Guerra y paz (17 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
13.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Así se bailaba en nuestra época, querida —dijo el conde.

—¡Ay, sí, este «Daniel Cooper»! —dijo María Dmítrievna con un largo y quejumbroso suspiro.

XXVIII

A
L
tiempo que en casa de los Rostov se bailaba en la sala el sexto inglés al son de los músicos que desafinaban a causa del cansancio y los cansados criados y cocineros preparaban la cena, deliberando entre sí cómo podían los señores comer tanto —se acababan de tomar el té y ahora iban a cenar—, en esos momentos el conde sufría ya el sexto ataque, los médicos manifestaron que no había la menor esperanza, se confesó al enfermo y comulgó, hicieron los preparativos para la extremaunción y en la casa hubo la angustia de la espera y la confusión propias de estos momentos. Fuera de la casa, los empleados de pompas fúnebres se escondían entre los coches que llegaban esperando el lujoso encargo del entierro del conde. El comandante en jefe de Moscú, que recibía sin cesar noticias a través de sus ayudantes sobre el estado del conde, fue personalmente aquella tarde a despedirse de uno de los dignatarios del siglo de Catalina la Grande. Decían que el enfermo buscaba a alguien con la mirada y le llamaba. Y se mandó un criado en busca de Pierre y Anna Mijáilovna.

El magnífico salón de recepciones estaba lleno. Todos se levantaron respetuosamente cuando el comandante en jefe que había pasado una media hora a solas con el enfermo salió de allí, respondiendo débilmente a las reverencias y tratando de irse lo más rápido posible sin detenerse ante las miradas de los médicos, los sacerdotes y los familiares. El príncipe Vasili, más delgado y pálido esos días, iba a su lado y todos vieron cómo el comandante en jefe le estrechaba la mano y le decía algo en voz baja.

Después de haber acompañado al comandante en jefe, el príncipe Vasili se sentó solo en una silla doblando las piernas con el codo apoyado en la rodilla, y se tapó los ojos con la mano. Todos se dieron cuenta de que lo estaba pasando mal y nadie se le acercó. Después de estar un rato sentado es esa posición se levantó e inesperadamente con pasos rápidos, mirando alrededor con ojos asustados y enfadados, pasó a través del largo corredor hacia la parte trasera de la casa, a ver a la mayor de las princesas.

Los que se encontraban en el poco iluminado salón intercambiaban entre sí atrevidos comentarios susurrando, y callaban a cada rato, mirando con ojos llenos de curiosidad e inquietud a la puerta que conducía a la habitación del moribundo, que emitía débiles ruidos cada vez que alguien entraba o salía por ella.

—El límite de la vida humana está establecido y no puede traspasarse —le decía un viejo sacerdote a una dama que se sentaba a su lado y le escuchaba cándidamente.

—¿No es un poco tarde para darle la extremaunción? —preguntó la dama añadiendo el título eclesiástico como si no tuviera opinión alguna sobre ese tema.

—Es un gran sacramento, señora —respondió el sacerdote, pasándose la mano por la calva en la que quedaban unos cuantos mechones de pelo gris.

—¿Quién era ese? ¿El mismo comandante en jefe? —preguntaban en el otro extremo de la habitación—. ¡Parece muy joven!

—¡Pues tiene setenta! Dicen que el conde ya no reconoce. Quieren darle la extremaunción.

La mediana de las princesas salió de la habitación del enfermo con los ojos llorosos y se sentó al lado de Lorrain, el joven y renombrado doctor francés, que estaba sentado bajo el retrato de Catalina la Grande acodado en la mesa en una graciosa postura.

—Estupendo —dijo él respondiendo a una pregunta sobre el clima—, estupendo, princesa y es que además en Moscú uno se siente como en el campo.

—¿No es cierto? —dijo suspirando la princesa—. Entonces, ¿puede beber?

—Sí.

El doctor miró su breguet.

—Tome un vaso de agua hervida y eche un pellizquito —le mostró con un gesto de sus finos dedos lo que significaba un pellizquito— de crémor tártaro.

—No se ha dado el caso —decía un doctor alemán a un ayudante de campo— de que alguien haya sobrevivido al tercer ataque.

—¡Y qué hombre más apuesto era! —decía el ayudante de campo—. ¿Y a quién irá a parar su fortuna?

—Ya se encontrarán voluntarios —contestó el alemán sonriendo.

Todos miraban de nuevo a la puerta; esta chirrió y la mediana de las princesas, que ya había preparado la poción que Lorrain le había indicado, entró a llevársela al enfermo. El doctor alemán se acercó a Lorrain.

—¿Puede durar aún hasta mañana por la mañana? —preguntó el alemán, en un pésimo francés.

Lorrain, apretando los labios, negó severamente con el dedo, agitándolo delante de su nariz.

—No pasará de esta noche —dijo él en voz baja, esbozando una discreta sonrisa de autosatisfacción dado que comprendía y sabía expresar claramente la situación del enfermo y se alejó.

Entretanto el conde Vasili abrió la puerta de la habitación de la princesa. La habitación estaba casi a oscuras, solo ardían dos lámparas frente a los iconos y había un agradable olor a incienso y a flores. Toda la habitación estaba llena de pequeños muebles,
sinfoniers
, estanterías y mesitas. Detrás de un biombo se advertía la blanca colcha de una alta y mullida cama. Ladró un perrito.

—Ah, es usted, primo.

Ella se levantó y se arregló el cabello, que siempre, incluso en aquel momento, era tremendamente liso, como si fuera uno solo con la cabeza y estuviera cubierto de barniz.

—¿Ha sucedido algo? —preguntó ella—. Estoy ya tan asustada.

—Nada, todo sigue igual, solo he venido a hablar contigo de un asunto, Katish —dijo el conde sentándose pesadamente en la silla de la cual ella se había levantado—. Siento haberte asustado —dijo él—. Bueno, siéntate aquí y vamos a hablar.

—Pensaba que había sucedido algo —dijo la condesa y con su invariable tranquila y pétrea severidad se sentó delante del príncipe, lista para escucharle.

—Bueno, ¿qué, querida mía? —dijo el príncipe Vasili tomando la mano de la princesa y tirando de ella hacia abajo según era su costumbre.

Era evidente que ese «bueno, qué» encerraba un gran significado que ambos entendían sin necesidad de nombrar.

La princesa con su recto y delgado talle excesivamente largo en comparación con las piernas, miraba al conde directa e impasiblemente con sus prominentes ojos grises. Alzó la mirada y suspirando miró a un icono. Su gesto podía interpretarse como una expresión de tristeza y piedad o como una expresión de cansancio y un deseo de un pronto descanso. El príncipe Vasili interpretó su gesto como una expresión de cansancio.

—¿Piensas que para mí está siendo fácil? Estoy reventado como un caballo de postas y aun así debo hablar contigo, Katish, y muy seriamente.

El príncipe Vasili calló y las mejillas empezaron a temblarle nerviosamente, ya la derecha, ya la izquierda, dando a su cara una expresión desagradable que nunca adoptaba cuando estaba en sociedad. Tampoco sus ojos eran los mismos de siempre, y miraban o bien con repentina insolencia o con temor.

La princesa sostenía al perrito sobre las rodillas con sus delgadas manos, y miraba con atención a los ojos del príncipe Vasili, aunque era evidente que ella no iba a romper el silencio con una pregunta aunque tuviera que permanecer callada hasta el amanecer. La princesa había adoptado una de esas expresiones que se mantienen inmutables e independientes de las expresiones de la cara de su interlocutor.

—Ves, mi querida princesa y prima, Ekaterina Seménovna —continuó el conde no sin una visible lucha interior—, en momentos como estos hace falta pensar en todo. Hace falta pensar en el futuro, en vosotras... Yo os quiero como si fuerais mis hijas, ya lo sabes.

La princesa le miró inmóvil y con ojos inexpresivos.

—Por supuesto también he de pensar en mi familia —continuó el príncipe Vasili sin mirarla y apartando enfadado una mesita—. Sabes, Katish, que vosotras las tres hermanas Mámontov y mi mujer somos los únicos herederos directos del conde. Sé lo difícil que te resulta pensar y hablar de estas cosas. Y para mí tampoco es fácil, pero amiga mía, yo ya tengo sesenta años, hay que estar preparado para todo. ¿Sabes que he mandado llamar a Pierre y que el conde señalando a su retrato lo llamaba a su lado?

El príncipe Vasili miró interrogativamente a la princesa, pero no logró discernir si ella estaba considerando lo que le decía o si solamente le miraba.

—No dejo de rogarle a Dios una cosa —respondió ella—: que le perdone y que permita a su hermosa alma abandonar este...

—Sí, así es —continuó impaciente el príncipe Vasili, acariciándose la calva y acercando hacia sí con rabia la mesita que antes había apartado—, pero, en fin... en fin, de lo que se trata, tú misma lo sabes, es de que el invierno pasado el conde redactó un testamento por el que lega todos sus bienes a Pierre, en perjuicio de sus herederos directos y de nosotros.

—¡No ha escrito pocos testamentos! —dijo la princesa tranquilamente—. Pero Pierre no puede heredar. Es ilegítimo.

—Querida mía —dijo de pronto el príncipe Vasili, acercándose la mesa, animándose y comenzando a hablar más aprisa—, pero ¿y si el conde ha escrito una carta al emperador solicitando adoptar a Pierre? Entiende que por los méritos del conde su petición será atendida...

La princesa sonrió, como sonríe la gente que piensa que saben más de un asunto que la persona que se lo narra.

—Te diré más —continuó el príncipe Vasili, tomándole de la mano—, la carta ha sido escrita y aunque no se ha enviado el emperador ya sabe de su existencia. La pregunta estriba en si la carta ha sido destruida o no. Si no, tan pronto como todo acabe —el príncipe Vasili suspiró, dando a entender lo que encerraban para él las palabras «todo acabe»— y se descubran los papeles del conde se le entregará al emperador la carta y el testamento y su petición será atendida. Pierre, como hijo legítimo, lo heredará todo.

—¿Y nuestra parte? —preguntó la princesa sonriendo irónicamente como si cualquier cosa pudiera suceder excepto eso.

—Pero, mi querida Katish, está tan claro como la luz del día. Entonces él será el único heredero legítimo de todo y vosotras no recibiréis ni una mínima parte. Tú deberías saber, querida mía, si el testamento y la carta han sido escritos y si han sido destruidos. Y si por alguna razón fueron olvidados tú debes saber dónde están y encontrarlos, porque...

—¡Solo faltaba eso! —le interrumpió la princesa sonriendo sardónicamente y sin cambiar la expresión de los ojos—. Soy una mujer y según usted todas las mujeres somos tontas, pero al menos sé que un hijo ilegítimo no puede heredar... Un
bâtard
—añadió ella, suponiendo que con esa traducción iba a demostrar definitivamente al príncipe su sinrazón.

—¡Cómo es posible que no lo comprendas, Katish! Tú que eres tan inteligente, ¿cómo es que no comprendes que si el conde ha escrito una carta al emperador en la que le pide convertir a su hijo en legítimo, Pierre ya no será Pierre sino el conde Bezújov y recibirá toda la herencia? Y si la carta y el testamento no son destruidos a ti no te quedará nada excepto el consuelo de haber sido virtuosa y todo lo que de ello deriva, nada más te quedará. Así será.

—Sé que el testamento está escrito, pero también sé que es completamente inválido, y usted parece tomarme por una tonta integral —dijo la princesa con la expresión con la que hablan las mujeres que creen que han dicho algo muy agudo y ofensivo.

—Mi querida princesa Ekaterina Seménovna —dijo el príncipe Vasili con impaciencia—, no he venido a verte para andar contigo en dimes y diretes sino para hablar contigo como una buena y verdadera pariente de tus propios intereses. Te digo por enésima vez que si la carta para el emperador y el testamento a favor de Pierre se encuentran entre los papeles del conde, entonces ni tú, mi palomita, ni tus hermanas sois las herederas. Y si a mí no me crees cree al menos a los expertos en la materia: acabo de hablar con Dmitri Onúfrievich (el abogado de la casa), él mismo me lo ha dicho.

De pronto algo cambió en el pensamiento de la princesa: los finos labios palidecieron (la expresión de los ojos quedó igual) y la voz, en el momento en que habló, sonó tan estrepitosa que ella misma se sorprendió.

—Eso estaría muy bien —dijo ella—. Yo no he querido ni quiero nada. —Arrojó a su perro de las rodillas y se arregló los pliegues del vestido—. Este es el agradecimiento, este es el reconocimiento que muestra hacia las personas que lo han sacrificado todo por él —dijo ella—. ¡Magnífico! ¡Muy bien! Yo no necesito nada, príncipe.

—Sí, pero no eres solo tú, tienes hermanas —contestó el príncipe Vasili. Pero la princesa no le escuchaba.

—Sí, ya lo sabía hace tiempo, pero se me olvidaba que no podía esperar nada de esta casa excepto bajeza, engaño, envidia, intriga, nada excepto ingratitud, la más cruel ingratitud.

—¿Sabes o no sabes dónde está ese testamento? —preguntó el príncipe Vasili con una contracción de las mejillas aún mayor.

—Sí, yo era tonta, todavía confiaba en la gente y los quería y me sacrificaba. Pero solo progresan los que son mezquinos y ruines. Ya sé de dónde procede esta intriga.

La princesa quiso levantarse, pero el príncipe la sujetó de la mano. La princesa tenía el aspecto de una persona que de pronto acaba de decepcionarse de la humanidad entera; miraba a su interlocutor con rabia.

—Todavía estamos a tiempo, amiga mía. Recuerda, Katish, que todo esto se hizo de forma inesperada, en el arrebato de cólera de un enfermo, y después se olvidó. Nuestra obligación, querida mía, es corregir su error, aliviarle en sus últimos momentos impidiendo que cometa esta injusticia, no dejarle morir con la idea de que ha hecho infeliz a las personas...

—A las personas que siempre se han sacrificado por él —concluyó la princesa, intentando levantarse de nuevo, pero el príncipe no se lo permitió—, lo cual él no ha sabido nunca valorar. No, primo —añadió ella con un suspiro—, siempre recordaré que en este mundo no se puede esperar recompensa, no hay ni honor, ni justicia. En este mundo hay que ser malvado y astuto.

—Escucha, tranquilízate; sé que tienes un gran corazón.

—No, mi corazón es malvado.

—Conozco tu corazón —repitió el príncipe—, valoro tu amistad y desearía que tú sintieras lo mismo hacia mí. Tranquilízate y vamos a hablar ahora que todavía queda tiempo, puede que nos quede un día o puede que una hora tan solo. Dime todo lo que sepas sobre el testamento, y lo más importante, dónde está, eso tú lo debes saber. Ahora mismo lo cogemos y se lo enseñamos al conde. Seguramente se olvidó de él y querrá destruirlo. Comprenderás que mi único deseo es cumplir su voluntad; es la única razón por la que he venido aquí. Estoy, aquí solo para ayudarle a él y a vosotras.

Other books

Red Roses in Las Vegas by A.R. Winters
3 Swift Run by Laura DiSilverio
Like Family by Paula McLain
McKuen’s Revenge by Andy King
Carnal Knowledge by Celeste Anwar
Murder in Style by Veronica Heley
The Last Detective by Peter Lovesey