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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (30 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—Doctor Chaos, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Claro que sí…

—¿Qué profesión tenía su padre?

—Pues… era cirujano.

—¿Y su abuelo?

—También cirujano.

«La Voz de Alerta» sonrió.

—Ahí está. En usted hay casta. No necesita de la genialidad…

La intervención era sutil. El doctor Chaos, al pronto, no supo que contestar. Pero en seguida se animó, pues no era cosa, en aquel viaje, de descender al terreno personal. De modo que olvidó el irónico inciso del alcalde y formuló también su declaración. El doctor Chaos iba sentado en la parte delantera del coche, junto al camarada Rosselló, pero podía dirigirse a sus acompañantes a través del espejo retrovisor.

Su declaración tuvo, naturalmente, un enfoque distinto al de sus predecesores. En primer lugar, su adhesión al totalitarismo arrancaba de su fe en la juventud. Las democracias estaban en manos de gente de edad avanzada; en cambio, los regímenes totalitarios se nutrían de sangre joven. Era un problema, por así decirlo, hormonal. Ahí estaba el conde Ciano, que no llegaba a los cuarenta años y tenía una influencia decisiva en el ámbito de la gran política. Por eso él iba camino de Barcelona, porque quería rendir homenaje a un hombre bajito de estatura, como antes dijo, pero lleno, era preciso reconocerlo, de poder y de ambición. Y en segundo lugar, los totalitarismos tenían fe en lo mismo que él la tenía: en la ciencia, en la técnica y en la especialización… No se cansaría de hacer hincapié en ello, aun a riesgo de escandalizar a muchos. La Alemania del III Reich —él pudo comprobarlo en la zona «nacional», en su contacto con médicos alemanes— era partidaria del trabajo de equipo. En el fondo se trataba de la lógica aceptación del hecho de que cuatro ojos veían más que dos. Confiar el progreso a la intuición de un Newton viendo caer una manzana era absurdo. Hacían falta enormes laboratorios, donde escuadras de hombres estudiosos investigaran en común.

El trueque era sensacional y probablemente la mayor conquista de la nueva concepción de la política a que había aludido el Gobernador. El hombre aislado era un ser limitado. Un cirujano no podía efectuar toda suerte de operaciones. Gracias a la nueva orientación, podían preverse descubrimientos en cadena que asombrarían al mundo. Los microscopios eran más eficaces que las novenas a San Antonio. Por eso era él partidario de la selección racial. Sí, lo importante de Hitler no era que disminuyese en su territorio el índice de criminalidad; era que estuviera creando una raza sana, capaz de vivir muchos años. La moraleja de todo ello era clara: el día en que el alcalde de Gerona, amante del Renacimiento, se dedicase otra vez a arrancar muelas cariadas, sería más eficaz que si continuaba haciendo donativos al Asilo Municipal. Una ciudad necesitaba más un buen alcantarillado y un matadero moderno que curvas de emotividad. Los estados totalitarios pisaban firme porque no perdían el tiempo ni cantando salmos ni recitando el libro de Job. La vida era materia y era a la materia a la que había que arrancarle sus secretos. Todo lo demás era brujería, folletín… y esclavitud.

—Profesor Civil, ¿puede decirme cuál era la profesión de su padre?

El profesor, que no había perdido una sílaba, contestó con voz firme, que contrastaba con su figura, sentada humildemente a la derecha del Gobernador:

—Era maestro de escuela.;

—¿Y su abuelo?

—Campesino.

—Ya… —El doctor Chaos añadió, dirigiéndose a todos—: Señores, mi turno ha terminado.

La atmósfera en el coche era densa. En realidad, la intervención del cirujano había impresionado a todos. Sin embargo, ¡hablaba con tanta frialdad! ¿De verdad el cálculo podía sustituir al sentimiento? ¿Por qué, pues, el doctor le daba terrones de azúcar a su perro, Goering?

Por un momento Miguel Rosselló pareció dispuesto a decir algo; pero se le anticipó el Gobernador. El Gobernador se dio cuenta de que faltaba escuchar allí una opinión: la del profesor Civil, hijo de maestro de escuela y nieto de campesino. Era de prever que sería el único disidente. ¿Por qué no darle una oportunidad, aprovechando que el comisario Diéguez no viajaba con ellos?

El camarada Dávila hizo la invitación en regla y el profesor Civil, mirando por encima de sus gafas como si buscara algo perdido —acaso el sentido moderador—, entró gustoso en el juego, no sin antes acariciarse la blanca cabellera; aquella cabellera que en la cárcel le valió ser tomado por sacerdote, hasta el extremo de tener que escuchar en confesión a muchos compañeros suyos detenidos…

El profesor Civil, de formación clásica, construyó metódicamente su breve disertación. Lamentaba no participar del entusiasmo de la concurrencia. Era persona chapada a la antigua —era más viejo que Ciano— y contra eso no podía luchar. «El doctor Chaos ha sido lapidario en este aspecto y supongo que a ello se debe que no me hayan nombrado embajador, sino simplemente delegado de Auxilio Social».

Desde la perspectiva de sus años, que habían visto y sufrido los pañuelos rojos, los extraños casquetes de los milicianos y los cantos al amor libre, no podía menos de aceptar el planteamiento de que había que imprimir un nuevo rumbo a la sociedad.

Ahora bien, ¿qué rumbo? ¿Politizar la cultura, como propugnaba el Gobernador? ¿Levantar estadios de mármol como hacía Mussolini? ¿Lanzarse por las carreteras a ciento ochenta quilómetros a la hora, hazaña que encandilaba a Miguel Rosselló? ¿Deificar la ciencia y la técnica, aceptando la premisa de que la vida era exclusivamente materia?

Algo en su interior se resistía a doblar la rodilla ante los Moisés que bajaban del monte con este tipo de Decálogo. La cultura dirigida entrañaba muchos peligros; entre otros, el de que, en un momento determinado, personas como Einstein emigraban al extranjero. La cultura dirigida acabaría poniéndose al servicio del Estado y no del hombre; y eso era grave, a su entender. El ejemplo más vivo era Rusia —nación también totalitaria—, cuyos dirigentes preferían fabricar ingenieros y no criaturas humanas con toda su complejidad. Claro que la masa era ignorante e incapaz por tanto de gobernarse a sí misma; pero tenía corazón, y el corazón era una realidad tan objetiva como el microscopio, como la Aritmética y como el lugar que ocupaba el Ganges. Por otro lado, extirpar de los cerebros, a base de laboratorios y de trabajo de equipo, los salmos y las curvas de la emoción, y llenarlos luego de máquinas y de fórmulas, era quimérico y arriesgado y, en definitiva, sustituir un dios débil, pero consolador, por otro dios cuadriculado pero triste.

Él era humanista, siempre lo fue. Creía en los goces pequeños y humildes. Se sentía más a gusto en el barrio antiguo de Gerona, sobre todo de noche, que rodeado de altas chimeneas, aunque el sol rebotara en ellas. En su casa no tenia siquiera teléfono Y no se decidió a comprarle a su mujer una plancha eléctrica hasta tanto no se convenció de que el artefacto no hacía el menor ruido. ¡Todo ello era risible! Aceptado. Ahora bien, ¿y la posibilidad de sentarse en una butaca y ver mecerse la hierba? ¿Tendrían tiempo los ingenieros que centraran su ilusión en el progreso de sentarse en una butaca y de ver mecerse la hierba? ¿Y el espíritu, no existía el espíritu?

Cristo habló de la mansedumbre, lo que no le impidió realizar milagros más espectaculares que los de los médicos alemanes en la zona «nacional». Mantener el orden público… ¡De acuerdo! ¡Que el general Sánchez Bravo viviera muchos años!

Pero colocar un policía al lado de cada alma era una agresión; una agresión, y un despilfarro para el Ministerio de Hacienda… Inculcarle una fe al pueblo… ¡Santa consigna! Pero una fe en algo que fuese perdurable; por ejemplo, en la Revelación y en la tranquilidad de conciencia. ¿Podría estar tranquilo de conciencia quien eliminara a los débiles, en nombre de una raza mejor? La tierra no sería nunca un paraíso. Mientras hubiera un hombre existiría el dolor. Por ello él se tenía por mucho más realista que el científico doctor Chaos, cuyo propósito, al parecer, era desterrar el amor y descubrir la anestesia universal. En su opinión, podía crearse una sociedad teóricamente perfecta pero cuyos individuos se sintieran terriblemente esclavizados. Y es que, por debajo de las planificaciones, existía la intimidad, es decir, lo insobornable. Por su parte, nunca había podido olvidar un proverbio árabe que leyó en la escuela, y que decía: «El gallo ha de cantar, pero la mañana es de Dios».

En el vehículo se produjo un gran silencio. Del profesor Civil emanaba un halo de nobleza al que resultaba imposible sustraerse; debía de ser también un problema hormonal. Su mirada había ido posándose en cada uno de los presentes y, a veces, en el vacío. Parecía dispuesto a no añadir nada más. Oyóse el runrunear del automóvil que Miguel Rosselló conducía ensimismado, pero con pericia. El Gobernador fue el primero en reaccionar. Respiró hondamente. Y convencido de que el profesor Civil se había guardado todavía alguna carta —tal vez la más importante—, lo invitó con insistencia a continuar.

—Siga, siga, profesor… ¡Le juro que le escuchamos con mucha atención! Por supuesto, es usted un hombre chapado a la antigua, pero…

El profesor Civil dudó unos segundos, pero por fin se decidió.

—Continuaré con mucho gusto —dijo—. Porque lo cierto es que no me quedaría tranquilo sin tocar un punto que me parece decisivo y al que ninguno de ustedes ha hecho mención.

—¿A qué se refiere?

—A ese espíritu competitivo de Alemania e Italia… A ese ritmo con que, según ustedes, avanzan ambos países… A ese querer ser los primeros en todo, y producir más, y más… ¿No contiene en sí esta actitud, un peligro más grave, más concreto aún, que todos los que he apuntado?

—¿Qué peligro? —preguntó el Gobernador.

—El de conducirnos a una guerra… europea o mundial.

Tal afirmación, que coincidía con la que en el Café Nacional había hecho Galindo, funcionario de Obras Públicas, provocó estupor unánime y disipó como por encanto la aureola que el profesor se había ganado a pulso. El único que semicerró los ojos en actitud reflexiva fue «La Voz de Alerta». Los demás acosaron al profesor.

—¿Cómo? ¿Qué dice usted?

El profesor demostró, en este asunto, estar bien informado. El tono de su voz cambió. Ya no era un moralista; era un historiador. Apoyóse en datos. Pasó revista a las últimas anexiones efectuadas por los dos países —el Sarre, Austria, Checoslovaquia, etcétera— y acabó afirmando que era obvio que Hitler y Mussolini se habían fijado unos objetivos y que no retrocederían ante nada. Citó una frase de Hitler que figuraba en el libro de éste,
Mi Lucha
: «El arado se convertirá en espada». Y otra de Mussolini: «La violencia es útil, caballeresca y necesaria». Sí, algo fatal e irreversible parecía empujar a esos dos hombres a la guerra, lo cual, en el fondo, para quien creyera —como el doctor Chaos— en la psicología profunda, no era de extrañar. Mussolini, ya de niño, andaba a pedradas con sus condiscípulos y perseguía a los mochuelos. Y en cuanto a Hitler, no había más que verle los ojos en cualquier fotografía de las que publicaba la revista «Signal»…

El camarada Rosselló había vuelto a su mutismo. En cambio, el Gobernador reaccionó con firmeza. Manifestó de nuevo su respeto por cuanto el profesor Civil habló con anterioridad; pero su última tesis le resultaba intolerable, probablemente porque no se trataba de una opinión personal sino de un
slogan
difundido por una organización ducha en estos menesteres: la BBC, de Londres. Slogan, por lo tanto, calumnioso y de mala fe.

No, no era cierto que Alemania e Italia quisieran la guerra. Decir eso era pegar un golpe bajo. Simplemente los dos países estaban cansados de la humillación que suponía el Tratado de Versalles, buscaban materias primas para su expansión y, sobre todo, producían y se armaban para defenderse del comunismo, puesto que las democracias coqueteaban con él. Eso era todo. De modo que Hitler con sus espadas y Mussolini con su odio a los mochuelos —la alusión había sido de campeonato— lo que pretendían era simplemente evitar que Stalin se sintiera el amo y en consecuencia se plantara, en el plazo de dos años, en Berlín, en Roma… y en el piso del propio profesor Civil. «¡Oh, sí, profesor, esto es lo que le sucedería a usted! Los rusos se meterían en su casa… sin advertirle de antemano, puesto que según dijo no tiene usted teléfono».

El profesor Civil abrió los brazos como diciendo helas! Y se limitó a responder que lo único que deseaba era equivocarse en su propósito.

Probablemente, la tensión que efectivamente reinaba en el coche se hubiera prolongado ya hasta Barcelona, a no ser porque el doctor Chaos, repentinamente cansado de tanta polémica, Propuso abandonar el tema y contemplar, ya que no la hierba, por lo menos el mar…

Costó cierto esfuerzo aceptar la propuesta, adecuar el ánimo; pero al fin se consiguió. Y es que, en verdad, el mar que se extendía a la izquierda del coche era hermoso. Todos se dieron cuenta de ello al prestarle la atención debida. Era un mar ancho y azul, por el que surcaban bergantines invisibles y palabras de concordia. No muy lejos había algunas barcas, barcas tranquilas, de línea latina, ajenas a la deificación de los Estados y al bloqueo de los pensamientos del pueblo. Algunos nidos de ametralladoras emplazados en las playas recordaban la contienda pasada; sin duda su interior estaba lleno de excrementos, con algún que otro corazón grabado en la pared y algún qué otro ¡Muera!…

¡GIBRALTAR PARA ESPAÑA! ¡VIVA EL CONDE CIANO!

¡Campanas repuestas en la torre de la iglesia de Mongat, en las iglesias de Badalona!

«La Voz de Alerta» intervino de pronto y sus palabras resonaron como un disparo, sobre todo, ¡otra vez!, en el cerebro del doctor Chaos.

—Doctor Chaos… —dijo—. Al margen de las teorías del profesor Civil, ¿no le parece excesivo el culto que, sobre todo los alemanes, rinden a la Virilidad, a lo masculino?

El doctor Chaos, ¡por fin!, hizo sonar sus dedos:
crac-crac
. Miró a «La Voz de Alerta». Pero éste le sostuvo la mirada sin quitarse como otras veces las gafas para limpiar con la gamuza los cristales.

* * *

Paralelamente a la carretera, avanzaban hacia Barcelona los dos trenes especiales que se habían formado en Gerona para trasladar a la «enfervorizada masa» que quería presenciar la llegada del conde Ciano. El viaje era agotador. Las locomotoras debían de tener también sus ideas y parecían resistirse a cumplir con su cometido. Por otra parte, las traviesas de la vía no ofrecían ninguna seguridad y los maquinistas daban bruscos frenazos. ¡Y a cada estación subía más gente con insignias patrióticas en la solapa!

BOOK: Ha estallado la paz
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