franja inferior de la pantalla pasaban el siguiente titular: «Seguridad Nacional confirma una manipulación no autorizada de un satélite espía.»

El individuo de las declaraciones, identificado como Edward Culbertson, jefe de Operaciones de Investigación de Skywatch Industries, explicaba que su empresa tenía un contrato con el Gobierno para suministrar aplicaciones de inteligencia artificial destinadas a mejorar las imágenes obtenidas por radar.

«Se trata de uno de los cinco satélites de tipo Keyhole que sobrevuelan nuestras cabezas todos los días —decía—. La información exacta es secreto reservado, pero sí tenemos algunos datos.»

«¿Por ejemplo?», preguntó un periodista.

«Sabemos que se desplazan a ciento cincuenta kilómetros sobre la superficie de la Tierra a una velocidad de mach veinticinco —contestó Culbertson—. Sabemos que cubren hasta el último rincón de la superficie del planeta dos veces al día, tomando fotos digitales de puntos concretos según lo programado en su mecanismo de rastreo.

«¿Es eso lo que ha sucedido en este caso? —quiso saber el periodista—. ¿Alguien ha pirateado el ordenador que controla el satélite y lo ha dirigido para tomar las imágenes que acabamos de mostrar en directo?»

«En este momento se contempla esa posibilidad.»

«Doctor Culbertson, se ha hablado mucho sobre la precisión de las imágenes de los satélites espía —intervino otra periodista—. ¿Cuál es la verdad? Por ejemplo, ¿pueden mostrar realmente la matrícula de un coche?»

«En condiciones normales ofrecen una resolución de doce centímetros; es decir, pueden distinguir con precisión un objeto de doce centímetros situado en el suelo.»

Por el teléfono pregunté a Callie:

—¿Tú sabías eso?

—No, aunque en caso de saberlo no me dedicaría a contárselo al mundo entero.

A continuación, un tercer periodista preguntó si las autoridades podían hacer que los satélites de vigilancia ayudaran en la prevención de los delitos.

«No —respondió—. Absolutamente imposible.»

«¿Por qué, doctor?»

«Pues porque haría falta programar en el ordenador de control, con una antelación mínima de una hora, el lugar en que fuera a cometerse el delito en cuestión.»

«Así pues, ¿quiere decir que los responsables del secuestro son quienes han pirateado las instrucciones del satélite?»

«Eso creemos, en efecto.»

«¿Con qué motivo?»

«En mi opinión, alguien quería ser testigo del secuestro desde otro lugar, alguien que conocía de antemano detalles ultrasecretos sobre la órbita del satélite.»

«¿Sospecha que puede tratarse de terroristas?»

El experto se mostró incómodo de repente y dio un paso atrás para que un portavoz del FBI se situara ante el micrófono.

«En estos momentos no estamos en condiciones de confirmar si la manipulación del satélite o el secuestro han sido obra de terroristas. Me temo que no tenemos tiempo para más preguntas, pero los mantendremos informados a medida que se conozcan más detalles.»

La imagen pasó entonces a una presentadora en un estudio.

«Para quienes acaben de conectarse, el Departamento de Seguridad Nacional ha confirmado hace unos minutos la manipulación no autorizada de uno de sus satélites espía. En concreto, el ingenio supervisaba el litoral del sureste del país el pasado martes cuando una persona o personas no identificadas contemplaron las siguientes imágenes.»

Tras la presentadora se vieron en rápida sucesión unas cuarenta fotografías que conformaban una secuencia. Me habrían resultado cautivadoras incluso si el secuestro en cuestión no hubiera sido el de Monica Childers, la mujer que Callie y yo habíamos matado por orden de Victor cuatro días antes.

—¿Podemos quedarnos la pasta del trabajito? —me preguntó en ese momento.

Callie no cambiaba, siempre tan graciosa.

«Como ya sabe casi todo el mundo en la zona de Jacksonville —informaba la periodista—, Monica Childers ha sido objeto de una de las búsquedas más exhaustivas llevadas a cabo en el norte de Florida.»

Tras ella mostraron una fotografía de Baxter, el marido de Monica. La presentadora informó de que se trataba de uno de los cirujanos más prominentes y respetados de Norteamérica.

—Baxter es un pez gordo —comenté a Callie.

—¿Baxter? ¿Qué canal estás viendo?

—No sé, uno de los grandes.

—Busca la CNN.

—¿Por qué?

—Están hablando de nosotros.

23

La cadena que tenía puesta había presentado fotografías que mostraban todos los hechos, desde el momento en que las dos mujeres salían trotando del recinto de la plantación hasta imágenes tomadas desde el ángulo contrario, cuando el satélite ya se alejaba sobre el Atlántico. En la última se veía que la furgoneta giraba a la izquierda para adentrarse en un estrecho sendero rodeado de maleza.

Sin embargo, la CNN había recurrido a un experto en tratamiento informático de imágenes y estaba emitiendo imágenes ampliadas de las tres personas que aparecían de pie ante el vehículo. La pantalla estaba dividida en dos; una mitad la ocupaba Baxter Childers y la otra la presentadora de la cadena Carol Teagess.

«Doctor Childers, aunque estas fotografías son buenas —decía—, seguimos sin tener una resolución de calidad en los rostros, si bien nos comunican que el Departamento de Seguridad Nacional aportará imágenes definitivas dentro de unos momentos. ¿Puede confirmar si una de esas dos mujeres es su esposa Monica?»

«No me cabe ninguna duda —respondió Childers—. Monica es la que está situada entre los otros dos. La ropa deportiva que lleva en las fotografías es la misma que dejó preparada encima de una silla la noche antes de su desaparición.»

«Y según sus declaraciones abandonó la habitación del hotel a primera hora del martes mientras usted dormía.»

«Siempre sale a correr al amanecer, así que, en efecto, suelo estar dormido cuando se levanta.»

«Doctor Childers, si está usted en lo cierto, tenemos ante nosotros la prueba visual de que su esposa fue secuestrada por un hombre y una mujer que conducían una furgoneta blanca.»

En ese momento apareció una tercera persona en pantalla.

«Tenemos con nosotros al sheriff del condado de Duval, Allen English, que dirige el equipo de búsqueda —anunció Carol—. Sheriff English, tienen ustedes a mil quinientas personas peinando la zona desde hace cuatro días. Estas imágenes vía satélite muestran con claridad que alguien secuestró a Monica Childers a apenas quinientos metros de la habitación de hotel que ocupaba con su marido el martes pasado. ¿Cómo es posible que no hayan dado con la furgoneta ni con otras pruebas relacionadas con el caso?»

«Resulta que tanto la furgoneta como la señora Childers se habían esfumado un buen rato antes de que nos enterásemos de su desaparición», replicó el sheriff, fulminándola con la mirada.

«Ahora sabemos que el vehículo tomó un pequeño sendero —prosiguió Carol—. ¿Hay alguna posibilidad de que sus hombres no pasaran por ese punto en concreto?»

«No. Nuestra búsqueda empezó en la playa y fue avanzando hacia el interior, de modo que llegamos a esa zona pocas horas después de iniciado el operativo.»

«Me han comunicado que desde que se han hecho públicas las imágenes han enviado ustedes una unidad para inspeccionar la zona. ¿Han dado ya con algún indicio?»

«Por el momento no puedo informar de nada.»

«Pero ¿están en ello?»

«En efecto.»

«Gracias, sheriff», se despidió Carol, y yo quité el audio del televisor.

—Le inyecté una solución letal —dije a Callie—. Es imposible que sobreviviera.

—¿Qué utilizaste?

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