Germinal (61 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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—¡Canalla, bribón, miserable! ¡Tú has matado a mis hijos, y has de pagar su muerte! ¡Muere tú también! —Y cogiendo un ladrillo, lo rompió en dos pedazos, y los lanzó violentamente a la cabeza de Esteban.

—¡Sí, sí matémosle! —exclamó, rencoroso, Chaval, feliz al ver que se le presentaba ocasión de vengarse —; a cada puerco le llega su San Martín… Ahora te toca a ti.

Y también él la emprendió a pedradas con su rival. Se levantó un clamor salvaje: todos cogieron ladrillos, los hicieron pedazos, y, frenéticos, los lanzaron a la cabeza de su antiguo jefe, ni más ni menos que hicieran unos cuantos días antes contra los soldados. Esteban, aturdido ya, no huía; les hacía frente, procurando defenderse de las pedradas y calmarlos, convenciéndoles con frases. Recordaba párrafos de aquellos discursos suyos tan recientes, y que tantos aplausos le valieron; repetía las mismas palabras con que los entusiasmara algunos días antes; pero su influencia estaba muerta. Sólo a pedradas le contestaban; y, herido ya en un brazo, retrocediendo ante el peligro inminente e inevitable, encontróse acorralado contra la fachada de La Ventajosa.

Rasseneur estaba en la puerta.

—Entra —le dijo éste sencillamente.

Esteban titubeaba, humillado de refugiarse en casa de su rival. —Entra, hombre, yo les hablaré.

El obrero se resignó, y fue a refugiarse a un rincón de la taberna, mientras Rasseneur defendía la entrada.

—Vamos, amigos míos, sed razonables… Bien sabéis que yo no os he engañado nunca. Siempre os aconsejé la calma, y, si me hubieseis escuchado, no habrían llegado las cosas al punto en que hoy están.

Y les pronunció un discurso de los suyos, que por cierto aquel día le devolvió su popularidad. Todos le aplaudían, todos se entusiasmaban, todos decían que aquél era el lenguaje de la razón y de la prudencia.

A sus espaldas, Esteban se sentía desfallecer, el corazón henchido de amargura. Recordaba la predicción de Rasseneur, en el bosque, cuando le amenazara con la ingratitud de las muchedumbres. ¡Qué brutal imbecilidad, qué abominable olvido de los servicios prestados! ¡Era una fuerza ciega que, constantemente, se devoraba a sí misma! Y, por debajo de su cólera al ver a aquellos insensatos echar a perder su causa, estaba la desesperación de su propio desastre, del trágico fin de su ambición. ¿Cómo; sería posible que todo aquello hubiese terminado ya? Se acordaba de haber oído, en el bosque, a tres mil corazones latiendo al unísono con el suyo. Aquel día, su popularidad era una realidad incontestable: aquella gente le pertenecía, él era su guía y su jefe. Desenfrenadas ilusiones le embriagaban en aquel entonces: Montsou a sus pies, y allá al fondo, París, diputado quizás, fulminando a los burgueses con un discurso, el primer discurso pronunciado por un obrero en la tribuna parlamentario. ¡Todo aquello había terminado! Despertaba de su sueño, mísero y detestado, y eran los mismos hombres que ayer le aclamaban los que lo lapidaban ahora.

Se oyó de nuevo la voz de Rasseneur.

—Jamás la violencia —decía— ha dado buenos resultados; es imposible rehacer el mundo en un día. Los que os han prometido tal disparate, son unos locos o unos malvados.

—¡Bravo, bravo! —gritó la muchedumbre.

¿Quién era el culpable? Y esa pregunta que Esteban se hacía en su interior, acababa de anonadarle. ¿Sería verdaderamente culpa suya aquella desdicha que también a él le alcanzaba, la miseria de unos, la muerte de otros, el hambre de las mujeres y de los niños? Los acontecimientos se habían impuesto, sin que él los buscase, y a veces a pesar de haber tratado de evitarlos. ¿Podía esperar que sus amigos se revolviesen así contra él? Aquellos infames mentían al decir que les había prometido una vida de pereza y de abundancia. Esas cosas las habían soñado ellos. Y en medio de esta justificación, de estas razones con que procuraba acallar sus remordimientos, se agitaba en él la sorda inquietud de no haberse mostrado a la altura de su misión, la duda eterna de los sabios a medias. Pero se sentía ya sin valor para seguir luchando; le asustaban sus mismos compañeros; le espantaba aquella amenaza enorme, ciega e irresistible del pueblo, que se desbordaba como un torrente, barriéndolo todo, sin someterse a ningún género de reglas ni de teorías. Cierta repugnancia lo había ido separando de ellos, repugnancia de la cual nacía el malestar de sus refinadas aficiones, y aquel subir lento de todo su ser hacia una clase social superior a la suya. En el mismo instante la voz de Rasseneur se perdía entre las aclamaciones entusiastas del pueblo.

—¡Viva Rasseneur! ¡No hay nadie como él! ¡Bravo, bravo!

El tabernero cerró la puerta, y entre tanto los grupos se disolvieron. Los dos hombres se miraron sin hablar palabra. Ambos se encogieron de hombros, y acabaron por beber juntos un vaso de cerveza.

Aquel mismo día hubo gran banquete en La Piolaine; se celebraban los esponsales de Négrel con Cecilia. Los señores de Grégoire habían pasado tres días arreglando el comedor y preparando la fiesta. Melania reinaba en la cocina, vigilando los guisos y dando el punto conveniente a las salsas, cuyo olor se esparcía por toda la casa. Quedó convenido que Francisco, el cochero, ayudaría a Honorina a servir la mesa, y la mujer del jardinero fregaría la vajilla, mientras su marido quedaba destinado para abrir y cerrar la verja de entrada. Jamás se había desplegado tanto lujo en la patriarcal morada de los Crégoire.

Todo salió a pedir de boca. La señora de Hennebeau estuvo amabilísima con Cecilia, y sonrió cariñosamente a Négrel cuando el notario de Montsou propuso un brindis por la felicidad del futuro matrimonio. El señor Hennebeau también parecía muy satisfecho, hasta el punto de que su buen humor extrañó a todos los convidados, quienes tenían la costumbre de verle siempre taciturno. Debía ser cierto un rumor que circulaba acerca de que la Compañía le distinguía otra vez con su completa confianza, y que le iban a dar la cruz de la Legión de Honor por su enérgica conducta con ocasión de la huelga. Todos procuraban no hablar de los sucesos recientes; pero en la general alegría había mucho de la satisfacción del triunfo; el banquete parecía celebrarse en honor de una victoria. ¡Ya estaban libres de preocupaciones! ¡Ya podían dormir y comer en paz! Se hizo una discreta alusión a los muertos en la Voreux, cuya sangre aún no había sido bien sorbida por el fango: de la historia se desprendía una lección necesaria, aunque lamentable, y todos se conmovieron cuando oyeron decir a los señores Grégoire que el deber de cada cual ahora consistía en remediar en lo posible los males y las miserias de los obreros. El matrimonio había recobrado su carácter bonachón y su ciega confianza en sí mismo; perdonaba de buen grado a sus buenos obreros las exageraciones pasadas, y decían que debían imitar el ejemplo de resignación que ellos les daban.

Los notables de Montsou, sin motivo ya para temblar, convinieron en que la cuestión de los jornales debía, en efecto, estudiarse detenidamente.

A la hora del asado, el gozo fue completo, cuando el señor Hennebeau leyó una carta del obispo, anunciando el relevo del padre Ranvier. Toda la burguesía de la provincia comentaba apasionadamente la historia de aquel cura, que llamaba asesinos a los soldados. Y el notario, a la hora de los postres, declaró solemnemente que sin duda era un librepensador.

Allí estaba con sus dos hijas Deneulin, quien, en medio de tanta alegría, se esforzaba por ocultar la tristeza y melancolía de su ruina. Aquella misma mañana había firmado la escritura vendiendo Vandame a la Compañía de Montsou. Arruinado y abatido, tuvo que someterse a las exigencias de los compradores, abandonándoles a bajo precio aquella presa por tanto tiempo ambicionada, y sacándoles apenas lo suficiente para pagar a sus acreedores. En los últimos momentos aceptó con verdadero placer el nombramiento de ingeniero de división, quedando así destinado a vigilar por cuenta ajena aquello que poco antes era su propiedad, la mina donde había enterrado toda su fortuna.

Cuando pasaron al salón para tomar el café, el señor Grégoire llamó a su primo a un rincón, y le felicitó por haberse decidido a vender.

—¿Qué quieres? Lo único que hiciste malo fue arriesgar en Vandame el millón de francos de tus acciones de Montsou. Te has tomado un trabajo terrible, y te has quedado sin nada, mientras que mi dinero me da de comer sin trabajar, como dará de comer a mi hija y a mis nietos.

II

El domingo se escapó Esteban del barrio en cuanto anocheció. Un cielo muy transparente, tachonado de estrellas, esparcía una tenue claridad sobre la tierra. El joven bajó hacia el canal, y siguió sus orillas en dirección a Marchiennes. Era aquél su paseo favorito, entre otras cosas, porque nunca encontraba a nadie. Pero aquella vez fue contrariado, viendo venir a un hombre hacia él. Y bajo la pálida luz de las estrellas, los dos paseantes solitarios no se reconocieron hasta que se hallaron frente a frente.

—¡Hola! ¿Eres tú? —murmuró Esteban.

Souvarine levantó la cabeza sin contestar. Por un momento permanecieron inmóviles; luego, reunidos, siguieron andando en dirección a Marchiennes. Cada cual parecía embebido en sus reflexiones, como si estuviesen uno lejos del otro.

—¿Has visto en los periódicos el triunfo de Pluchart en París? —preguntó Esteban por fin—. Lo esperaban en la calle, y le han hecho una gran ovación al salir de un mitin celebrado en Montmartre… ¡Oh! no cabe duda que está ya lanzado. Ahora llegará adonde quiera.

El maquinista se encogió de hombros. Despreciaba profundamente a los oradores, los cuales eran, para él, unos parlanchines, que tomaban la política como los abogados el foro, con objeto de hacerse una renta a fuerza de pronunciar discursos.

Esteban era ahora partidario de las teorías de Darwin. Había leído una porción de fragmentos suyos recopilados en un tomo, que costaba cinco sueldos; y de aquella lectura mal digerida se hacía una idea revolucionaria de la lucha por la existencia: los flacos comiéndose a los gordos: el pueblo vigoroso devorando a la debilitada burguesía. Pero Souvarine se enfureció, extendiéndose a hablar de la estupidez de los socialistas que aceptan a Darwin, ese apóstol de la desigualdad científica, cuya famosa selección no servía más que para los filósofos aristócratas. Sin embargo, su amigo no cedía; deseaba discutir, y expresaba sus dudas por medio de una hipótesis: la sociedad antigua ya no existía; habían barrido hasta los últimos residuos de ella; pues bien, ¿no era de temer que la sociedad nueva creciese llevando en sí las mismas injusticias, las divisiones entre buenos y malos; unos, más aptos, más inteligentes, aprovechándose de todo; y otros, imbéciles y perezosos, convirtiéndose en esclavos?

Entonces, ante aquella visión de la eterna miseria, el maquinista exclamó que si la justicia no era compatible con el hombre, era necesario que el hombre desapareciese. Cuantas sociedades se pudriesen, otras tantas debían ser exterminadas. Ambos volvieron a guardar silencio.

Largo rato anduvo Souvarine con la cabeza baja, y tan absorto, que caminaba por la orilla del canal, con la misma impasibilidad que lleva un sonámbulo paseando con tranquilidad por el alero de un tejado.

Luego se estremeció, sin causa aparente, como si hubiese tropezado con una sombra. Levantó la cabeza, y apareció su rostro, que estaba muy pálido; entonces, se dirigió a su compañero, diciendo en voz baja:

—¿Te he contado ya cómo murió mi mujer, allá en Rusia?

Esteban hizo un gesto vago, asustado del temblor que se notaba en su voz, asustado de aquella brusca necesidad de hacer confidencias en un hombre tan impasible de ordinario, que tanto despreciaba todo y a todos los de este mundo. Esteban no sabía sino que aquella mujer era una querida de Souvarine y que la habían ahorcado en Moscú.

—El asunto no marchaba bien —continuó Souvarine, fijando una mirada distraída en el horizonte—. Nos habíamos quedado catorce en el agujero, haciendo una mina subterránea, debajo de la vía férrea; y no hicimos volar el tren imperial, sino un tren de pasajeros… Entonces prendieron a Annouchka. Todas las noches nos llevaba de comer disfrazada de campesina. También fue ella la que prendió fuego a la mina, porque un hombre hubiese inspirado sospechas… Asistí a la vista del proceso, confundido entre el público que asistió a las seis sesiones que duró…

La voz del ruso se quedó ahogada en su garganta.

—Dos veces estuve a punto de gritar y de saltar por encima de las cabezas de todos, para reunirme con ella. Pero ¿para qué? Un hombre menos es un soldado menos; y, además, yo comprendía por sus miradas que me decía que no lo hiciese.

Souvarine empezó a toser.

—El último día, el de la ejecución, llovía a mares, entorpeciendo la lluvia los movimientos de los verdugos. Tardaron lo menos veinte minutos en ahorcar a otros cuatro… La cuerda se estaba rompiendo y no podían acabar con el cuarto… Annouchka estaba de pie en el patíbulo, esperando su turno. No me veía sin duda, porque sus miradas me buscaban entre la muchedumbre. Me subí a un farol, me vio, y nuestras miradas no se separaron ya. Después de muerta, sus ojos sin expresión seguían mirándome. Yo la saludé con el sombrero, y me fui de allí.

Hubo otro momento de silencio. Los dos interlocutores continuaban su paseo como abstraídos cada cual en sus preocupaciones.

—Era nuestro castigo —replicó Souvarine con dureza, al cabo de un rato, éramos culpables queriéndonos… Sí, ha convenido que muriese, porque su muerte engendrará héroes y porque yo ya no soy un cobarde, como era entonces… ¡Ah!, ¡nada; ni padres, ni mujer, ni amigos; nada que haga temblar mi mano cuando sea necesario arrebatar la vida de los demás o sacrificar la mía!

Esteban se estremeció, y se detuvo. Ya no discutía; no hizo más que decir.

—Estamos muy lejos. ¿Quieres que volvamos?

Tomaron lentamente el camino de la Voreux, y, al cabo de un momento, el joven añadió:

—¿Has visto las nuevas alocuciones?

Estaban escritas en grandes carteles de colores, que la Compañía había hecho fijar aquella mañana en las esquinas. En esas proclamas se mostraba más conciliadora aún que antes porque prometía recibir de nuevo a todos los mineros que estaban despedidos definitivamente, a condición de que bajasen a trabajar al día siguiente. Se ofrecía el olvido total de los últimos sucesos, aun para los más comprometidos.

—Sí, ya los he visto —contestó el maquinista. —Y bien: ¿qué piensas de ellos?

—Pienso que todo está concluido… Todos trabajarán desde mañana… Sois un atajo de cobardes.

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