Se suponía que yo no debía estar allí, ni siquiera era un ingeniero de combate. Trabajaba en la BRO
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, tenía que construir carreteras, no volarlas en pedazos. Dando vueltas por la zona de reunión en Shimla, intentando encontrar al resto de mi unidad, llegó un ingeniero, el sargento Mukherjee, me cogió por el brazo y me dijo: «Tú, soldado, ¿sabes conducir?».
Creo que balbuceé una respuesta afirmativa, y, de repente, vi que me empujaba hacia el asiento del conductor de un
jeep
y que él se sentaba a mi lado con una especie de radio en el regazo: «¡Vuelve al paso! ¡Venga! ¡Venga!». Bajé por la carretera entre chirridos de ruedas, patinazos e intentos desesperados por explicarle que, en realidad, yo era un conductor de apisonadora y tampoco estaba del todo cualificado para eso. Mukherjee no me oía, estaba demasiado ocupado manoseando el dispositivo que tenía en el regazo. «Las cargas ya están colocadas —explicó—. ¡Sólo tenemos que esperar la orden!»
«¿Qué cargas —le pregunté—. ¿Qué orden?»
«¡La orden para volar el paso, capullo! —me chilló, haciendo un gesto hacia lo que, ya sí, reconocí como un detonador—. ¿Cómo demonios vamos a pararlos si no?»
Yo sabía, vagamente, que nuestra retirada al Himalaya tenía algo que ver con una especie de plan maestro, y que parte del plan consistía en cerrar todos los pasos de montaña para que los muertos no pudiesen subir. Sin embargo, ¡nunca me había imaginado que sería un participante vital en la acción! Para que sigamos manteniendo una conversación civilizada, no repetiré mi exabrupto profano al oír las palabras de Mukherjee, ni tampoco la reacción igualmente profana de Mukherjee al llegar al paso y ver que seguía lleno de refugiados.
«¡Se suponía que estaría vacío! —gritó—. ¡Que no habría más refugiados!»
Un soldado pasó corriendo junto
al jeep
; pertenecía a los Riñes de Rashtriya, el equipo que, en teoría, tendría que haber estado asegurando la entrada a la carretera de montaña. Mukherjee saltó al exterior y agarró al hombre. «¿Qué demonios es esto? —preguntó; era un hombre grande y duro, y estaba enfadado—. Se suponía que teníais que mantener la carretera vacía.» El otro hombre estaba igual de enfadado e igual de asustado. «¡Si quiere pegarle un tiro a su abuela, adelante!» Le dio un empujón al sargento y siguió corriendo.
Mukherjee tecleó en su radio e informó de que la carretera seguía estando muy activa. Una voz le respondió, la voz aguda de un oficial más joven que afirmaba frenéticamente que sus órdenes eran volar la carretera sin importarle la gente que hubiese encima. Mukherjee respondió, enfadado, que tenía que esperar a que se despejase, que, si la volaba en aquel momento, no sólo enviaría a docenas de personas a la muerte, sino que atraparía a miles en el otro lado. La voz le respondió que la carretera nunca se despejaría, que lo único que venía detrás de aquellas personas era un furioso enjambre de Dios sabe cuántos millones de zombis. Mukherjee contestó que la volaría cuando los zombis llegasen, ni un segundo antes; no pensaba cometer un asesinato, por mucho que le dijese un teniente de mierda…
Pero, entonces, Mukherjee se detuvo a mitad de la frase y miró algo que estaba detrás de mí. Me volví y, de repente, ¡me encontré con el general Raj-Singh! No sé de dónde había salido, ni por qué estaba allí… Hasta hoy nadie se lo ha creído, no que él estuviese allí, sino que yo estaba allí, ¡a pocos centímetros del Tigre de Delhi! He oído que es normal que la gente que respetamos nos parezca más alta de lo que en realidad es y, en mi cabeza, lo veo como si fuese un gigante. Incluso con el uniforme desgarrado, el turbante ensangrentado, el parche en el ojo derecho y la venda en la nariz (uno de sus hombres le había golpeado en la cara para meterlo en el último helicóptero que salió del Parque Gandhi), el general Raj-Singh…
[Khan respira profundamente, con el pecho henchido de orgullo.]
«Caballeros», empezó… Nos llamó caballeros y nos explicó, muy detenidamente, que teníamos que destruir la carretera de inmediato. Las fuerzas aéreas, lo que quedaba de ellas, tenían sus propias órdenes para el cierre de todos los pasos de montaña. En aquel momento, un solo caza-bombardero Shamsher estaba listo sobre nuestra posición. Si no nos sentíamos capaces de cumplir nuestra misión o si no queríamos hacerlo, el piloto del Jaguar tenía órdenes de ejecutar «La ira de Shiva». «¿Saben lo que significa eso?», nos preguntó Raj-Singh. Quizá creyera que yo era demasiado joven para entenderlo o quizá supuso por alguna razón que era musulmán, pero, aunque no hubiese sabido nada de nada sobre la deidad hindú de la destrucción, cualquier persona en uniforme había oído rumores sobre el nombre en código «secreto» para el uso de armas termonucleares.
¿
Y eso no habría destruido el paso
?
Sí, ¡y también media montaña! En vez de un estrecho cuello de botella rodeado por escarpadas paredes rocosas tendríamos poco menos que una gran rampa con una suave inclinación. La idea de destruir las carreteras era crear una barrera inaccesible para los muertos vivientes, ¡y algún ignorante general de las fuerzas aéreas con una erección atómica iba a darles la entrada perfecta a la zona segura!
Mukherjee tragó saliva, sin saber bien qué hacer, hasta que el Tigre alargó la mano para que le entregase el detonador. Siempre en su papel de héroe, estaba dispuesto a aceptar la carga de un asesinato en masa. El sargento se lo pasó, a punto de echarse a llorar. El general Raj-Singh le dio las gracias, nos las dio a los dos, susurró una oración y apretó los botones de disparo con los pulgares. No pasó nada; lo intentó otra vez, pero nada. Comprobó las baterías, las conexiones, y lo intentó una tercera vez; nada. El problema no era el detonador, sino que algo había salido mal al poner las cargas que estaban enterradas a medio kilómetro carretera abajo, justo en el centro de la masa de refugiados.
«Esto es el fin —pensé—, vamos a morir todos.» Sólo podía pensar en salir de allí, en irme lo bastante lejos para evitar la explosión nuclear. Me sentía culpable por tener aquellos pensamientos, por preocuparme sólo por mí en un momento semejante.
Gracias a Dios por el general Raj-Singh. Él reaccionó… exactamente como se esperaría que reaccionase una leyenda viviente: nos ordenó salir de allí, que nos salváramos y llegásemos a Shimla; después se volvió y se metió entre la multitud. Mukherjee y yo nos miramos, y me alegra decir que, sin gran vacilación, salimos detrás de él.
En aquel momento también queríamos ser héroes, proteger a nuestro general y ayudarlo a atravesar la multitud. Qué ilusos. Ni siquiera pudimos verlo cuando la masa de gente nos envolvió como si fuese un río embravecido. Me llovieron empujones y codazos por todas partes, ni siquiera me enteré cuando me dieron el puñetazo en el ojo. Grité que tenía que pasar, que estaba en una misión del ejército, pero nadie me escuchó. Disparé varios tiros al aire, pero nadie se dio cuenta. Pensé seriamente en disparar contra la multitud, porque empezaba a estar tan desesperado como ellos. Por el rabillo del ojo vi que Mukherjee caía por el borde, luchando con otro hombre que intentaba quitarle el fusil. Me volví hacia el general Raj-Singh, sin lograr encontrarlo entre la gente. Lo llamé e intenté localizarlo por encima de las cabezas; me subí al techo de un microbús e intenté orientarme. Entonces se levantó la brisa y con ella, llegó el hedor y los gemidos que azotaban el valle. Delante de mí, aproximadamente a medio kilómetro, la multitud empezó a correr. Forcé la vista, entrecerré los ojos… Los muertos se acercaban, a paso lento y tranquilo, y en un número tan grande como el de los refugiados que estaban devorando.
El microbús tembló, y yo me caí. Acabé flotando sobre un mar de cuerpos humanos, hasta que me encontré debajo de ellos, y los pies descalzos y los zapatos me pisotearon. Sentí que se me rompían las costillas, tosí y noté el sabor a sangre en la boca. Me arrastré bajo el microbús con el cuerpo dolorido, ardiendo. No podía hablar, apenas me podía ver y oía el ruido de los zombis que se acercaban. Calculé que estaban a menos de doscientos metros y juré que no moriría como los otros, todas esas víctimas hechas pedazos, aquella vaca que había visto desangrarse entre sacudidas en la orilla del río Satluj, en Rupnagar. Cuando intenté coger el arma que llevaba en el costado, me di cuenta de que no podía mover la mano. Maldije y lloré; siempre había creído que me volvería religioso cuando llegase mi hora, pero estaba demasiado enfadado y asustado, así que empecé a darme de cabezazos contra la parte de abajo de la furgoneta. Creía que, si golpeaba con la fuerza suficiente, podría aplastarme el cráneo. De repente oí un rugido ensordecedor, y el suelo se elevó bajo mi cuerpo. Una ola de gritos y gemidos se mezcló con aquel potente estallido de polvo presurizado. Me di de cara contra la maquinaria del minibús, y eso me dejó inconsciente.
Lo primero que recuerdo al despertarme es un sonido muy débil. Al principio creía que era agua, porque sonaba como un goteo rápido…, ploc, ploc, ploc, algo así. El goteo se hizo más claro, y, de repente, fui consciente de otros dos sonidos: el crujido de mi radio (nunca sabré cómo sobrevivió) y el aullido siempre presente de los zombis. Me arrastré para salir del minibús y comprobé que, por lo menos, las piernas me seguían funcionando lo suficiente para levantarme. Vi que estaba solo, sin refugiados, sin el general Raj-Singh, de pie entre una pila de efectos personales, en medio de un sendero de montaña desierto. Delante de mí había un muro de piedra carbonizado; más allá, el otro lado de la carretera cortada.
De allí llegaban los gemidos; los muertos vivientes seguían persiguiéndome. Con las manos y los brazos extendidos, caían a montones por el borde roto. Aquél era el goteo que oía: el ruido de sus cuerpos al estrellarse contra el valle del fondo.
El Tigre tuvo que conseguir poner las cargas de demolición a mano. Supuse que habría llegado al punto correcto a la vez que los muertos, aunque espero que no consiguieran morderlo antes, y espero que esté satisfecho con su estatua, la que han colocado delante de la moderna autopista de cuatro carriles que sube a la montaña. Sin embargo, en aquel momento, no estaba pensando en su sacrificio, ni siquiera estaba seguro de que todo fuese real. Contemplaba en silencio la cascada de zombis y escuchaba el informe de radio de las demás unidades:
«Vikasnagar: asegurado.»
«Bilaspur: asegurado.»
«Jawala Mukhi: asegurado.»
«Todos los pasos asegurados: ¡corto!»
«¿Estoy soñando? —pensé—. ¿Estoy loco?»
El mono no me ayudó a aclararme, porque estaba sentado encima del microbús, observando cómo los muertos se lanzaban al vacío. Parecía tan sereno, tan inteligente, que daba la impresión de comprender lo que pasaba. Estuve a punto de volverme y decirle: «¡Éste es el momento decisivo de la guerra! ¡Por fin los hemos detenido! ¡Por fin estamos a salvo!». Pero, antes de que lo hiciera, el pene del mono salió al descubierto y me meó encima.
[Arthur Sinclair, hijo, es la viva imagen de un patricio del viejo mundo: alto, delgado, con el cabello blanco muy corto y un afectado acento de Harvard. Habla con el éter, sin hacer apenas contacto visual ni detenerse a preguntar. Durante la guerra, el señor Sinclair era el director del recién formado Departamento de Recursos Estratégicos del gobierno estadounidense, o DeStRes, por su nombre en inglés.]
No sé a quién se le ocurrió por primera vez el acrónimo DeStRes, ni si eran consciente de lo mucho que sonaba como
distress
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, pero, sin duda, no podía haber sido más apropiado. Establecer una línea de defensa en las Montañas Rocosas había creado una zona segura teórica, aunque, en realidad, la zona consistía, principalmente, en escombros y refugiados. Había hambre, enfermedades y millones de personas sin hogar. La industria estaba en un estado desastroso, el transporte y el comercio habían desaparecido, y a todo esto se sumaba el ataque de los muertos vivientes contra la línea de las Rocosas y su aparición en nuestra zona segura. Teníamos que conseguir que aquella gente se recuperase: darles ropa, alimentarlos, alojarlos, ponerlos a trabajar… Si no, la supuesta zona segura no haría más que anticiparse a lo inevitable. Por eso se creó el DeStRes, y, como puede imaginarse, tuve que informarme mucho sobre la tarea.
Ni se imagina la cantidad de datos que reuní en esta vieja corteza cerebral durante los primeros meses: informes, visitas de inspección… Cuando conseguía dormir, lo hacía con un libro bajo la almohada, cada noche uno diferente, desde Henry J. Kaiser a Vo Nguyen Giap. Necesitaba todas las ideas, todas las palabras, cada gramo de conocimiento y sabiduría que me ayudase a unificar un paisaje fracturado y convertirlo en una moderna máquina de guerra americana. De haber estado vivo mi padre, seguramente se habría reído ante mi frustración. Él siempre había sido un defensor del New Deal, trabajaba en colaboración con la FDR como interventor del estado de Nueva York; utilizaba métodos de naturaleza casi marxista, la clase de colectivización que haría que Ayn Rand se levantase de su tumba y se uniese a las filas de los muertos vivientes. Siempre rechacé las lecciones que intentaba impartirme y me alejé todo lo que pude, hasta llegar a Wall Street, para poder evitarlas. Y entonces, de repente, me encontré devanándome los sesos para recordarlas. Una cosa que la generación del New Deal hizo mejor que ninguna otra de la historia de los Estados Unidos fue encontrar y recoger las herramientas y el talento que necesitaban.
¿
Herramientas y talento
?
Un término que oyó mi hijo en una película. Creo que describe bastante bien nuestros trabajos de reconstrucción. Talento se refiere a la mano de obra potencial, su nivel de trabajo cualificado y cómo ese trabajo podía utilizarse de forma eficaz. Si le soy completamente sincero, nuestro suministro de talento estaba en números rojos. Teníamos una economía posindustrial basada en los servicios, tan compleja y altamente especializada que cada individuo sólo podía funcionar dentro de los confines de su estrecha estructura compartimentalizada. Debería haber visto alguna de las «profesiones» que aparecían en nuestro primer censo de empleo: todas eran alguna versión de ejecutivo, representante, analista o asesor. Eran trabajos perfectamente adecuados para el mundo anterior a la guerra, pero completamente fuera de lugar en la crisis a la que nos enfrentábamos. Necesitábamos carpinteros, albañiles, maquinistas, herreros… Aunque contábamos con esas personas, no teníamos todos los que necesitábamos. La primera encuesta de empleo reveló que más del sesenta y cinco por ciento de la población civil estaba clasificado como F-6, sin vocación valiosa. Necesitábamos un enorme programa de reciclaje profesional; en resumidas cuentas, teníamos que hacer que los oficinistas se ensuciaran las manos.