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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (73 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Naturalmente, la familia perdió la respiración. El disgusto fue mucho más grave que el que les ocasionara Mateo, puesto que en este caso se trataba de una rotura definitiva.

Matías le soltó a su hijo una filípica de categoría, lo mismo que Carmen Elgazu. Ellos querían a Marta, la querían desde hacía años y consideraban inadmisible despachar por las buenas un compromiso que afectaba a la muchacha de modo tan absoluto. «Pero ¿qué te has creído, Ignacio? Eso es muy serio. Un compromiso así es sagrado. ¡Claro, ahora comprendemos por qué Marta se estaba quedando en los puros huesos!».

Evocaron incluso la entrañable figura del comandante Martínez de Soria. «¡Debes replantearte el asunto! Marta te quiere de veras. ¿Qué te ha hecho, di? ¿No quería acompañarte a Barcelona cuando los exámenes…?».

Pilar reaccionó de manera más brutal. Estuvo en un tris de pegarle a su hermano una bofetada. «Ha ocurrido lo que me temía. ¡Dios mío, por qué no avisé a Marta a tiempo?». Llamó a Ignacio «monstruo de egoísmo» y lo abochornó delante de todos comunicándoles que el muy canalla maduraba ese proyecto desde muy atrás, puesto que nunca había dejado de escribirle cartas cariñosas a una monada de Barcelona que se llamaba Ana María.

—Una monada… de la buena sociedad ¿comprendéis? El chico tiene aspiraciones. ¡No faltaría más!

Ignacio aguantó el chubasco como pudo y su única defensa consistió en escudarse en la orden recibida por Mateo. No, él no quería exponerse a chascos de este calibre.

Dirigiéndose a Pilar concluyó:

—Y lo que te deseo, hermana, es que tu fanático Romeo no te obligue a aplazar la boda cinco veces más… Hasta que Alemania haya ganado. O hasta que España vuelva a ser un Imperio.

Mateo se fue a la magna concentración de San Sebastián, lo que lo obligó además a posponer de nuevo, esta vez para junio, examinarse en la Universidad del último curso de la carrera. Y le ocurrió que, pese a su buena voluntad, en San Sebastián, al encontrarse con sus antiguos camaradas y al conocer a los otros que habían acudido a la reunión, olvidó el asunto de la boda como se deshace un terrón de azúcar. En la capital donostiarra vivió tres semanas intensísimas de yugos, flechas y camisas azules. Por descontado, en las agotadoras sesiones se habló efectivamente de la guerra —había pasado el buen tiempo sin que el presunto desembarco en Inglaterra se hubiera producido— y la opinión general, aunque no unánime, era que España tenía la obligación de ayudar al Eje en forma militante. Mateo, excitado por el ambiente, se manifestó en favor. Sin embargo, la realidad era que los allí reunidos no eran quiénes para decidir tamaña cuestión. En última instancia, y fuera cual fuere el acuerdo tomado, Franco y sus generales se arrogarían el derecho, lo que sumió a los jerarcas falangistas en la mayor perplejidad.

Una vez clausurado el albergue veraniego, Marta regresó a Gerona. Su estado de ánimo era mucho peor que el de Pilar. Subió a su casa y se echó en brazos de su madre, llorando hasta agotarse. Tenía la impresión de que no podría resistir semejante sufrimiento. Su hermano, José Luis Martínez de Soria, no cesaba de repetir la frase de Pilar: «¡Es un canalla!». En un momento dado parecía dispuesto a ir a entendérselas con Ignacio; pero Marta hizo un tal ademán de impotencia que desistió.

La madre de la muchacha carecía de fuerza moral para levantar el ánimo de su hija, habida cuenta de que, roto el compromiso de ésta con Ignacio, vio cernerse sobre aquella casa el fantasma de la soledad. ¡Ah, claro, José Luis se casaría un día u otro con María Victoria, quien se había negado rotundamente a dejar la capital de España para residir en Gerona! Cuando esto ocurriera ¿qué las uniría a ellas a la ciudad? Sólo los recuerdos, la Dehesa y el río; y el cadáver del comandante Martínez de Soria, que yacía en el cementerio.

Marta procuró desahogarse con sus amigas, pero ninguna de ellas podía tampoco hacer nada. Pilar, que era como siempre su mejor confidente, acabó revelándole la existencia de Ana María, con lo que Marta conoció además la irritación y los celos.

«¿Qué tendrá esa chica? ¿Cómo es? ¿La conoces tú? ¡Dios mío, qué horror…!».

Por su parte, Esther… fingió. Simuló ignorar la noticia, siendo así que Ignacio había ido a pedirle consejo. «Lo lamento, Marta. Lo lamento en el alma. Me hago cargo de lo que esto significa para ti». Y en cuanto a María del Mar, intentó animarla desde otro ángulo. «El tiempo lo borra todo, Marta… Yo también había querido a otro hombre… Es posible que Ignacio tenga razón y que vuestra boda hubiera sido un fracaso. Ya sé que es fácil decir eso. Pero distráete lo más que puedas y ven a verme cuando te apetezca. Entrégate más que nunca a la Sección Femenina… Y a esperar».

Esperar era una palabra fatídica. Sobre todo teniendo en cuenta que Gerona era una pequeña ciudad, por lo que Marta se encontraría a menudo con Ignacio por la calle, o en el lugar más impensado. ¿Cómo reaccionaría al verle? ¿Qué hacer? La revelación de Pilar la había anonadado: «Ana María, Ana María…» Y no se apartaba de su mente el sonsonete de José Luis: «¡Es un canalla!».

Por más que, ¿era Ignacio un canalla? ¿No habría fallado ella? Marta se miró al espejo y se vio terriblemente desmejorada.

La religión le fue, sin duda, de gran utilidad. Marta hizo con mosén Falcó una confesión general y luego comulgó fervorosamente, pidiéndole a Dios fuerzas para no cometer un disparate, pues habían cruzado por su mente extraños pensamientos. Chelo Rosselló, que seguía sin moverse de la consulta del doctor Andújar, escoltando a Jorge de Batlle, le dijo: «Por favor, Marta, domínate. No vayas a caer en el pozo en que ha caído Jorge…»

Nada que hacer. Marta no consiguió siquiera guardar las apariencias. ¡No lo consiguió ni tan sólo en su despacho de la Sección Femenina! Y era lo peor que por aquellos días llegaban en cadena órdenes de Madrid, redactadas con la habitual objetividad. Entre otras cosas le pedían también su opinión sobre los deberes de la Falange con respecto a la guerra. ¿La guerra? ¿Dónde había guerra? ¿Y qué podía importar su opinión? Por si fuera poco, al Mando Nacional le dio por enviar circulares referentes a la maternidad… De repente, en Madrid este problema pasó a primer término. Para empezar, debía organizar para el 8 de diciembre —¡el día de la boda de Mateo y Pilar!— grandes festejos. Debía llenar
Amanecer
de
slogans
dedicados a preparar ese día, uno de los cuales diría: «Lo más sagrado, después de Dios y de la Patria, es la madre. Ella te dio la bienaventuranza de nacer en España. Honra a tu madre, haciéndole un pequeño obsequio en ese día, por pequeño que sea».

¿Quién habría lanzado en Madrid semejante consigna? ¿María Victoria tal vez…?

Sí, claro. María Victoria, novia de José Luis… María Victoria, simpática y exuberante, quien sin duda le hubiera dicho a Marta, simplemente: «¡Qué quieres chica! Los hombres son así…»

Marta no podría subir ya nunca más al piso de la Rambla. Su camisa azul se encogió. Se movía como una autómata y cuando la comadrona Rosario, regidora de la Sección de Puericultura, la informaba de que en España morían de parto anualmente 3.800 madres, ella no acertaba a echarse a llorar. Y cuando Gracia Andújar le daba cuenta de los avances que conseguía en la Sección de Danzas, Marta movía la cabeza como si le hablaran de una lejana galaxia. «¿Danzas…? Pero ¿es que había en el mundo quien se dedicaba a bailar?».

La muchacha se pasaba horas y horas en su cuarto. ¡Qué extraño se le aparecía el botiquín, con las iniciales C.A.F.E. con que salió por Gerona el día del Alzamiento!

Cuan preñados de sentido se le antojaban todos los objetos que Ignacio le había devuelto: la placa de abogado que ella le regaló; el reloj de esfera azul; ¡la piedra del Alcázar de Toledo que le trajo cuando su viaje a Madrid! Esta piedra fue un error. Las piedras eran siempre un error.

Sus únicos consuelos eran, pues, la religión y el afecto de su madre y de Pilar. Su reto constante, el balcón del despacho de Manolo Fontana en que Ignacio trabajaba.

¡Manolo Fontana! Con la llegada del otoño se había cubierto de nuevo la cabeza con el sombrerito verde, tirolés, adornado con la plumilla de pavo real…

Capítulo XL

Pilar sufría, Marta sufría, y sufría el camarada Rosselló… En efecto, éste había regresado del Puerto de Santa María, adonde, como es sabido, había ido a visitar a su padre, encerrado en el Penal. El muchacho había cruzado solo, en coche, España entera.

—¡Dios mío, en qué estado se encontraban las carreteras y los puentes, el campo y los pueblos! —y apenas si se le permitió hablar un cuarto de hora, entre rejas, con el detenido.

«Padre…, ¿cómo estás?». «¿Y tú, hijo? ¿Y las chicas?». Imposible hilvanar un diálogo. El doctor Rosselló vestía ciertamente el traje de presidiario. El camarada Rosselló tenía un nudo en la garganta y no acertaba a hablar. En Gerona alardeaba a menudo de que con la guerra se le había endurecido el corazón; pero en el Penal de Santa María se dio cuenta de que no era cierto. «¿Y el Hospital, hijo? ¿Quién está allí?». «¿Cómo dices? ¿Que Chelo va a casarse con Jorge de Batlle? No, no, no recibí la carta. Aquí, ya puedes figurarte…»

Los guardias eran amables… pero debían cumplir con su deber. Así que, una vez transcurridos los quince minutos reglamentarios, separaron a los dos hombres. El camarada Rosselló subió a su coche hecho una furia, llevando incrustada en la retina la imagen de su padre encanecido, roto por dentro. Y llegó a Gerona en un estado de ánimo poco propicio a conducir el automóvil del Gobernador. Éste, que tenía también sus problemas, le decía: «Pero, ¡chico! A ver si te animas. ¡No me gustaría estrellarme contra un árbol, palabra…!».

En cambio, y como ocurriera en el año anterior, octubre se mostraba generoso para mosén Alberto, para Agustín Lago, quien había preparado concienzudamente el segundo curso escolar de posguerra, y sobre todo para «La Voz de Alerta», dispuesto a poner esta vez toda la carne en el asador para que las Ferias y Fiestas de San Narciso fueran sonadas.

Mosén Alberto consiguió, primero, ser nombrado presidente de la Comisión de Monumentos Históricos de la provincia, lo que le halagó en grado sumo. Todo lo que fuere antiguo lo atraía cada día más, lo mismo que al profesor Civil; y la provincia rebosaba de castillos semiderruídos, de poblados ibéricos por excavar, de viejísimos barcos naufragados a pocos metros de la costa. ¡Cuánto trabajo por realizar y con qué gusto! El sacerdote estaba un poco harto de que la gente, al hablar de la arqueología gerundense, se refiriese exclusivamente a la colonia griega de Ampurias.

En segundo lugar, resultó que los cazadores y pescadores, que abundaban también mucho, por iniciativa propia le pidieron al señor obispo que cada domingo se celebrara para ellos una misa a las cuatro de la madrugada. ¡Y he aquí que el doctor Gregorio Lascasas eligió para complacerlos, en esa hora cruenta, a mosén Alberto! Éste, al principio, reaccionó de forma un tanto aparatosa, alegando entre otras razones que jamás había sentido la menor inclinación por la caza y por la pesca; pero luego lo pensó mejor y se alegró de semejante incomodidad, por cuanto le daba ocasión de autodominarse. Una vez más actuó sobre él benéficamente, como venía ocurriéndole en los últimos tiempos, la sombra flagelada del padre Forteza, cuya santidad le servía de constante ejemplo.

Fuera de eso, mosén Alberto consiguió ¡oír una sardana! Fue con motivo de la fiesta celebrada por «Educación y Descanso», la organización deportivo-sindícal, en honor de los productores cuyos hijos habían obtenido becas oficiales para estudiar. Mosén Alberto se había ido de paseo por la Dehesa, para contemplar las hojas muertas a los pies de los árboles y, de pronto, ¡una sardana! Creyó que soñaba, y no era así. Mosén Alberto se emocionó tanto como los componentes de la
Cobla Gerona
, que habían sido reunidos en un santiamén y entre los cuales figuraba Quintana, el director del coro de la Sección Femenina. Alguien que pasaba por allí le dijo a mosén Alberto: «No sé si nos toman el pelo o si se han equivocado». Ni lo uno ni lo otro. Mosén Alberto entendió más bien que se trataba de una nueva demostración del buen tacto que caracterizaba al Gobernador.

Por último, y en el área de sus amistades, el sacerdote encauzó bonitamente la trayectoria del pequeño Manuel Alvear. La simpatía inicial que le inspiró el sobrino de Matías y que se incrementó a raíz del almuerzo navideño en el piso de la Rambla se tradujo en algo positivo: en la puesta en práctica de la idea que desde el primer día tuvo Carmen Elgazu, pero que ésta no se atrevió a manifestar. Manuel ingresaría en el Instituto para cursar el primero de Bachillerato y todas las tardes, a la salida —amén, naturalmente, de los días festivos—, trabajaría en el Museo Diocesano como antaño lo hiciera César, percibiendo por ello una remuneración, además de las propinas que pudiera obtener de los visitantes.

Hubo que salvar, como es obvio, la barrera que significaba Paz. Pero se consiguió.

Paz, desde que era supervedette en la
Gerona Jazz
y desahogaba su juventud en brazos de Pachín, se mostraba igualmente insobornable en materia política, cotizando para el Socorro Rojo y deseando el aplastamiento de Alemania; ahora bien, sin saber por qué, acaso por comodidad o para no contrariar en demasía las inclinaciones de Manuel, en materia religiosa empezaba a ser más transigente. «Sólo un ruego —le dijo a mosén Alberto, al tratar la cuestión—. ¡No pretenda llevarse el crío al Seminario!». Mosén Alberto se acarició la afeitada mejilla y contestó: «Esto no es de mi incumbencia. Esto, en cualquier caso, habrá de decidirlo Manuel».

En resumidas cuentas, mosén Alberto vivía satisfecho y por ello escribía con más entusiasmo que nunca en
Amanecer
sus «Alabanzas al Creador». Sólo le inquietaba… el cielo de Gerona. De pronto las nubes se paseaban sobre la ciudad tan apretadamente, con tal carga dramática, que el sacerdote decía: «No me extrañaría que este invierno tuviéramos inundación». El notario Noguer, que recordaba las muchas que habían azotado a la ciudad, le objetó: «No creo. Ya el año pasado se temió lo mismo por estas fechas. Y vino la tramontana y barrió la amenaza».

También para Agustín Lago el otoño había sido a la postre generoso. Pero el final del verano le había traído consigo una desagradable contrariedad, que por espacio de unas semanas agrió el consuelo que había significado para él la reciente visita de Carlos Godo, su compañero del Opus Dei.

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