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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (10 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—Para saber decir eso… hay que tener vocación.

¡Bueno, la cosa estaba clara! Mateo reaccionó. Por lo demás no se trataba, en aquella primera entrevista, de volver al juego dialéctico. ¡La alegría de volver a ver a Ignacio era tan grande! ¿A qué empañarla con sentimientos y deseos ajenos a la pura amistad?

—Cambiando de tema, Ignacio… ¿Qué te parecería si organizáramos algo para celebrar nuestro regreso? El regreso de Marta, de Alfonso Estrada, de Jorge de Batlle, de Miguel Rosselló… El tuyo… ¡El regreso de los supervivientes!

—Me parecería muy bien. ¿Qué podríamos hacer?

—No sé… ¿Un baile, por ejemplo?

—¡Oh, estupendo! Has dado en el clavo. Nos lo hemos ganado a pulso, digo yo…

—Pues déjalo de mi cuenta.

Los dos muchachos continuaron hablando durante mucho rato, ahora sin tema fijo.

Ignacio se interesó por la salud de don Emilio Santos y Mateo dijo: «Está mal y sufre mucho; pero se curará». A su vez, Mateo se interesó, como quien no quiere la cosa, «por aquella preciosidad barcelonesa de los moñitos, que se llamaba Ana María o algo así» e Ignacio contestó, en tono tranquilo: «De vez en cuando me escribe una postal».

Ignacio se enteró de que mosén Alberto había sido designado miembro de la Comisión de Censura de películas.

—¿Te imaginas? —comentó Mateo—. Años estudiando Teología, para terminar dedicando las tardes a medir escotes y la
Curación de los besos
de Myrna Loy.

En medio de ese pim-pam-pum, que les servía para expansionarse, sonó el teléfono.

Mateo, en honor de Ignacio, se abstuvo de descolgar. «Ya llamarán más tarde», dijo.

Ignacio aprovechó aquella interrupción para preguntarle a su amigo:

—Oye… ¿Tienes idea de cuál será mi trabajo en la Jefatura de Fronteras?

Mateo negó con la cabeza.

—No sé, chico. Lo único que puedo decirte es que estarás a las órdenes del camarada Dávila y que tendrás que hacer muchos viajes a Figueras y alguno, tal vez, a Francia, a Perpignan.

—¿A Perpignan?

—Sí. Los exilados dan mucho que hacer.

Ignacio se quedó estupefacto. Y al momento recordó a Julio García, a Antonio Casal, a tantos y a tantos.

—Otra cosa —añadió—. Pensaba presentarme mañana. ¿Por qué no me acompañas?

—No hay inconveniente. Te vienes aquí a mediodía y subimos juntos al Gobierno Civil.

—De acuerdo.

Dicho esto, Ignacio se levantó. También Mateo. Al encontrarse de pie, frente a frente, se abrazaron de nuevo, sin que esta vez la medalla de Mateo les jugara una mala pasada.

—Ignacio, me ha rejuvenecido verte…

—Lo mismo digo.

Echaron a andar hacia la puerta. Ignacio vio, en un rincón, una de las dos famosas armaduras, patrimonio de la familia de don Jorge de Batlle. El
Responsable
la había obligado a levantar el puño; ahora extendía el brazo…

—¿Quién es? —preguntó Ignacio jocosamente—. ¿Mussolini?

Mateo replicó:

—¡No digas majaderías! Es el obispo, el doctor Gregorio Lascasas.

—¡Ahí ¿sí? ¿Y qué hace ahí?

—Vigilarme…

Ignacio soltó una carcajada.

Al cruzar el umbral del despacho, el «flecha», quieto allí como un poste, levantó también el brazo para saludar. Ignacio le dijo:

—Gracias, majo.

Empezó a bajar la escalera y Mateo, desde lo alto, gritó:

—¡Me has hecho polvo con lo de la orquídea!

Ignacio le contestó:

—¡No es para menos!

El almuerzo en el piso de la Rambla fue feliz, con la mantelería de las grandes solemnidades. Ignacio contó a los suyos que había visto a Marta y a toda su familia y también a Mateo. «Nada, tan amigos como antes». También les comunicó que a lo mejor, sirviendo en Fronteras, tendría que hacer algún viaje a Perpignan. Matías, al oír esto, se secó los labios con su blanca servilleta y comentó: «Si te encuentras por allí al primo José, dale recuerdos…»

Terminado el almuerzo, Ignacio se retiró a su cuarto —¡qué delicia reencontrar el colchón de lana!— y se ofreció una larga siesta. Una siesta como las de antaño en verano: completamente desnudo y con las piernas separadas.

Despertó tardísimo, a las cinco. En el comedor, Carmen Elgazu planchaba, accionando con soltura sus vigorosas muñecas. ¡La radio alemana funcionaba!

Retransmitía tangos de Carlos Gardel. «¿Qué ha ocurrido?». «Nada, hijo. Que tu padre las sabe todas». Ignacio se acercó a su madre y la besó. Él dijo: «Me gustan los tangos, no lo puedo remediar».

—Adiós, madre, me voy al Banco Arús.

—¡Huy, que tengas suerte!

El muchacho salió a la calle. Su expectación era intensa, porque del cobro de sus haberes dependía la compra del nicho para César… y acaso la posibilidad de efectuar alguna mejora en el amueblado del piso.

En el trayecto se preguntó «quién encontraría allí», dado que el director, con su eterna pipa en los labios, que describía triángulos masónicos de humo en el aire, se habría largado sin duda a Francia y el subdirector —¡cuánto se acordaba de él, tan idealista y tan calvo!— había caído asesinado los primeros días de la guerra.

Pronto salió de dudas. Apenas empujada la puerta de aquel húmedo local en el que ingresó de botones y en el que por primera vez oyó a alguien mofarse del Espíritu Santo y hablar de preservativos, dos sombras, una muy alta, la otra muy rubia, se levantaron, dudando entre cuadrarse o inclinar la cabeza hasta el suelo. Eran la Torre de Babel y Padrosa, que lo reconocieron en el acto. Ignacio tuvo la certeza de que, de haberse presentado, realmente sus ex compañeros de trabajo, aquellos que tantas veces lo habían enviado con sañudo placer a comprar periódicos que cantasen las alabanzas de Durruti, se habrían cuadrado militarmente.

—¡Ignacio, chico…!

Ignacio facilitó las cosas. Y al notar que sentía por el Banco Arús, pese a todo lo ocurrido, como un lazo afectivo, recordó unas palabras de la madre de Marta: «Los malos recuerdos son también recuerdos, ¿no es así?».

Ignacio pasó al interior de la oficina y estrechó con efusión la mano de la Torre de Babel, al que agradeció que en Abastos tratara afablemente a Pilar, y felicitó a Padrosa por haber salido indemne de la guerra. «Es lo más que se puede pedir».

—¡Nosotros tenemos que estarte agradecido! Es decir, a ti y a tu padre.

—¿Por el aval?

—Claro…

—¡Bah!

—¿Cómo que bah? ¿Crees que eso se olvida?

Ignacio jugaba, un poco fácilmente, a gran señor. Echó una mirada en torno. La mesa del subdirector estaba vacía, pero con el mismo cenicero repleto de clips y de plumillas; en cambio, en las otras mesas había empleados nuevos, muy jóvenes, que lo miraban con suma curiosidad.

Ignacio miró a caja. Vio allí a un señor desconocido, enclenque y serio, que contaba billetes.

—¿Dónde está Reyes? —preguntó.

Se produjo un silencio. La Torre de Babel, que parecía más alto que nunca, carraspeó:

—Está… en la cárcel —dijo con su característico tartamudeo.

—¿Cómo? —preguntó Ignacio, sorprendido—. Mi padre lo avaló también, ¿no es cierto?

—Eso fue lo malo —explicó Padrosa—. Contando con el aval salió a la calle y lo pescaron en el acto. Y a su mujer también. La Torre de Babel añadió:

—Su hijo, Félix, vino a vernos. Pero ¿qué íbamos a hacer? —El empleado abrió los brazos en ademán de impotencia—. Le aconsejamos que se presentara en Auxilio Social.

Ignacio parpadeó varias veces.

—¿El cajero tenía un hijo?

Padrosa intervino.

—Es raro que no te acuerdes. Félix, hombre… Un crío extraño, que tenía la manía de dibujar…

Ignacio no se acordaba. Volvió a mirar a caja, desde donde, al principio de la guerra, el bueno de Reyes le echaba siempre algún pitillo en señal de buena voluntad.

Se produjo un nuevo silencio. Ignacio se volvió hacia sus dos ex compañeros de trabajo y leyó en sus ojos algo muy distinto de lo que por la mañana había leído en los ojos de Mateo: estaban a la defensiva. Sobre todo la Torre de Babel era evidente que debía controlarse con dolor, que la derrota le pesaba en los hombros como si fuera un bloque de mármol.

Le ganó una súbita curiosidad por asomarse a aquella zona mental que vivía recluida. Dulcificó el tono; y en el fondo, lo hizo con sinceridad.

—¿La cárcel —preguntó— sigue estando en el Seminario? La Torre de Babel hizo un gesto que indicaba: «¡Este chaval vive en el limbo!».

—Claro —dijo—. ¿Dónde va a estar?

Ignacio prosiguió:

—¿Cuántos detenidos calculáis que habrá ahora allí dentro?

La Torre de Babel hizo un gesto entre tímido y sarcástico.

—Cualquiera sabe… Muchos… —Luego añadió—: Continuamente traen gente de los pueblos…

Padrosa completó el informe.

—En la antigua cárcel están las mujeres. Allí habrá… unas quinientas.

Ignacio se dio cuenta de que el giro que había tomado el diálogo lo fastidiaba y empezó, lentamente, a dar una vuelta por la oficina. Sin saber cómo se encontró en el despacho interior que ocupara Cosme Vila. Todavía estaba allí la máquina de escribir que éste usaba y la mesa en cuyo cajón el jefe comunista ocultaba
El Capital
, de Marx.

Ello le bastó para inmunizarse contra cualquier sentimentalismo. Volvió sobre sus pasos y vio que la Torre de Babel había modificado asimismo su expresión. Estaba sonriendo. O eso parecía.

—Todo igual que antes, ¿verdad?

—Sí, todo igual…

—¿Te acuerdas de la demanda que redactaste un día protestando contra las horas extraordinarias?

—¡Claro! Y también me acuerdo de que ninguno de vosotros se atrevió a firmarla.

La Torre de Babel encogió los hombros.

—Teníamos novia, compréndelo… Tú eras un crío.

—Y que lo digas. El botones…

Se rieron y recordaron otras anécdotas de aquellos tiempos.

—No hacíais más que contar chistes verdes, llamarme señorito de Madrid y hablar del gol que Alcántara metió en Burdeos.

—¡Qué quieres! La rutina…

En aquel momento entró un cliente y Padrosa se acercó a la ventanilla para atenderlo. La Torre de Babel, entonces, aprovechó la circunstancia para llevarse a Ignacio a un rincón y decirle:

—Ignacio, perdona que te moleste, pero…

El tono de voz de la Torre de Babel y su tartamudeo eran tales que Ignacio le miró a los ojos.

—¿Ocurre algo?

—Verás… No sé cómo explicarte… Yo también tengo miedo.

—¿Miedo?

—Sí. Miedo a que me detengan.

Ignacio arrugó el entrecejo. Parecía que estaba en un confesonario.

—¿Te da miedo «alguien» concretamente?

—Claro… Como a todos… La brigadilla Diéguez…

Ignacio no había oído hablar nunca de esa brigadilla.

—No sé a qué te refieres.

La Torre de Babel, evidentemente incómodo, le explicó:

—Es una brigadilla especial de policía, que llegó de Barcelona… Son… ¡bueno! Quiero decir que no se les escapa nada.

Ignacio comprendió.

—Escucha una cosa. Aparte de ser de la UGT… y proponer que nos fuéramos todos voluntarios al frente, ¿te metiste en algún lío?

—Nada. ¡Nunca! Eso del frente fue lo único. Te lo juro.

Ignacio asintió, meditabundo. Por fin dijo:

—¡Bien, no sé qué decirte! Pero si ocurre algo, ya sabes dónde estoy.

—Gracias, Ignacio.

Padrosa regresó. Ignacio les preguntó entonces por el nuevo director.

—Necesito verlo. ¿Quién es?

—Lo han mandado de la Central. Se llama Gaspar Ley.

Al oír este nombre, Ignacio parpadeó otra vez con el mayor asombro.

—¿Cómo has dicho?

—Gaspar… Ley —repitió la Torre de Babel—. ¿Es que lo conoces?

Ignacio se mostró dubitativo.

—Personalmente, no. Pero he oído hablar de él…

Padrosa se ofreció, en tono servicial.

—Si quieres, le digo que estás aquí.

—Sí, por favor…

¡Gaspar Ley! No podía ser otro… El dueño —durante la guerra «el responsable»— del Frontón Chiqui. El íntimo amigo del padre de Ana María, casado con Charo, en cuya casa Ana María se refugió.

Ignacio preguntó:

—¿Qué tiempo lleva aquí?

—Escasamente un mes.

Minutos después Ignacio penetró en aquel oscuro despacho, que tan familiar le fue.

Pensó que desde su marcha nadie habría vuelto a quitarle el polvo.

El flamante director le esperaba ya de pie, la cara sonriente.

—Gaspar Ley, para servirte… —dijo ofreciéndole la mano—. Realmente… es una coincidencia, ¿verdad?

Ignacio le correspondió con la mayor cordialidad, pues sabía por Ana María que aquel hombre y Charo, su mujer, la trataron como a una hija e hicieron todo lo inimaginable para sacar de la Cárcel Modelo al padre de la muchacha, arriesgando mucho.

Gaspar Ley cerró la puerta del despacho, al tiempo que decía:

—¡Lo que son las cosas! Barcelona no me sentaba bien y encontré esta salida… ¿No quieres sentarte?

—Gracias.

Ignacio se sentó. Y su interlocutor pasó a ocupar su sillón. Intentando ver claro, Ignacio le preguntó:

—Pero… ¿usted se había dedicado antes a la Banca?

—¡Sí! Muchos años… Ésa ha sido mi suerte. El padre de Ana María… ha podido lanzarme este cable.

La situación era transparente e Ignacio se alegró. Por otra parte, Gaspar Ley tenía buena facha. Pelo blanco, pero se le veía joven y respiraba lealtad. Llevaba para la sordera un aparato que al menor movimiento del cordón parecía gruñir. Incluso ese detalle le cayó simpático a Ignacio.

—¿Y Charo, su mujer?

—Charo se ha quedado en Barcelona, custodiando el piso. Porque, naturalmente, esto para mí es provisional.

Hablaron de Ana María. A Gaspar se le hacía la boca agua refiriéndose a la muchacha. «Es un encanto. Mi mujer la enseñaba a cocinar; pero ella, en cuanto nos descuidábamos, pegaba la oreja a la radio para escuchar a Queipo de Llano». También hablaron del padre de Ana María, que se llamaba Rosendo Sarró, pero que era ahora «don Rosendo».

—¿Por qué «don» Rosendo…?

—¡Porque es hombre importante! —contestó Gaspar Ley, cuyo aparato, incrustado en el oído, resonó escandalosamente.

—¿Así que… no salió malparado de la Modelo?

—Se recuperó en seguida. Y huele los negocios. ¡Algo tremendo! —añadió Gaspar Ley, con decidida admiración.

A Ignacio le complació el sentimiento de gratitud que demostraba aquel hombre, que daba la impresión de activo y eficiente. Tan eficiente, que a sabiendas de que el muchacho de un momento a otro se presentaría en el Banco a reclamar los atrasos —norma establecida para todos los ex combatientes— había preparado ya la cuenta.

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