Ni siquiera pensaba en coquetear. Y ni siquiera tenía que controlarse. Decía —y era completamente cierto— que todos los hombres significaban lo mismo para ella que el bufón Nastásia Iványch. Un guardián interno le prohibía toda alegría. Ni siquiera mantenía los anteriores intereses vitales de esa despreocupada vida de doncella repleta de esperanzas. Recordaba con frecuencia (más que cualquier otra cosa) esos meses de otoño cuando estaba prometida e iba de caza con Nikolai. Qué no hubiera dado para recuperar aunque solo fuera uno de esos días. Pero eso se había acabado para siempre. No le engañaban entonces sus presentimientos de que ese estado de libertad y de disfrute de todas las alegrías ya nunca había de volver. Pero había que vivir y eso era lo más terrible de todo. Ahora solo llenaba su vida con la religión, que le descubría la humildad que tan alejada había estado de su vida anterior.
A comienzos de julio se difundieron por Moscú rumores cada vez más alarmantes sobre el transcurso de la guerra: hablaban de un llamamiento del emperador al pueblo, de la vuelta del ejército del propio emperador y dado que el 11 de julio el manifiesto y el llamamiento no se habían recibido, comenzaron a exagerarse los rumores sobre ellos y sobre la situación de Rusia. Decían que el emperador había abandonado el ejército porque este se encontraba en peligro. Decían que Smolensk se había rendido y que Napoleón tenía un ejército de un millón de soldados y que solamente un milagro podría salvar Rusia.
El 11 de julio, sábado, se recibió el manifiesto pero aún no lo habían impreso y Pierre, que estaba en casa de los Rostov, prometió ir al día siguiente, domingo, a comer y llevar el manifiesto y el llamamiento que le iba a dar el conde Rastopchín. Ese domingo como de costumbre los Rostov fueron a misa a la iglesia de casa de los Razumovski. Era un caluroso día de julio. Y habían dado las diez cuando los Rostov se apearon de su coche frente a la iglesia, en la calurosa atmósfera, en los gritos de los vendedores, en la ropa clara y fresca que vestía la muchedumbre, en las polvorientas hojas de los árboles del bulevar, en el resonar del pavimento, en el sonido de la música y en los blancos pantalones de un batallón que estaba de permiso, en el claro resplandor del sol abrasador, había esa languidez estival, esa satisfacción e insatisfacción con el presente, y esa necesidad de deseos imposibles que se percibe más intensamente en un caluroso día de sol en la ciudad. En la iglesia de los Razumovski estaba toda la aristocracia moscovita, todos los conocidos de los Rostov (ese año, como si estuvieran a la espera de algo, muchas familias adineradas, que habitualmente se retiraban al campo, se habían quedado en la ciudad). Al pasar tras el criado de librea que apartaba a la muchedumbre junto a su madre, Natasha escuchaba los susurros de la gente que se llamaban la atención los unos a los otros sobre su persona:
—Es Natalia Rostova, la misma que...
—¡Pero qué hermosa!
Escuchaba o le parecía escuchar cómo se mencionaban los nombres de Kuraguin y Bolkonski. Por otra parte siempre le daba esa impresión. Siempre le parecía que todos al mirarla no pensaban más que en lo que le había sucedido. Sufriendo y con el corazón helado, como siempre que se encontraba entre la muchedumbre, Natasha caminaba con su vestido de seda lila con encaje negro tal como saben andar las mujeres, tanto más tranquilas y majestuosas cuanto más sufren y se avergüenzan interiormente. Sabía que era hermosa y no se equivocaba, pero no le alegraba igual que antes. Al contrario, eso era lo que últimamente le atormentaba y en especial en ese claro y caluroso día de verano en la ciudad. «Otro domingo, otra semana —se decía así misma recordando que había estado allí el anterior domingo—, y continuar esta vida sin vida y todas estas condiciones en las que antes resultaba tan fácil vivir. Soy hermosa, joven y sé que soy buena —pensaba ella—, y mis mejores años se están pasando en vano, en vano.» Se puso en su lugar habitual e intercambió unas palabras con unos conocidos que se encontraban cerca. Natasha observó los vestidos de las damas tal como era su costumbre, censuró la manera de comportarse y el poco adecuado modo en que se santiguaban, pero al escuchar la voz del sacerdote recordó el grave pecado que era condenar a los demás, su indignidad de espíritu y los anteriores sentimientos de ternura se apoderaron de ella y se puso a rezar. Rara vez, incluso en los mejores instantes de la pasada vigilia, se había encontrado en tal estado de enternecimiento como en el que se encontraba ese día. Todos esos sonidos incomprensibles y los aún más incomprensibles y solemnes movimientos eran lo que ella necesitaba. Comenzó a comprender y se sintió feliz al entender algunas palabras: «El Señor sea alabado por el mundo entero» o «Entreguémonos nosotros y entreguemos a nuestro prójimo a Cristo». Ella lo entendía a su manera, «el mundo entero» significaba ser uno con todos, con todo el mundo, «no soy yo sola sino todos nosotros los que te rogamos, Señor» entendía que esto significaba la renuncia a toda voluntad y deseo y el ruego a Dios para que guiara nuestros pensamientos y nuestros anhelos. Pero cuando, al escuchar no entendía, le resultaba aún más dulce pensar que desear entender es soberbia, que no se puede entender y que solo hay que creer y entregarse. Se santiguaba y se arrodillaba disimuladamente, intentando no llamar la atención, pero la anciana condesa, mirando a su inmóvil rostro severamente atento con ojos brillantes, suspiraba y se daba la vuelta dándose cuenta de que algo importante tenía lugar en el alma de su hija y lamentándose de no poder tomar parte en esa íntima tarea, rogaba a Dios que la ayudara y que diera consuelo a su pobre inocente y desgraciada hijita. El coro cantaba de modo excepcional.
El venerable y sereno anciano oficiaba con esa dulce solemnidad que opera tan tranquilizadora y tan majestuosamente en el alma de los creyentes. Se cerraron las puertas del iconostasio, la cortina se corrió lentamente, la misteriosa y serena voz se oía desde allí. El pecho de Natasha albergaba unas lágrimas incomprensibles para ella misma y le oprimía un sentimiento alegre y abrumador.
«Muéstrame qué debo hacer con mi vida», pensaba ella. El diácono subió al ambón y leyó acerca de los trabajadores, de los oprimidos, de la familia del zar, sobre el ejército y sobre el mundo entero y de nuevo repitió esas consoladoras palabras que eran las que más intensamente influían sobre Natasha: «Entreguémonos nosotros y nuestra vida a Cristo».
«Sí, llévame, llévame», decía Natasha con enternecida impaciencia en el alma, ya sin santiguarse y dejando caer sus delgados brazos con debilidad y entrega, como esperando que en ese instante una fuerza invisible se la llevara y la librara de sí misma, de sus penas, sus deseos, sus remordimientos y sus esperanzas.
Inesperadamente en mitad de la ceremonia y sin que formara parte del servicio, que Natasha conocía bien, el sacristán trajo un escabel, el mismo sobre el que se habían leído las oraciones a la trinidad y lo colocó delante de la puerta del iconostasio. El sacerdote salió con su escutia
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morada de terciopelo, se arregló los cabellos y se puso de rodillas. Todos hicieron lo mismo aunque con cierta incredulidad. Era una plegaria que se acababa de recibir en el sínodo, una plegaria sobre la salvación de Rusia de la invasión enemiga.
El sacerdote leía con esa clara y dulce voz carente de afectación con la que solamente leen los sacerdotes eslavos y que actúa de un modo tan irresistible en el corazón de los rusos.
Natasha repetía con toda su alma las palabras de la plegaria y rezaba por lo mismo por lo que todos rezaban, pero como con frecuencia ocurre, al escuchar y al rezar no podía evitar pensar al mismo tiempo. Cuando leían las palabras: «Crea en nosotros un corazón limpio y renueva el espíritu de la verdad; fortalece la fe en ti en todos nosotros, refuerza la esperanza e inspíranos el verdadero amor hacia nuestro prójimo», ante esas palabras se le ocurrió instantáneamente qué era lo que hacía falta para la salvación de la patria. Igual que ante las deudas de su padre se le había ocurrido un sencillo método para arreglar todo ese asunto, que consistía en vivir más humildemente, ahora se le ocurría un método claro para vencer al enemigo. Consistía en unirse todos verdaderamente en el amor, desterrar la codicia, la ira, la ambición, la envidia, amarse todos los unos a los otros y ayudarse como hermanos. Hay que decir a todos sencillamente: «Estamos en peligro, deshagámonos de todo lo anterior, entreguemos todo lo que tengamos (como por ejemplo el collar de perlas que lleva Marfa Posádnitsa), no nos apenemos por nadie: hay que dejar marchar a Petia tal como él desea. Y todos seremos humildes y buenos y ningún enemigo podrá hacernos nada. Pero si seguimos esperando ayuda, si discutimos y peleamos como ayer Shinshin con Bezújov, entonces estaremos perdidos».
A Natasha esto le parecía tan sencillo, claro e indudable, que se sorprendía de que no se le hubiera ocurrido antes y se alegraba en el alma de poder transmitir ese pensamiento a su familia y a Pierre cuando este fuera a verla. «El único que no lo entenderá es Bezújov. Él es así de extraño. Yo no puedo comprenderle. Es el mejor de todos, pero es muy extraño.»
S
EGÚN
había prometido, Pierre fue directamente desde casa del conde Rastopchín donde había copiado el manifiesto y el llamamiento y donde le habían confirmado la noticia de que el emperador llegaba al día siguiente a Moscú. Pierre, que tras un año, había engordado aún más, subió las escaleras jadeando. Su cochero ya no le preguntaba si debía esperarle. Sabía que cuando el conde iba a casa de los Rostov no saldría hasta las doce. El criado de los Rostov se lanzó alegre a quitarle el abrigo. Pierre, como acostumbrada hacer en el club, dejó el sombrero y el bastón en la entrada. En la sala le salió al encuentro un guapo joven de quince años de cara ancha y sonrosada, parecido a Nikolai. Era Petia. Se preparaba para ir a la universidad pero últimamente había decidido en secreto junto con su amigo Obolenski, que se alistarían con los húsares.
—¿Qué, Petruján? —dijo Pierre sonriendo alegremente, dejando ver sus dientes picados y tirándole de la mano hacia abajo—. ¿Llego tarde?
—¿Qué hay de mi asunto, Piotr Kirílovich? Por Dios, es usted mi única esperanza —decía Petia enrojecido.
—Hoy informaré de todo, lo arreglaré —respondió Pierre. Sonia, al ver a Pierre, lo sentó en una silla y le dijo:
—Pierre, Natasha está en su habitación, voy a ir a buscarla.
Pierre no era solamente un habitual de la casa, si no que todos sabían que él era sobre todo amigo de uno de los miembros de la familia.
—Bueno qué, querido, qué. ¿Ha conseguido el manifiesto? —preguntó el conde—. La condesita ha estado en misa en casa de los Razumovski y allí han escuchado la nueva plegaria. Dicen que es muy hermosa.
Pierre se puso a buscarse en los bolsillos y no pudo encontrar el papel, y mientras continuaba buscando le besó la mano a la condesa.
—Le juro que no sé dónde lo he dejado —decía él.
—Siempre lo pierde todo —decía la condesa.
Sonia y Petia sonreían mirando al perplejo rostro de Pierre. Natasha entró con el mismo vestido lila. A pesar de estar atareado en buscar los papeles, Pierre se dio inmediata cuenta de que a Natasha le sucedía algo. La miró con mayor atención.
—Voy a volver a buscarlo... Lo he olvidado en casa. Seguro.
—Pero así llegará tarde a comer.
—Ay, y el cochero se ha marchado.
Todos se pusieron a buscar y finalmente encontraron los papeles en el sombrero de Pierre, bajo el forro, donde él los había guardado cuidadosamente.
—Y qué, ¿todo es verdad? —le preguntó Natasha.
—Todo es verdad, la cosa es seria... Lea.
—No, después de la comida —dijo el anciano conde—, después.
Pero Natasha consiguió el papel y completamente ruborizada y emocionada se fue a leerlo, diciendo que no quería comer.
Pierre le dio el brazo a la condesa y entraron al comedor.
Después de la comida, Pierre contó las novedades de la ciudad sobre el levantamiento del campamento del Drissa, sobre la enfermedad de anciano príncipe de Georgia, la desaparición de Métivier de Moscú y narró cómo a casa de Rastopchín habían llevado a un alemán, diciendo que era un champiñón —así se lo había contado el propio Rastopchín a Pierre— y cómo Rastopchín había ordenado que dejaran libre al champiñón diciendo que solo era una vieja seta alemana.
—Están arrestando a gente —dijo el conde rumiando una empanadilla—, yo he dicho a la condesa que hable menos en francés. Ahora no es momento.
—El príncipe Dmitri Golitsyn ha contratado a un profesor ruso —dijo Pierre—. Está aprendiendo ruso. Realmente se está volviendo peligroso hablar en francés en la calle.
—Y qué, ¿está bien escrito el manifiesto? —dijo el conde saboreando anticipadamente el placer de la lectura tras la comida—. ¿Eh, Natasha?
Natasha no respondió nada desde la sala.
—Mi Natasha está arrobada por la plegaria —dijo la condesa.
—Bueno, conde, si la milicia se pone a reclutar gente incluso usted tendrá que ensillar su caballo —dijo el conde dirigiéndose a Pierre.
Pierre se echó a reír.
—Menudo militar sería yo. No sé ni subirme a un caballo y además después de comer no se puede echar la siesta... —dijo él.
—No comprendo —comenzó de pronto a decir Natasha acaloradamente entrando en el comedor y enrojeciendo de nuevo—. ¿Por qué bromea sobre esto? No es ninguna broma. Además sé que usted sería el primero en sacrificarse, así que ¿por qué bromea? No le comprendo.
Pierre sonrió y, después de reflexionar un poco y de mirar cariñosa y atentamente a Natasha, dijo:
—¡Sí, yo mismo no lo comprendo! No lo sé, estoy tan alejado de los gustos militares y me parece que el hombre, que es un ser pensante, puede tan fácilmente ser feliz sin la guerra...
—No, por favor, no bromee así —dijo Natasha sonriendo cariñosamente a Pierre y sentándose a la mesa aunque no quería comer.
—Menuda patriota, ¿eh? —dijo el anciano conde. La condesa solamente meneó la cabeza.
Después de la comida tomaron café. El conde se sentó tranquilamente en la butaca y le pidió a Sonia, que tenía fama de ser una maestra en el arte de leer, que leyera el manifiesto: «El enemigo ha entrado en las fronteras de Rusia. Quiere asolar nuestra patria».
El conde interrumpió unas cuantas veces la lectura y pidió que repitiera. Cuando se hablaba de aristócratas conocidos el conde decía: