Docenas de barcas iban y venían llevando a la gente de la orilla a los barcos. «Dame dinero —decían algunos—, todo lo que tengas, y te llevamos.»
¿
El dinero todavía tenía valor
?
Dinero, comida, cualquier cosa que considerasen valiosa. Vi que la tripulación de un barco sólo quería mujeres, mujeres jóvenes. Vi que otro sólo aceptaba refugiados de piel clara. Los cabrones acercaban las antorchas a la cara de la gente para intentar rechazar a los más oscuros, como yo. Incluso vi a un capitán de pie en la cubierta de la lancha de su barco agitando una pistola y gritando: «¡Nada de castas inferiores, no admitimos intocables!». ¿Castas? ¿Intocables? ¿Quién demonios sigue pensando en esos términos? ¡Y, lo más absurdo de todo, es que algunos ancianos se salieron de la cola! ¿Se lo puede creer?
Sólo comento los ejemplos más negativos, ya me entiende. Por cada uno que intentaba sacar provecho, por cada repulsivo psicópata, había diez personas buenas y honradas cuyo karma seguía intacto. Muchos pescadores y propietarios de barcos pequeños, pudiendo haber escapado con sus familias, decidieron ponerse en peligro y seguir volviendo a la orilla. Cuando pienso en el riesgo que corrían… Podían asesinarlos en sus barcos, quedarse abandonados en la playa, que los atacasen desde el agua los miles de criaturas submarinas…
De esas había unas cuantas. Muchos refugiados infectados habían intentado llegar nadando a los barcos y se habían reanimado después de ahogarse. La marea era baja, lo bastante profunda para que se ahogase un hombre, pero no tanto para que un muerto andante no pudiera alcanzar a su presa. Veíamos cómo muchos nadadores desaparecían de repente bajo el agua o que los botes se volcaban y algo arrastraba a los pasajeros. Sin embargo los rescatadores seguían regresando a la orilla o incluso saltaban de los barcos para rescatar a la gente del agua.
Así me salvé: fui uno de los que intentaron nadar. Los barcos parecían estar mucho más cerca de lo que en realidad estaban, y yo era un buen nadador, pero, después de haber llegado caminando desde Bhavnagar, después de haber luchado por sobrevivir casi todo el día, apenas me quedaban fuerzas para flotar de espaldas. Cuando llegué a mi supuesta salvación no me quedaba aire en los pulmones para pedir ayuda. No había pasarela; veía el liso lateral del barco erguirse sobre mí. Golpeé el acero, gritando con mi último aliento.
Justo cuando me hundía, noté un brazo fuerte que me rodeaba el pecho. «Se acabó —pensé—; en cualquier momento notaré los dientes que se me clavan en la carne.»
En vez de arrastrarme hacia abajo, el brazo me llevó de vuelta a la superficie. Acabé a bordo del Sir Wilfred Grenfell, un antiguo barco guardacostas canadiense. Intenté hablar, disculparme por no tener dinero, explicar que podía trabajar para pagar el pasaje, hacer cualquier cosa que necesitaran, pero el hombre sonrió. «Agárrate —me dijo—, estamos a punto de partir.» Noté cómo vibraba la cubierta cuando empezamos a movernos.
Aquella fue la peor parte, ver los barcos junto a los que pasábamos. Los refugiados infectados de a bordo habían empezado a reanimarse, y algunos barcos eran como mataderos flotantes, mientras que otros ardían anclados. La gente saltaba al mar. Muchos de los que se hundían, no volvían a emerger.
[Sharon podría considerarse bella según el criterio de cualquiera: cabello largo y rojo, ojos verdes relucientes y el cuerpo de una bailarina o una supermodelo de antes de la guerra. También tiene el cerebro de una niña de cuatro años.
Estamos en el Hogar Rothman para la Rehabilitación de Niños Salvajes. La doctora Roberta Kelner, encargada del caso de Sharon, dice que la chica ha tenido «suerte». «Al menos puede hablar, tiene un proceso mental coherente —explica—. Es rudimentario, pero es funcional.» La doctora Kelner está ilusionada con la entrevista, pero el doctor Sommers, el director del programa del Rothman, no lo está. El programa nunca ha recibido muchos fondos, y la administración actual amenaza con cerrar el centro del todo.
Al principio Sharon se muestra tímida, no me da la mano y apenas me mira a los ojos. Aunque la encontraron en las ruinas de Wichita, no hay forma de saber dónde ocurrió su historia.]
Estábamos en la iglesia, mamá y yo. Papá nos dijo que vendría a buscarnos. Papá tenía que hacer una cosa y teníamos que esperarlo en la iglesia.
Todos estaban allí. Todos llevaban cosas, cereales, agua, zumo, sacos de dormir, linternas y… [hace una pistola con la mano]. La señora Randolph tenía una, pero se suponía que no podía, porque eran peligrosas. Me dijo que eran peligrosas. Era la mamá de Ashley. Ashley era mi amiga. Le pregunté dónde estaba Ashley, y empezó a llorar. Mamá me dijo que no le preguntase por Ashley y le dijo a la señora Randolph que lo sentía mucho. La señora Randolph estaba sucia, tenía manchas rojas y marrones en el vestido. Estaba gorda, tenía brazos grandes y blandos.
Había más niños, Jill, Abbie y otros. La señora McGraw los vigilaba. Tenían lápices de colores y pintaban las paredes.
Mamá me dijo que fuese a jugar con ellos, que no pasaba nada. Ella dijo que al Pastor Dan no le importaba.
El Pastor Dan estaba allí, intentando que la gente escuchase: «Por favor, amigos… [imita una voz grave y profunda], mantened la calma, los
zortis
se acercan, mantened la calma y esperad a los
zortis»
. Nadie le hacía caso. Todos hablaban, nadie se sentaba. La gente intentaba hablar con sus cosas [hace como si hablara con un móvil], se enfadaban, las tiraban y decían palabras malas. Me daba pena el Pastor Dan. [Imita el sonido de una sirena.] Fuera. [Lo hace otra vez, primero más bajo, después subiendo de volumen y volviendo a bajar, varia veces.]
Mamá hablaba con la señora Cormode y otras mamás. Estaban peleándose. Mamá se enfadaba. La señora Cormode no dejaba de decir [en tono enfadado y lento]: «Bueno, ¿y qué? ¿Qué más puedes hacer?». Mamá sacudía la cabeza. La señora Cormode hablaba con las manos. No me gustaba la señora Cormode. Era la mujer del Pastor Dan y era mandona y mala.
Alguien gritó: «¡Ya vienen!». Mamá me cogió en brazos. Cogieron nuestro banco y lo pusieron junto a la puerta. Pusieron todos los bancos junto a la puerta. «¡Deprisa! ¡Atrancad la puerta!» [Imita varias voces distintas.] «¡Necesito un martillo!» «¡Clavos!» «¡Están en el aparcamiento!» «¡Vienen hacia aquí!» [Se vuelve hacia la doctora Kelner.] ¿Puedo?
[El doctor Sommers parece vacilar, pero la doctora Kelner sonríe y asiente. Después averigüé que tenían la habitación insonorizada por esa misma razón.]
[Sharon imita el gemido de un zombi. Es, sin duda, la imitación más realista que he oído nunca. A juzgar por su malestar, creo que Sommers y Kelner están de acuerdo conmigo.]
Se acercaban. Se hacían más grandes. [Gime de nuevo y después golpea la mesa con el puño derecho.] Querían entrar. [Sus golpes son fuertes, mecánicos.] La gente gritaba. Mamá me abrazó fuerte. «No pasa nada.» [Su voz se suaviza, y empieza a acariciarse el pelo.] «No dejaré que te cojan. Chisss…»
[Ahora estrella los dos puños en la mesa, y los golpes se vuelven más caóticos, como si hubiese varias criaturas.] «¡Reforzad la puerta!» «¡Aguantad, aguantad!» [Imita el ruido de un cristal al romperse] Las ventanas se rompen, las ventanas de delante, al lado de la puerta. Las luces se apagan. Los mayores se asustan y gritan.
[Su voz vuelve a ser la de su madre.] «Chisss… cielo. No dejaré que te cojan.» [Se lleva las manos a la cara, acariciándose con cariño la frente y las mejillas. Sharon mira a Kelner, como si le preguntase algo. Kelner asiente. La voz de Sharon de repente imita el ruido de algo grande que se rompe, un ruido sordo y profundo que le sale del fondo de la garganta.] «¡Están entrando! ¡Disparadles, disparadles!» [Imita el ruido de los disparos…] «No dejaré que te cojan, no dejaré que te cojan.» [De repente, Sharon aparta la vista y contempla, por encima de mi hombro, algo que no está allí.] «¡Los niños! ¡Que no cojan a los niños!» Era la señora Cormode. «¡Salvad a los niños! ¡Salvad a los niños!» [Sharon hace más disparos. Une sus manos en un gran puño doble y lo deja caer con fuerza sobre una forma invisible.] Ahora los niños empiezan a llorar. [Imita puñaladas, puñetazos, golpes con objetos.] Abbie lloraba mucho, y la señora Cormode la cogió. [Hace como si levantase algo o alguien y lo golpease contra la pared.] Y Abbie se calló. [Volvió a acariciarse la cara y la voz de su madre se volvió más dura.] «Chisss… no pasa nada, cielo, nada…» [Sharon mueve la mano de la cara al cuello, apretándoselo con fuerza.] «No dejaré que te cojan. ¡No dejaré que te cojan!»
[Sharon empieza a luchar por respirar.]
[El doctor Sommers se mueve para detenerla, pero la doctora Kelner levanta la mano. Sharon lo deja y baja los brazos después de imitar un disparo.]
Noté algo caliente, mojado y salado en la boca, me picaba en los ojos. Unos brazos me levantaron y me llevaron. [Se levanta de la mesa, como si llevase una pelota de fútbol.] Me llevaron al aparcamiento. «¡Corre, Sharon, no te pares!» [Era una voz distinta, no la de su madre.] «¡Corre, corre, corre!» Me apartaron de ella. Sus brazos me soltaron. Eran unos brazos grandes y blandos.
[La habitación está vacía, salvo por una mesa, dos sillas y un gran espejo en la pared, seguramente un espejo espía. Me siento frente a mi entrevistada, escribiendo en un cuaderno que me han proporcionado (me han prohibido entrar con el aparato de transcripción por «motivos de seguridad»). La cara de María Zhuganova está macilenta, tiene el pelo grisáceo y el cuerpo a punto de reventar las costuras del uniforme deshilacliado que insiste en vestir para la entrevista. Técnicamente, estamos solos, pero tengo la sensación de que hay ojos que nos observan desde el otro lado del espejo.]
No sabíamos que existiera el Gran Pánico, porque estábamos completamente aislados. Más o menos un mes antes de que empezara, cuando la periodista estadounidense sacó la historia a la luz, nuestro campamento sufría un apagón de comunicaciones indefinido. Habían sacado todos los televisores de los barracones, al igual que las radios y los móviles del personal. Yo tenía uno de esos baratos y desechables, con minutos de prepago, porque era lo único que podían permitirse mis padres. Se suponía que debía usarlo para llamarlos el día de mi cumpleaños, mi primer cumpleaños fuera de casa.
Estábamos en Osetia del Norte, en Alania, una de las repúblicas salvajes del sur. Nuestra misión oficial era mantener la paz, evitar la lucha étnica entre las minorías
oseta
e
ingush
. Nuestro turno allí terminaba más o menos cuando nos aislaron del mundo, por cuestión de seguridad nacional, según decían.
¿
Quiénes lo decían
?
Todos: nuestros oficiales, la policía militar, incluso un hombre vestido de civil que parecía salir de la nada todos los días. Era un cabrón con mala leche, bajito, con una fina cara de rata. Así lo llamábamos: Cara de Rata.
¿
Alguna vez intentó averiguar quién era
?
¿Quién, yo?, ¿Personalmente? Nunca. Ninguno de nosotros lo hizo. Oh, nos quejábamos, los soldados siempre se quejan; pero no teníamos tiempo para reclamaciones serias. Justo después del inicio del apagón, nos pusieron en alerta roja de combate. Hasta entonces había sido todo fácil: un trabajo flojo y monótono, sólo roto por algún que otro paseo por la montaña. De repente estábamos en las montañas varios días seguidos, con el uniforme de combate completo y la munición. íbamos a todos los pueblos y aldeas, preguntábamos a todos los campesinos, viajeros y…, no sé…, hasta a las cabras que se nos cruzaban en el camino.
¿
Qué les preguntaban
?
No lo sabía: «¿Están aquí todos los miembros de su familia?», «¿ha desaparecido alguien?», «¿le ha mordido a alguien un animal o un hombre rabioso?». Aquella era la parte que más me desconcertaba. ¿Rabioso? Entendía lo del animal, pero ¿un hombre? También había muchas evaluaciones físicas, desnudaban por completo a aquellas personas, mientras los médicos examinaban cada centímetro de sus cuerpos en busca de… algo…, no nos dijeron el qué.
No tenía sentido, nada lo tenía. Una vez encontramos un arsenal entero de armas, unos 74, unos cuantos 47 más antiguos, cantidad de munición, probablemente comprada a algún oportunista corrupto de nuestro mismo batallón. No sabíamos a quién pertenecían las armas, si se trataba de traficantes de drogas, de los mafiosos locales o, quizá, de las «patrullas de represalias» que, en teoría, eran la razón por la que nos habían enviado allí. ¿Y qué hicimos? Lo dejamos todo allí. Aquel civil bajito, Cara de Rata, había tenido una reunión en privado con algunos de los ancianos de la aldea. No sé qué discutieron, pero puedo decirle que parecían muertos de miedo: se persignaban y rezaban en silencio.
No lo entendíamos, estábamos perplejos y enfadados. No comprendíamos qué demonios hacíamos allí. Teníamos a un viejo veterano en nuestro pelotón, Baburin. Había luchado en Afganistán y dos veces en Chechenia; se rumoreaba que, durante la crisis de Yeltsin, su BMP
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había sido el primero en disparar contra la Duma. Nos gustaba escuchar sus historias y siempre estaba de buen humor y borracho…, cuando pensaba que podía hacerlo sin que lo pillaran. Cambió después del incidente con las armas: dejó de sonreír, no hubo más historias. No creo que volviese a probar ni gota de alcohol después de aquello y, cuando te hablaba, cosa que no ocurría mucho, lo único que decía era: «Esto no es bueno. Va a pasar algo». Siempre que intentaba preguntarle por lo que iba a pasar, se encogía de hombros y se alejaba. Los ánimos decayeron después de eso; la gente estaba tensa, suspicaz. Cara de Rata andaba siempre por allí, en las sombras, escuchando, observando, susurrando en los oídos de los oficiales.
Estaba con nosotros el día que barrimos un pueblecito sin nombre, una aldea primitiva que parecía estar en el fin del mundo. Habíamos realizado las búsquedas e interrogaciones normales, y estábamos a punto de irnos. De repente, un crío, una niñita, llegó corriendo por el único camino del pueblo. Estaba llorando, claramente aterrada, y parloteaba con sus padres… Ojalá hubiera aprovechado el tiempo para aprender su idioma… Señalaba al campo. Allí había una figura diminuta, otra niñita, que se tambaleaba por el barro hacia nosotros. El teniente Tijonov levantó sus prismáticos y yo vi cómo se quedaba pálido. Cara de Rata se acercó a él, miró por sus propios gemelos y le susurró algo al oído. Le ordenaron a Petrenko, el tirador más certero del pelotón, que levantara el arma y apuntase con ella a la niña. Lo hizo. «¿La tiene?» «La tengo.» «Dispare.» Creo que pasó así. Recuerdo que hubo una pausa. Petrenko miró al teniente y le pidió que repitiese la orden. «Ya me has oído —respondió, enfadado. Yo estaba más lejos que Petrenko, e incluso yo lo había oído—. He dicho que elimine el objetivo, ¡ahora!» Vi que la punta del fusil temblaba; aquel tipo era un enano enclenque, ni el más valiente ni el más fuerte, pero, de repente, bajó el arma y dijo que no lo haría. Así de claro. «No, señor.» Fue como si el sol se helase en el cielo. Nadie sabía qué hacer, sobre todo el teniente Tijonov. Nos mirábamos los unos a los otros, y después todos miramos al campo.