Guerra y paz (9 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
11.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Escuchad! —gritó de pie sobre el alféizar y dirigiéndose a los que estaban en la habitación.

Todos guardaron silencio.

—Apuesto —utilizaba el francés para que el inglés le entendiera, pero no lo hablaba demasiado bien—, apuesto cincuenta imperiales... ¿O quiere apostar cien? —añadió dirigiéndose al inglés.

—No, cincuenta —dijo el inglés.

—Bien, entonces cincuenta imperiales a que me beberé toda la botella de ron sin retirarla de la boca, me la beberé sentado en la ventana, en este sitio —se agachó y mostró el saliente inclinado fuera de la ventana—, y sin sujetarme a nada... ¿De acuerdo?...

—Muy bien —dijo el inglés.

Anatole se volvió hacia el inglés y tomándole de un botón del frac y mirándole desde arriba (el inglés era de corta estatura), comenzó a relatarle en inglés lo que ya todos habían entendido.

—¡Espera! —gritó Dólojov golpeando con la botella la ventana para llamar la atención—. Espera, Kuraguin, escuchen. Si alguien hace lo mismo yo le pago cien imperiales. ¿Entendido?

El inglés meneó la cabeza sin dar a entender si tenía o no intención de aceptar la nueva apuesta. Anatole no soltaba al inglés y por más que este, asintiendo, le daba a entender que había comprendido todo, Anatole no dejaba de traducirle las palabras de Dólojov. Un joven y delgado leib-húsar que aquella noche había perdido se encaramó a la ventana, se asomó y miró hacia abajo.

—Uy... —dijo mirando las piedras de la acera.

—¡Estate quieto! —gritó Dólojov y apartó de la ventana al oficial, que tropezando con las espuelas saltó torpemente a la habitación.

Dejando la botella en el alféizar, para poder alcanzarla con más facilidad, Dólojov, cuidadosamente y en silencio, se encaramó a la ventana. Bajó las piernas apoyándose con ambas manos en el marco de la ventana, tanteando se sentó, se soltó de manos, se balanceó a derecha e izquierda y cogió la botella. Anatole trajo dos bujías y las colocó en el alféizar, a pesar de que ya había luz. La espalda de Dólojov, con su camisa blanca y la ensortijada cabeza, aparecía iluminada por ambos lados. Todos se agolparon junto a la ventana. El inglés estaba delante. Pierre sonreía y no decía nada. De pronto el maduro caballero moscovita se adelantó con rostro asustado y enfadado y quiso sujetar a Dólojov de la camisa.

—Señores, esto es una locura, se va a matar —dijo él.

Anatole le detuvo.

—No lo toques, le asustaría y se mataría. ¿Eh? ¿Y entonces? ¿Eh?

Dólojov se volvió, acomodándose y apoyando de nuevo las manos. Su cara no estaba ni pálida ni encendida, sino fría y enfadada.

—Si alguno más se mete en mis asuntos —dijo él, dejando escapar espaciosamente las palabras a través de sus labios finos y apretados—, le tiraré ahí abajo. Esto ya está de por sí resbaladizo, me estoy deslizando hacia abajo y encima me viene con tonterías. ¡Venga!

Habiendo dicho «venga» se volvió de nuevo, soltando las manos tomó la botella y se la llevó a la boca, echó hacia atrás la cabeza y levantó el brazo libre para hacer de contrapeso. Uno de los criados, que comenzaba a recoger los cristales, se detuvo en posición encorvada sin retirar los ojos de la ventana y de la espalda de Dólojov. Anatole estaba de pie, abriendo mucho los ojos. El inglés sacaba los labios hacia delante, mirando de lado. El maduro caballero moscovita había huido a un rincón de la habitación y estaba tumbado en el diván con la cara hacia la pared. Alguno esperaba con la boca abierta y otro con los brazos levantados. Pierre se cubrió la cara con las manos y una débil sonrisa olvidada permaneció en su cara a pesar de que ahora expresara horror y pánico. Todos guardaron silencio. Pierre retiró las manos de los ojos; Dólojov estaba sentado en la misma postura, pero la cabeza estaba tan echada hacia atrás que los rizados cabellos de su nuca rozaban el cuello de la camisa y la mano en la que sostenía la botella se levantaba más y más estremecida por el esfuerzo. La botella se vaciaba sensiblemente y la cabeza se echaba cada vez más hacia atrás. «¿Por qué tarda tanto?», pensó Pierre. Le parecía que había pasado más de media hora. De pronto, Dólojov echó la espalda hacia atrás y su mano tembló nerviosamente; este temblor era suficiente para desequilibrar todo el cuerpo, sentado en una superficie inclinada. Todo él se estremeció y su cabeza y su mano temblaron aún más intensamente por el esfuerzo. Alzó una mano para agarrarse al alféizar, pero volvió a bajarla. Pierre volvió a cerrar los ojos y se dijo a sí mismo que ya no volvería a abrirlos. De pronto notó que todo a su alrededor comenzaba a agitarse. Miró: Dólojov estaba de pie en el alféizar, su rostro estaba pálido y alegre.

—¡Vacía!

Le lanzó la botella al inglés, que la atrapó hábilmente. Dólojov saltó de la ventana. Exhalaba un fuerte olor a ron.

—¿Eh? ¿Qué tal? ¿Eh?... —preguntaba a todos Anatole—. ¡Buena broma!

—¡Que el diablo te lleve! —dijo el caballero moscovita. El inglés sacó la bolsa y contó el dinero. Dólojov estaba ceñudo y silencioso. Pierre, con aspecto desconcertado, recorría la habitación respirando pesadamente.

—Señores, ¿quién quiere apostar conmigo? Haré lo mismo —dijo de pronto—. Y ni siquiera necesito apostar. Que me traigan una botella. Lo haré... que me la traigan.

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees que te lo van a permitir? Si con solo subirte a una escalera te da vueltas la cabeza —gritaron desde varios lados.

—Es muy mezquino que permitamos solo a Dólojov que sacrifique su vida. ¡Me la beberé, traedme una botella de ron! —gritó Pierre, y con un gesto decidido de borracho golpeó la mesa y se encaramó a la ventana. Le cogieron de los brazos y le llevaron a otra habitación. Pero Dólojov no podía caminar, le llevaron al diván y le echaron agua fría por la cabeza.

Alguien quiso irse a casa, otro propuso no ir a casa, sino dirigirse todos juntos a otro sitio: Pierre insistió más que nadie en lo segundo. Se pusieron los abrigos y salieron. El inglés se fue a casa y un medio muerto Dólojov quedó yaciendo sin sentido en el diván en casa de Anatole.

XIII

E
L
príncipe Vasili cumplió la promesa hecha, en la velada en casa de Anna Pávlovna a la señora mayor, que le pedía para su único hijo Borís. Se informó de él al emperador y como gracia especial se convirtió en alférez de la guardia en el regimiento de Semiónov. Pero no fue nombrado ayudante de campo ni entró en el Estado Mayor de Kutúzov, a pesar de todos los desvelos y solicitudes de Anna Mijáilovna. Poco después de la velada en casa de Anna Pávlovna, Anna Mijáilovna volvió a Moscú y fue directamente a hospedarse en casa de sus ricos parientes los Rostov, con los que vivía siempre que estaba en Moscú y con los que desde la infancia se había criado y había vivido durante años su adorado Bórenka, que acababa de ingresar en el ejército y que enseguida había sido promovido a alférez de la guardia. La guardia había salido de San Petersburgo el 10 de agosto y su hijo que se encontraba en Moscú, para equiparse, debía alcanzarla por el camino en Radzivílov.

Los Rostov celebraban el santo de las dos Natalias: la madre y la hija pequeña. Desde por la mañana llegaban y partían sin cesar caballerías de la gran casa de la condesa Rostov, conocida por todos, y que se encontraba en la calle Povarskaia. En la sala, la condesa recibía a los invitados que no paraban de sucederse, acompañada de su hija mayor. La condesa era una mujer de rostro delgado según el tipo oriental, de cuarenta y cinco años, visiblemente agotada por los hijos, dado que había tenido doce. La lentitud de sus movimientos y su conversación, que se debían a su falta de fuerzas, le otorgaban un significativo aspecto que inspiraba respeto. La princesa Anna Mijáilovna Drubetskáia, como habitual de la casa, también estaba allí sentada, ayudando a recibir a los invitados y a darles conversación. Los jóvenes estaban en las habitaciones traseras, sin considerar necesario participar en la recepción de las visitas. El conde salía al encuentro y acompañaba a la puerta a los visitantes e invitaba a todos a comer.

—Se lo agradezco muchísimo, querido o querida mía —llamaba a todos, sin excepciones
ma chère
o
mon cher
, sin aplicar ningún matiz, ya fueran personas de superior o inferior rango al suyo—, de mi parte y de la de mis queridas homenajeadas. No falte a la comida. Me ofendería usted, querido mío. Se lo pido de todo corazón en nombre de toda la familia, querida mía.

Estas palabras, con la misma expresión del rostro relleno, alegre y cuidadosamente afeitado, con el mismo apretón de manos y la repetición del corto saludo, se las decía a todo el mundo sin excepciones y sin cambios. Tras haber acompañado a la puerta a un invitado, el conde volvía con aquellos que aún estaban en la sala y acercando una butaca con aspecto de persona a la que le gusta vivir y que sabe bien hacerlo, separando las piernas con aire juvenil y poniendo las manos en las rodillas, hacía conjeturas sobre el tiempo dándose importancia, daba consejos sobre salud, a veces en ruso, a veces en un francés malísimo, pero muy presuntuoso y de nuevo con aspecto cansado, pero firme en el cumplimiento del deber, iba a acompañar a otro invitado, arreglándose los escasos cabellos grises sobre la calva y de nuevo le invitaba a comer. A veces, al volver del recibidor, atravesaba por la galería y la cocina hasta la gran sala de paredes de mármol y mirando a los camareros que portaban la plata y la porcelana y disponían la mesa con los manteles de lino, llamaba a Dmitri Vasílevich, noble que se ocupaba de todos sus asuntos, y le decía:

—Bueno, bueno, Mítenka, procura que todo quede bien. Sí, sí —decía mirando con placer a la enorme mesa abierta—. No te olvides del orden para servir los vinos; lo principal es el servicio. Eso es... —Y nuevamente se marchaba al salón, suspirando de satisfacción.

—¡María Lvovna Karáguina y su hija! —anunció con voz de bajo el corpulento criado de los condes, entrando por la puerta del salón.

La condesa reflexionó y tomó una pizca de rape de su tabaquera de oro adornada con el retrato de su marido.

—Me martirizan estas visitas —dijo—. Bueno, pero ya es la última. Es que esta es tan fácil de ofender. ¡Hágalas pasar! —le dijo al criado con tono triste como si le estuviera diciendo: «Remáteme».

Una dama alta, rellena y de porte altivo y su graciosa hija entraron en la sala con el ruido del roce de sus ropas.

—Querida condesa, cuánto tiempo... ella ha tenido que guardar cama, pobre criatura... en el baile de los Razumovski... y la condesa Apráxina... lo pasé muy bien.

Se escucharon animadas voces femeninas, interrumpiéndose las unas a las otras y fundiéndose con el ruido de las ropas y el arrastrar de las sillas. Se inició una conversación de esas que se emprenden solamente para en la primera pausa levantarse, con el ruido del roce de la ropa y decir: «¡Estoy encantada! La salud de mamá y la condesa Apráxina...» —y de nuevo el ruido de las ropas, pasar al vestíbulo, ponerse el abrigo de pieles o la capa y marcharse.

La conversación giraba sobre la noticia más importante del momento en la ciudad, la enfermedad del conocido acaudalado y gran belleza en los tiempos de Catalina la Grande, el anciano conde Bezújov y sobre su hijo natural Pierre, que se comportó de manera tan inconveniente en la velada en casa de Anna Pávlovna Scherer.

—De veras compadezco al pobre conde —dijo la visita—, ya tenía mala salud y ahora estos disgustos que le da su hijo. ¡Eso le matará!

—¿A qué se refiere? —preguntó la condesa, como si no supiera de lo que hablaban las visitas, a pesar de que ya había oído quince veces la causa del disgusto del conde Bezújov.

—¡He aquí la educación moderna! En el extranjero —continuó la visita—, se dejó a este joven a su libre albedrío y ahora se dice que ha cometido tales atrocidades en San Petersburgo que la policía lo ha expulsado de allí.

—¡Cuéntemelo! —dijo la condesa.

—Elige mal a sus amistades —intervino la princesa Anna Mijáilovna—. El hijo del príncipe Vasili, él y un tal Dólojov se comenta que han hecho Dios sabe qué. Y ambos han pagado por ello. A Dólojov le han degradado a soldado raso y el hijo de Bezújov ha sido enviado a Moscú. En lo tocante a Anatole Kuraguin el padre ha tapado el asunto de alguna manera. Sigue estando en el regimiento de la guardia real.

—¿Pero qué es lo que hicieron? —preguntó la condesa.

—Son unos verdaderos bandidos, sobre todo Dólojov —dijo la visita—. Es hijo de María Ivánovna Dólojova, una dama respetabilísima y ahí le tienen. Se pueden ustedes imaginar, los tres consiguieron en alguna parte un oso, se lo llevaron con ellos en el coche y fueron a casa de unas actrices. Se presentó la policía para calmarlos, cogieron a uno de los agentes y le ataron, espalda contra espalda, al oso y echaron al oso al Moika; el oso nadando con el policía encima suyo.

—Menudo aspecto el del policía, querida mía —exclamó el príncipe retorciéndose de risa, con un tono tan aprobador como si él, a pesar de sus años, no se negara a divertirse con tales distracciones.

—¡Oh! ¡Qué horror! ¿Qué encuentra en ello de divertido, conde?

Pero incluso las damas se rieron involuntariamente.

—Con esfuerzos lograron salvar al desgraciado —continuó la visita—. ¡Vaya una manera tan inteligente de divertirse tiene el hijo del príncipe Kiril Vladímirovich Bezújov! —añadió ella—. Y decían que era tan culto y tan educado. Miren dónde ha ido a parar toda esta educación en el extranjero. Espero que aquí nadie le reciba, a pesar de su fortuna. A mí quisieron presentármelo. Pero me negué rotundamente: tengo hijas.

—De todos modos es una broma muy buena, querida mía. ¡Bravo! —dijo el conde, sin reprimir la risa.

La visita le miró con gravedad y enfado.

—¡Ay! Mi querida María Lvovna —dijo él con su mala pronunciación francesa—. A la juventud hay que dejarla correr. ¡Es su derecho! —añadió él—. Su marido y yo no éramos santos. También cometimos nuestros pecadillos.

Y le guiñó el ojo a la visita, que no respondió.

—¿Por qué dice que ese joven es tan rico? —preguntó la condesa, apartándose de las mocitas, que en ese momento fingieron no escuchar.

—Si solo tiene hijos naturales. Me parece que también Pierre es hijo natural.

La visita hijo un gesto con la mano:

—Tiene veinte hijos naturales, según creo.

La condesa Anna Mijáilovna intervino en la conversación, deseosa de hacer gala de sus relaciones y conocimiento de todos los asuntos de la alta sociedad.

Other books

The Vagabonds by Nicholas DelBanco
Songs & Swords 1 by Cunningham, Elaine
13 Degrees of Separation by Hechtl, Chris
Dragon Stones by James V. Viscosi
Hide and Seek by Jamie Hill
Maddon's Rock by Hammond Innes
A Tale of Two Besties by Sophia Rossi
The Ancient One by T.A. Barron
The Ghost of Crutchfield Hall by Mary Downing Hahn